El establecimiento de una dictadura militar en Irak produjo una oleada de protestas en todo el mundo, pero pocas críticas en Estados Unidos. El Partido Republicano logró imponerse en las elecciones presidenciales de 2004 —retener la Casa Blanca aunque perdió el control de Congreso—, pese a los vaticinios en contra. El argumento de la necesidad de un gobierno poderoso y temido se impuso a las críticas sobre la gestión del mandatario. La economía estaba en pleno proceso de recuperación, los precios del petróleo habían disminuido para finales de ese año y la avalancha de anuncios políticos pagados resultó decisiva. Pero Bush logró el triunfo con un mensaje simple: prometer que el pueblo norteamericano no sería humillado y golpeado de nuevo, como había ocurrido el 11 de septiembre de 2001.
Aunque Bush había enfatizado la necesidad de llevar la “libertad” a la región, el argumento fue abandonado tras el discurso del “Estado de la Unión” de 2005, donde planteó la necesidad de un mayor control para lograr la estabilización de la producción petrolera iraquí, ya que para enero de ese año el precio del crudo había comenzado a elevarse de nuevo vertiginosamente —ya para entonces se sospechaba que la drástica reducción del valor del crudo, entre finales de septiembre y comienzo de noviembre no había sido más que una maniobra de las grandes compañías petroleras, con el apoyo de Arabia Saudí, imposible de mantener a la larga— y amenazaba con invertir la marcha ascendente de la economía. Un gobierno militar en Irak era necesario además para poner fin a los asesinatos y secuestros de norteamericanos y otros extranjeros.
El concepto de libertad pasó a ser utilizado de una forma más vaga aún que en los comienzos del conflicto, cuando sirvió de nueva justificación de la invasión tras la imposibilidad de hallar armas de destrucción masiva. La jugada tenía una lógica aplastante desde el punto de vista político, lo que no le impedía ser al mismo tiempo inmoral. Los norteamericanos sabían de antemano que la celebración de elecciones libres en Irak acarreaba el peligro del establecimiento de un gobierno islámico, o al menos de que los islamitas ganaran una considerable cuota de poder en un parlamento elegido democráticamente. Fue entonces que volvió a cobrar vigencia un criterio formulado por Jeane Kirkpatrick en 1979.
En un artículo aparecido ese año en la revista Comentary, titulado Dictaduras y Doble Moral, Kirkpatrick había justificado las dictaduras latinoamericanas bajo una distinción del agrado de los conservadores. Los gobiernos como la dictadura de Somoza en Nicaragua —escribió entonces la Kirkpatrick — eran autoritarios, no totalitarios en el sentido de los regímenes imperantes en los países comunistas. Por lo tanto, debían ser apoyados por Estados Unidos, porque existía la esperanza de que evolucionaran hacia la democracia. No era una idea nueva. Se trataba de la vieja aserción de que algunos dictadores latinoamericanos eran unos hijos de puta, pero “nuestros hijos de puta”. Formulado en un lenguaje académico, sirvió de fundamento ideológico a los conservadores que poco tiempo después llegaban al poder con el gobierno de Ronald Reagan.
Al contrario del regreso al poder de los militares de la época de Sadam Husein, que para imponer la calma en Irak tuvieron que llevar a cabo varias matanzas, en las que los norteamericanos se limitaron al papel de asesores, el resurgimiento de las dictaduras militares en Latinoamérica —entre mediados de 2005 y finales de 2006— se caracterizó por evitar en lo posible los derramamientos de sangre. Los nuevos dictadores se empeñaron en no repetir los aspectos más criticados de las guerras sucias en los países sudamericanos: sesiones de tortura y desaparición de opositores, ni tampoco las violaciones indiscriminadas de los derechos humanos que caracterizó la lucha contra la insurgencia izquierdista en Centroamérica. Fueron ellos lo que en realidad convirtieron en forma de gobierno el concepto de autoritarismo democrático, un oxímoron similar al conservadurismo compasivo que Bush repetía a veces para caracterizar su programa social. Lo que nunca aceptaban estos dictadores de nuevo cuño era el nombrar al verdadero padre del concepto: Fidel Castro. Tampoco admitían en público que se los comparara con Augusto Pinochet. Muertos ambos déspotas, su legado político continuaba vigente, aunque de forma anónima.
—Temo que por el camino que vas, a nadie le va a interesar lo que escribes.
—¿No te interesa a tú? ¿No estás tratando de reivindicar a una puta?
— Estoy empeñada en divulgar la corrección de un error histórico. María Magdalena nunca fue una puta. Eso tú lo sabes bien. Si lo dices ahora es para pincharme. Puta era yo y no tengo interés en reivindicarme.
—Pregúntale a unos cuantos católicos. Verás como la mayoría aún cree que era una puta.
—Ignorancia.
—Hace unos años un libro se refirió al tema. Solo sirvió para que su autor se enriqueciera. Lo leyeron millones, y luego siguieron pensando igual. Claro que alguna gente encontró un buen motivo para enriquecerse también.
—Lo que hacemos nosotros es una labor educativa —esquivó el tema del dinero. No porque careciera de respuesta. Para ella el dinero nunca había sido importante. Él lo sabía, pero no le gustaba desperdiciar una ocasión para tirar un golpe bajo. También sabía que eso la excitaba. Al menos en una época.
—No me gusta lo que hacen ustedes. La imagen de una puta lavándote los pies con sus lágrimas y después secándotelos con sus cabellos, para luego ponerles un aceite aromático, tiene un contenido erótico tremendo. Varias veces me masturbé imaginando la escena.
—Puedes seguir masturbándote con tu María Magdalena o con María Betania o con cualquier María que encuentres en internet.
—A mi la que no me gusta es la María Magdalena que ustedes quieren politizar. Prefiero la otra. A esa los pintores del Renacimiento siempre la pintaban con las tetas al aire. Era mucho mejor que esa noble matrona que ahora intentan convertir en Verdadera Creadora de la Religión Católica y Soberana de los Apóstoles.
—No te metas con las mujeres casadas.
—No te metas con la Iglesia. En otra época a todas ustedes las habrían quemado.
—Todavía intentan hacerlo, pero con otros medios.
La Hermandad de María Magdalena acaba de abrir otro centro en La Habana y su visita no era desinteresada. Quería que Gladys Montero le diera una carta de presentación. El documento era necesario, aunque no suficiente, para poder entrevistar a varias sacerdotisas en la isla. Gladys y él nunca habían sido amantes ni podía decirse que fueran realmente amigos, pero se acostaron dos o tres veces. Aunque ella nunca lo invitó a las reuniones de finales de los años noventa donde nació el culto que ahora se extendía por toda Cuba. En una ocasión alguien había escrito un artículo sobre el primer seminario dedicado a la mujer bíblica: “María Magdalena: una aproximación holística y posmoderna en la desconstrucción de un error antinogsticista”. Él había hablado del encuentro, celebrado en un hotel de Coral Gables en mayo de 2004, dedicado varios párrafos a la comida y a la ropa de los participantes —como si se tratara de una reunión social— y sin hacer referencia a las ponencias de Emilio Ichikawa, Ileana Fuentes y Orlando Estébanez, al que a última hora llamaron a participar por ser el delegado del Dalai Lama en Hialeah, pero con la advertencia de que su mujer quedaba fuera de las presentaciones y la prohibición expresa de dejar fuera del local un cajón lleno de campanas tibetanas, que este quería repartir entre el público para lograr un acompañamiento sonoro adecuado a sus palabras. A Gladys no le gustó el tono de artículo —más parodia de crónica social que reseña de lo ocurrido—, pero al final se lo agradeció porque fue la única referencia del evento aparecida en la prensa de la ciudad, debido a las presiones de la Iglesia Católica.
Gladys Montero creó la Hermandad de María Magdalena a comienzos de 2004, pocos meses después de la muerte de su padre. Esteban Montero se había enriquecido vendiendo libros escolares en español en Miami, Puerto Rico y Venezuela; editando a autores exiliados con los recursos necesarios para cubrir los gastos de impresión y colocando en farmacias y supermercados latinos un curso para aprender inglés, que durante muchos años mantuvo el precio de cincuenta dólares en el mercado. El curso —que también podía adquirirse por internet y a través de llamadas telefónicas— se anunciaba como una posibilidad única de dominar el idioma en seis semanas, sin necesidad de aprender gramática. Repitiendo palabras que aparecían escritas en inglés —a su lado el significado y una llamada “transcripción fonética” que pretendía ser el equivalente en español de la pronunciación inglesa. El lema del curso era: “Aprenda sin gramática y leyendo en su idioma. Si usted sabe leer en español, usted también puede leer en inglés: solo es cuestión de darle vuelta a las letras”.
El curso El Inglés de Cabeza tuvo una amplia aceptación durante varias años entre los inmigrantes recién llegados. No por el recurso de la transcripción fonética, que otros similares también ofrecían, sino porque incluía una pequeña grabadora con un aditamento para colocar debajo de la almohada. “Aprenda mientras duerme. Sáquele provecho a su sueño”, era otro eslogan de la propaganda. Montero además hizo fortuna con un negocio muy simple, que logró extender por toda la América latina. Por sólo diez dólares —menos en algunos países— daba a conocer el sexo de una criatura por nacer.
“Resultados garantizados. Le devolvemos su dinero si nos equivocamos”. Y realmente las devoluciones se efectuaban con rapidez una vez que se recibía el certificado de nacimiento correspondiente —como aval de la equivocación— y el original de la predicción errónea enviada meses antes. La ganancia —mejor sería decir el truco— consistía en un simple cálculo estadístico: existía un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar. Se contaba además con la inercia del cliente, la posibilidad de que al nacimiento de la criatura se hubiera extraviado el documento con la predicción y el hecho comprobado estadísticamente de que los padres desistían de enviar una inscripción de nacimiento debido al trámite a realizar o por el costo de la misma.
Pero para que el negocio funcionara tenía que realizarse a gran escala y Montero era un verdadero organizador, que viajaba con frecuencia a Latinoamérica. Para costearse los gastos de sus giras promocionales recurría a otra de sus actividades: se mantenía muy activo en la lucha anticastrista y había creado un partido político. Con frecuencia realizaba recogidas de fondos para la lucha contra Castro, que en realidad servían para cubrir los gastos de sus viajes. Luego se entrevistaba con uno o dos políticos y regresaba para anunciar por la radio de Miami —sus buenas relaciones con quienes dirigían programas radiales era otro aval en su empresa— el avance de los esfuerzos para presionar al régimen de La Habana en la arena internacional.
Al morir Estaban Montero algunos escritores de Miami creyeron que finalmente surgiría una editorial, o al menos una colección que recogiera sus obras. Gladys llevaba varios años administrando el negocio paterno y era amiga de la mayoría de los que escribían y pintaban en la ciudad. Aunque la ilusión duró poco. Gladys sufrió lo que algunos consideraron una “transformación mística” y otros un capricho. Se separó de su amante, dejó de acostarse con cuanto hombre y mujer le gustaba —al menos nadie más pudo decir que lo hizo a partir de entonces— y fundó la Hermandad de María Magdalena. Las fiestas de fin de semana, realizadas por años en su amplia casa cerca de Haulover Beach, y que muchos rumoraban terminaban en orgías —aunque otros achacaban estos comentarios a la envidia y a la mojigatería reinante en la comunidad exiliada— fueron sustituidas por sábados dedicados por entero al culto de María Magdalena.
La Hermandad nunca ganó mucha fuerza en Miami, pero por entonces Gladys comenzó a viajar con frecuencia a Cuba y en poco tiempo adquirió una casa en la playa de Jaimanitas, en La Habana. Al principio fue un viejo sueño que su padre —que alardeaba de ser un anticastrista vertical— le había impedido realizar, primero apelando al amor filial y luego amenazándola con desheredarla. El culto creció en la isla y en la actualidad tenía centros en todas las provincias y varios en La Habana. El último de los templos había sido inaugurado apenas dos semanas atrás. Él quería aprovechar ese pretexto para realizar un reportaje.
Tema de discusión entre especialistas y teólogos, varios libros reivindicaban el papel de María Magdalena junto a Jesús. Su imagen de pecadora arrepentida —propia de catecismos y películas— considerada como una tergiversación histórica y religiosa, que evidenciaba el carácter machista de la Iglesia Católica. En realidad María Magdalena no había sido prostituta sino una mujer rica, a la cual el Mesías había librado de siete demonios mediante un exorcismo. La confusión entre María Magdalena y María Betania —la verdadera prostituta— era parte de una conspiración surgida durante los primeros años de la Iglesia, para restarle importancia a la mujer que había sido testigo de la resurrección de Cristo y usurpar su posición entre los primeros cristianos en favor de Pedro. Algunos iban más allá y la consideraban la esposa de Jesús, que la había fecundado. Tras la crucifixión, María Magdalena había marchado a Europa, llevándose el cáliz con la sangre de Cristo —el célebre Santo Grial— y fundado la rama de los merovingios. Esto la entroncaba con la Princesa Diana, que también tenía sangre merovingia, y justificaba que las mujeres pudieran dedicarse al sacerdocio.
Al principio Gladys quiso crear un instituto que se dedicara al estudio de María Magdalena y de los Evangelios Gnósticos —uno de los cuales era precisamente el Evangelio de María Magdalena— en Miami. Pronto abandonó esta idea descabellada por fines más prácticos. Su primera visita a Cuba fue fundamental en esta transformación. Le propuso al gobierno cubano la creación de un instituto dedicado a la integración social de las prostitutas, las llamadas “jineteras” cubanas. Al principio la trataron con desconfianza, pensando que se trataba de una nueva penetración de la “mafia de Miami”. La aceptación se inició tras aparecer —en distintos periódicos y revistas de Estados Unidos y Cuba— las primeras declaraciones de Gladys en que se destacaban los logros sociales a partir del primero de enero de 1959, los avances en la cultura durante las décadas revolucionarias —para reafirmar sus palabras publicó en su editorial, limitada ahora a textos sobre el culto, una antología de discursos de Fidel Castro — y su repudio al pasado anticastrista paterno. Un año antes de la muerte del gobernante cubano, junto al centro de rehabilitación se estableció el primer local de culto. El gobierno de La Habana le dio luz verde a la idea. Pero solo con el objetivo de sumar otra manifestación espiritual a la lucha contra la presencia, cada vez mayor, del catolicismo en Cuba. En pocos meses —y pese a las burlas en la isla y en Miami, que consideraban el magdalenismo como “una religión de putas”— el culto comenzó a extenderse, sobre todo a partir de la conversión al culto de la hija de Raúl Castro y Vilma Espín. Y si bien era cierto que una buena parte de los adeptos eran jineteras o exjineteras, también comenzaron a integrar sus filas profesionales y escritoras. Se debe aclarar que estas no actuaron impulsadas por el mismo interés que años atrás movió a algunos en Miami —pues Gladys acaba de vender la editorial y todos los negocios del padre, depositado el dinero en varios bancos fuera de Estados Unidos y repudiado también su “pasado capitalista”—, sino alentadas por los seminarios de formación de seis meses que se realizaban en Miami, New Jersey y Puerto Rico.
Si él le había enseñado aquel escrito esa tarde a Gladys no era por pretensiones intelectuales o para que ella diera una impresión sobre lo escrito, sino porque consideraba al destino de María Magdalena como un ejemplo más de ironía histórica o mejor vital. La mujer rica que por siglos todos creyeron que no era más que una puta cualquiera. Gladys evidentemente no lo había entendido así. Se dio cuenta que para esa mujer no existía problema alguno, porque había encontrado un objetivo con que llenar su vida, unas cuantas reglas que imponer al mundo. Ella siempre había sabido qué límites traspasar y cuales no. Pero ahora contaba además con una justificación para hacerlo.
A él no le interesaban las justificaciones. Si lo correcto y lo incorrecto eran conceptos relativos, las justificaciones salían sobrando. No era que la vida se rigiera por un relativismo total. Era que no existía ningún absoluto. Vivir no era más que dedicarse a realizar pruebas de “ensayo y error”. Quienes triunfaban eran los que no repetían errores, los no se arriesgaban a los ensayos, los que tenían suerte y no se equivocaban de pura casualidad. Pero eso tampoco tenía sentido. Un predicador callejero podía terminar convertido en objeto de culto durante milenios y figura central de una religión que poco tenía que ver con él. Una histérica —que por su riqueza fue respetada durante buena parte de su vida— considerada una puta durante dos mil años tras su muerte y luego ser reclamada como fundadora de una iglesia y compañera de un hombre al que conoció gracias a su enfermedad. No solo carecía de sentido catalogar las acciones de un oportunista en Cuba o de un político demagogo de Miami. Tampoco era justo.
Hablar de Cuba era fácil. Se había pasado buena parte de su vida hablando de Cuba. Escribiendo sobre Cuba. Él y otros muchos. El castrismo había resultado el mejor negocio desde la llegada de Cristóbal Colón. A cuanta gente dio de comer ese dictador que no sabía nada de economía. Aunque si analizaba su vida la cosa se complicaba. ¿Detestaba a su hermano mayor o lo envidiaba?¿Le tenía lástima al más chiquito o en el fondo se alegraba de que nunca le hiciera sombra? No tenía sentido irle de frente a la vida, porque no existía un frente ni un revés. ¿Qué justificaba la honestidad, sino un acto de soberbia?
Gladys Montero no le dio la carta. Le dijo que ya no tenía autoridad alguna sobre el magdalenismo. Dentro de pocas semanas iba a hacer pública su renuncia. Al culto no, porque para ella María Magdalena era lo más grande. Lo que había definido su vida. El debía ir a Cuba, entrar a cualquier templo de las magdalenas y confiarse a las hermanas. La entrevista había sido tiempo perdido. ¿Qué sentido enseñar esas páginas llenas de dudas? Aprovechó para hacerle una última pregunta a Gladys. Quería saber si eran ciertos los rumores de que el nuevo Papa tenía una actitud más abierta hacia la participación de las mujeres en el sacerdocio. Incluso había escuchado de que a la vuelta de unos pocos años, el culto magdaleno podría convertirse en una orden. Ella le sonrió con el mismo rostro de quien conocía las trampas.
—No es eso. Es que estoy cansada. Voy a retirarme. No voy a decir que a meditar. Para eso no sirvo. No sé. ¿Qué tú crees si te digo que a lo mejor vuelvo a ser puta?
No comments:
Post a Comment