Saturday, November 26, 2022

Exilio (I)

 

Con el tiempo el exilio llegó a representar para él un solo problema. No era un problema fácil. La dificultad radicaba en que era un problema filosófico y él se negaba a verlo de esa manera. Sabía que a partir del momento en que le buscara una explicación —en base a cualquier concepto, categoría o sistema—, la respuesta escaparía de sus manos. Sabía también que otros —los filósofos, por ejemplo— se había planteado la cuestión muchas veces. Conocía algunas de las conclusiones a las que habían llegado. Pero creía que todas esas conclusiones no hacían más que esquivar el problema. Porque estaba seguro de que el problema no era filosófico sino práctico. Y este era su error.
Por eso, cuando un técnico logró encontrar la clave y su hermano pudo leer todo lo escrito en la computadora, no encontró un escrito que siquiera bosquejara lo que a este le preocupaba más en la vida. Aunque todos los fragmentos —de narraciones no concluidas, ideas apenas desarrolladas, anotaciones de conversaciones y memorias de sus años de trabajo en un periódico o emisoras de radio y televisión— no eran más que aspectos de una búsqueda que nunca supo cómo comenzar.
Una búsqueda que nunca llevó a cabo porque sabía lo conduciría a la derrota. ¿Pero no estaba derrotado precisamente por no emprender esa búsqueda? Nunca se lo planteó en esos términos. No por pesimismo. Quería conservar la esperanza del fracaso.
Fracasar era estar preparado para resolver el problema. Le permitía vivir. Hallar la solución, en cambio, abría la puerta al suicidio. Como cuando le dio por manejar por las autopistas con los ojos cerrados. Recorrer un tramo del viaje esperando un choque. Dejó de hacerlo al comprobar que lo que buscaba era una excitación neurótica y que siempre terminaba por abrir los ojos. Si insistía en esa práctica solo conocería nuevas molestias: dañar o destruir el automóvil, asesinar o herir a cualquiera, ir a parar a un hospital. Para eso estaban los seguros. Los seguros que pagaba —de salud, del automóvil, contra robo e incendio— no eran más que un reconocimiento de que no valía la pena cerrar los ojos. O de que podía hacerlo si ello le divertía.
Divertirse era la mejor forma de quitarse el problema de la mente. Al menos eso pensó por un tiempo. Tener siempre una mujer que le gustara llevar a la cama. Comer bien. Conocer qué botella de vino era la adecuada a cada comida. Viajar, leer, ver una buena película. Escuchar jazz —oír a Monk, Bill Evans y a veces a Miles— era la mejor forma de no pensar en aquello. Porque sabía que ellos —sobre todo Monk— también pensaron en ello. 
Pensar en el problema era simple. Lo difícil era aceptar que no tenía solución. O que la solución también era simple. Pero él no podía plantearlo en términos simples. Esa era su incapacidad. Su esperanza. Era lo único que le debía a Castro. Sin la revolución jamás habría llegado a conocer que existía algo tan difícil —o tan fácil— de explicar. Ya ni siquiera era necesaria la existencia del exilo para descubrirlo.
Descubrir —como todo exiliado salió de su país con la esperanza de lograr fuera lo que no había conseguido en su patria— que siempre quedaba algo más allá del placer del triunfo por pequeño y transitorio que este fuera no valió la pena. 
Para él el exilio significó algo más: la posibilidad de que existiera la justicia. No como recompensa al justo. Se limitaba a verla como un castigo contra lo mal hecho.
Abandonarlo todo y empezar de nuevo era un acto de reafirmación. Comprobar que en verdad su forma de pensar era la correcta, que lo que dejaba detrás no servía y que lo que tenía por delante sí. A partir de ese momento, su triunfo no sería obra del engaño.
En Miami se dio cuenta de su error. Actuar de forma correcta no era regirse por principios. Era acomodarse a la situación. Conocer las reglas del juego. No con el fin de cumplirlas. Lo importante era saber cuándo era el momento adecuado de violarlas impunemente. No se trataba de jugar bien. Lo único que había que conocer eran las trampas. Cuales eran permitidas y cuales no. En qué momento poner una zancadilla a otro jugador y en qué momento esquivar el que se la pusieran a uno. Saber además cuándo permitirla. El instante adecuado para caerse antes del golpe. A uno siempre le quedaba el dedicarse a la protesta.
Protestar era una trampa más. Eso sí lo descubrió a tiempo. Que le ponían a uno y era mejor esquivarla. Porque tras la protesta, el siguiente golpe era más doloroso. Los que sabían no protestaban. O protestaban solo de lo que no valía la pena protestar, cuando se veía bien a los que protestaban.
Era fácil comprender todo esto desde el punto de vista político. Pero él sabía que el problema tampoco era político. La filosofía y la política solo servían para ocultar el problema.
Por un tiempo cayó en la trampa de la protesta. Siguió repitiendo el error durante varios años. Lo hizo por desconocimiento, pero también por obstinación y soberbia.
Se aferró a esa esperanza. La ciudad estaba en manos de los batistianos. Habían llegado antes —algunos de ellos con dinero— e iniciaron los primeros negocios y establecieron los vínculos políticos necesarios para que esos negocios salieran adelante. Después vinieron otros que no eran batistianos, pero que estaban dispuestos a olvidarse de que sus nuevos vecinos eran los responsables de que todos estuvieran allí. Se creó el mito de que Castro los había engañado. Los batistianos —o al menos buena parte de los batistianos y de los hijos de los batistianos— eran dueños de la ciudad. Aunque en el fondo no era una conquista sino una tarea. Se levantaban a diario para aparentar ser los dueños de la ciudad. Porque la ciudad nunca dejó de ser americana. Batista era una cuestión de los cubanos. Los americanos no se sentían responsables de lo que ellos contribuyeron a crear. Hablar mal de Batista era hacerle un favor a los batistianos, que entonces podían representar el papel de víctimas. Nada despreciable esa ayuda.
Ayudar a los batistianos fue durante años una de las razones principales para que Miami siquiera creciendo. Cada día llegaban más exiliados. Ahora eran otros. Los que —luego de irse Batista— habían luchado contra los ganadores. Después los que ganaron para al poco tiempo perder y también los que volvieron a ganar y acabaron perdiendo. No llegaron como perdedores. Traían unas ganas inmensas de intentar ganar de nuevo. Más motivos para que los batistianos pudieran repetir una y otra vez su papel de víctimas. Solo que ahora otros reclamaban que en realidad las víctimas eran ellos. Todos querían ser víctimas. Aunque nadie quería ser un perdedor. Fueron muchos los que llegaron primero. Tantos, que cuando a él le tocó el turno carecía de sentido diferenciarlos.
El diferenciar a diario a los ganadores y perdedores en Cuba alimentaba los odios del exilio. También carecía de sentido. Al poco tiempo de vivir en Miami comenzó a darse cuenta de que algo no andaba bien. Lo que él creía sería una reafirmación empezó a agrietarse. Al principio no se dio cuenta. Se enfrentaba al problema más grave de su vida y no lo sabía. Si el paso al exilio era un viaje a las antípodas, era lógico que los que allá estaban arriba aquí estuvieran abajo. Que los triunfadores en el otro extremo fueran los fracasados en este. Que quienes alimentaron el error ahora sufrieran las consecuencias.
Equivocado. Supo de su error a la hora de encontrar empleo. Varias veces pasaron por alto su solicitud antes de darle trabajo en el periódico. Al menos en dos ocasiones le negaron una plaza para dársela a un recién llegado. En ambos casos adujeron una mayor experiencia periodística. Solo que él veía esa experiencia como resultado de la participación en un régimen cuya destrucción el exilio proclamaba a diario era su objetivo primordial.
Acabar con el castrismo parecía ser la razón de existir de Miami. Al menos eso era lo escuchaba y leía por todas partes. Pero también había otra realidad que no se ocultaba. La veía a diario en los noticieros. Si desertaba un funcionario del régimen era notica. Si llegaba un preso político más solo se enteraban los familiares. Si un general daba el brinco tenía garantizada una recompensa económica, otorgada por el gobierno de Ronald Reagan. El mayor anticomunista del mundo premiaba a los equivocados e ignoraba a los justos. Si el inmigrante era alguien que se había negado a militar en las filas del Partido Comunista —y a desempeñar funciones de responsabilidad en favor del régimen—, las posibilidades de encontrar empleo dependían de su suerte. Si se trataba de un funcionario, lo más probable era que al poco tiempo contara con las relaciones suficientes para procurarse un buen salario. Si alguien llegaba al exilio, luego de publicar varios libros en Cuba, era recibido como un escritor —no importaban las alabanzas a Castro y a la revolución que contenían esos libros. El que venía sin una obra —porque se había negado a  someterse a los criterios imperantes en la isla sobre la literatura y el arte— era un simple desconocido.
Desconocer su error le costó años de amargura. Lo importante no era que el que llegaba hubiera sido o no funcionario, escritor o general. Aceptar y celebrar la llegada de los desertores era un paso de avance en el exilio, logrado tras el éxodo del Mariel.
Alimentar el resentimiento era una actitud malsana. Entendía a los presos políticos, que —tras pasar la juventud y parte de su vida encerrados— se veían obligados a desempeñar labores mal pagadas. No contaban con la preparación suficiente. Sus años de estudio malgastados en las prisiones. Pero lo justificaba emocionalmente, no como una forma de conducta adecuada.
Ese, además, no era su caso. No se trataba de argumentar que había vivido engañado. Repetir: “Yo creí en aquello, pero un día me di cuenta de mi error, bla, bla, bla”. Tampoco de recurrir a la consabida autocrítica: “Pido perdón al exilio. porque yo estaba equivocado y ahora lo que quiero es una segunda oportunidad, trabajar en tierras de libertad, bla, bla, bla”. Quienes se dedicaban por un tiempo a recriminarse —y a inventar justificaciones — siempre despertaban la sospecha de estar buscando un perdón fácil, que les permitiera integrarse con rapidez a la sociedad que hasta ayer habían rechazado. De lo que se trataba —lo realmente importante— era renunciar a una vida de engaño. Tratar en lo adelante de avanzar por méritos propios. No permanecer a la caza de una oportunidad para alcanzar un empleo y un lugar destacado en la comunidad apelando a las palabras convenientes, ocultando sentimientos y motivos con el fin de escalar posiciones. Cuando así lo supo, comenzó un enfrentamiento sin solución. 

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