Friday, November 11, 2022

El profesor y la periodista


Un día me tocó editar la columna de un profesor emérito de la Universidad Georgetown de Washington D.C. El profesor se había mudado a Miami varios meses atrás, luego de su retiro universitario. Publicaba una columna quincenal en español y una mensual en inglés. Conocía su escrito más famoso: la parábola de un profeta que intentaba describir, medio en serio medio en broma, el carácter del cubano. Una obra digna de un verdadero filósofo caribeño.
En esta ocasión, sin embargo, el profesor no trataba ningún tema filosófico profundo. Tampoco buscaba deslumbrar a los lectores con su ironía intelectual. Aquí el profesor se limitaba a describir una visita al Centro Vasco, un centro nocturno de La Pequeña Habana donde su cubanía y nostalgia se habían desbordado al escuchar a Albita.
En su rememoración de la música cubana incluía la canción En el tronco de un árbol, que el profesor atribuía al viejo trovador santiaguero Sindo Garay. Tomé el teléfono, lo llamé y le expliqué que tenía una duda. De inmediato comenzó a trasladarme su entusiasmo por Albita y la música cubana, y a preguntarme si la había oído. No, le contesté. “Tienes que oírla, es una maravilla”, e insistió que esa misma noche yo tenía que asistir sin falta al Centro Vasco. Fue entonces que le dije: “Doctor, tengo esta duda. ¿Cuando usted habla de En el tronco de un árbol, se refiere por casualidad al bolero ¿Y Tu qué has hecho?, de Eusebio Delfín? Su respuesta fue rápida y muy cubana: “Me jodiste”. Inmediatamente replicó: “¿Estás seguro?”. “Sí, profesor”, le dije. “Bueno, déjame consultar algunos libros. Te llamo en un rato”. Quince minutos después me llamó: “Mira, ahora no encuentro el dato. Ponlo como tú dices, si es verdad que estás tan seguro”. Para aliviar —o aumentar— un poco la tensión, que sabía había producido mi pregunta agregué: “Profesor, y donde dice bocuses, ¿no es mejor poner bongoes?”. “Bueno sí, es que yo soy de Oriente. Allá le decimos bocuses, si tú crees que bongoes se entiende mejor, pon bongoes”. “¿Tienes alguna otra duda?”. El profesor quería reafirmar que era rápido en aclarar dudas; solo que mis dudas eran sus faltas. Le dije que no tenía más dudas.
Supe más sobre el profesor ese mismo día. No eran dudas pero sí llegarían a ser faltas. Al profesor no solo le gustaba la música del trópico. Por lo general su columna aparecía junto con la de una periodista dominicana, editora de mesa de la sección. La editora y el profesor hablaban con frecuencia por teléfono. Ambos trataban de aclarar o crear dudas, pero de otro tipo. “Ay, profesor, usted siempre arriba y yo abajo”, dicen que le decía la editora. No se sabía lo que contestaba el profesor, pero sí que una tarde de sábado, se había presentado en el apartamento de la periodista con una botella de Don Pérignon bajo el brazo. La periodista era una mulata con un atractivo especial para columnistas de renombre. Se comentaba que había sido amante de Junior, como la redacción le llamaba al hijo de Mario Vargas Llosa, cuyo paso altanero y actitud despreciativa había despertado tantos resentimientos que casi se aplaude al también detestable Fujimori cuando parece fue el causante indirecto (no creo llegara a enterarse entonces ni después) de la salida de Junior. Ahora el profesor le decía a la periodista, frente a la puerta del apartamento de esta, que quería establecer una liasson con ella. Ella abrió, pero se negó a continuar el acto. Porque quienes hacían el cuento afirmaban que ante el retroceso de quien prefería estar abajo en la página pero no en la cama, el profesor indignado le había dicho: “No te olvides que yo soy un catedrático universitario que habla varios idiomas, entre ellos el alemán, y tú eres una simple dominicana”. No lo olvidaron ambos. Y de nuevo en la historia cubana, esta vez como chisme, se mezclaron Cuba y República Dominicana, solo que la dominicana, que tampoco era preferida por alguno, quizá por su atractivo y mucho por su independencia, se convirtió entonces en la heroína.
 Lo último que hizo antes de retirarse, el entonces editor del periódico en español —que escribía columnas con faltas de ortografía— fue nombrar director de las páginas editoriales, que no publicaban editoriales propios porque miedo a la comunidad cubana, al profesor que no reconocía faltas ni admitía dudas.
Recuerdo la primera vez que le mostré un artículo que quería publicar. Antes de comenzar a leerlo tomó un lápiz rojo. Tachó un párrafo donde mencionaba a tres escritores latinoamericanos: “No hay que hacerle propaganda a los comunistas, ya bastante propaganda se hacen ellos mismo”. En otro donde yo remontaba los orígenes de la novela rosa a Dafnis y Cloe y al poema pastoral griego, me miró con desprecio. Pensé que iba a reprocharme que mencionara a la literatura clásica al comentar un género tan banal. Pero cuando terminó su lectura fue categórico: “No sabes lo que estás diciendo”. Era evidente que no me había equivocado al interpretar su desdén durante la lectura. “Mira, déjame explicarte”, y se recostó en su butaca con el lápiz rojo aún en la mano.
Me preparé para escuchar una disertación sobre estética, pero lo que oí durante media hora fue la descripción de la trama de las cuatro telenovelas más populares, que presentaban los dos canales de televisión hispana que se veían en la ciudad. Se sintió tan satisfecho con cumplir con la mayéutica y la preceptiva literaria, que se atrevió una observación humana: “Tú sabes, yo las veo para acompañar a mi mujer”.
El paso del profesor por “Opiniones” fue breve gracias a los abogados. Al parecer la periodista dominicana estableció una demanda de acoso sexual —se comentaba que otras dos empleadas también habían presentado acusaciones— y dos años después de llegar el primero —el catedrático— y mucho más ella, ambos partían por rumbos diferentes: él abandonaba el cargo para escribir un libro pendiente, cuando se acercaba la celebración del centenario de la Guerra Hispano-Americana —aunque pasaron los años sin que la obra llegara a las librerías—  y ella para otro departamento, aunque reducida a la función de simple reportera, libre de la amenaza de expulsión que alegaba el profesor le repetía a diario.
Lo que quizá nunca supo el profesor —pues pocos años después padeció un Alzheimer avanzado y falleció al poco tiempo— es que cuando le conté a Cabrera Infante lo ocurrido, o mi versión de lo ocurrido, ello le permitió un chiste repetido, y escrito varias veces: “No deberían hacerle nada al pobre hombre, se trata de un esteta”. 
Pero el esteta era también un censor. Cuando en 1996 el pianista Gonzalo Rubalcaba ofreció un recital en el Guzman Center en Miami, escribí una columna que nunca apareció en las páginas de “Opiniones” del periódico. El profesor demoró su salida hasta que un día se apareció en mi escritorio en la redacción, con la escusa burda de que no la había visto antes o que había olvidado o que por el tiempo transcurrido ya no valía la pena publicarla. Solo que su olvido —¿ya entonces padecía la enfermedad y ni él ni yo lo sabíamos?— nunca fue el mío.

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