Thursday, July 10, 2008

Alfredo's Cuban Boys


—La primera vez que estuve en casa de Fraga —dijo Rine Leal con sonrisa maliciosa—, vi que tenía todo un librero con las obras clásicas de la filosofía universal: Platón, Aristóteles, La Fenomenología del Espíritu, La Critica de la Razón Pura, hasta El Ser y la Nada de Heidegger. Entonces pensé: este hombre es un sabio o un cretino. Y resultó ser...
—Un cretino —respondí.
Rine asintió con esa cara de pícaro y mirada juvenil, casi adolescente, que todavía conservaba a ratos en 1973.
Pero en 1971 Jorge Fraga no era un cretino. No para mí y tampoco para Eugenio. Fraga era un director de cine. Eugenio y yo miembros del grupo que había formado un cine-club en la Universidad de La Habana. También queríamos hacer una revista de cine. En realidad no éramos creadores de nada, porque el cine-club existía antes de que naciéramos y el único mérito fue reavivar la programación y organizar debates y cambiarle el nombre. Pero entonces no había quién nos dijera que no habíamos fundado el cine-club.
Tampoco la idea de la revista era de nosotros y sí de Alberto. Pero Alberto insistía en que la revista era de todos y todos le creíamos más que Alberto que lo decía. Alberto era miembro de una familia revolucionaria. Tenía grados de comandante, ganados en la lucha contra Batista. Pero para nosotros Alberto —Mora, como lo llamábamos al principio— no era un revolucionario hijo de un héroe, salvo cuando recordábamos que sólo él podía editar la revista. Y la revista era más importante que los cine-clubes, los debates y las películas. Más importante que el cine. Así pensábamos Eugenio y yo. La revista era de nosotros. Eso decía Alberto. Todos lo creíamos y todos los días estaba Alberto para repetirlo.
"Todos teníamos veintidós años''.
Eso también lo repetía Alberto. La frase era de Gertrude Stein, de la Autobiografía de Alice B. Toklas. Mora nos lo había enseñado. Alberto no tenía veintidós años, pero yo sí y Eugenio uno más y acabábamos de descubrir a Godard.
También habíamos puesto Made in USA en la Universidad y logrado que cientos de estudiantes asistieran. No estaba mal. Aunque no nos importaba. Porque lo de nosotros era la revista y el cine algo secundario. Lo que Eugenio y yo queríamos era ser teóricos marxistas y descifrar los mecanismos de comunicación del cine godariano. Fue Eugenio quien propuso invitar a Fraga para que nos ayudara. Fraga tampoco tenía veintidós años. Mucho menos el interés de guiarnos en la interpretación marxista de Godard. Una interpretación que en resumidas cuentas sólo era un pretexto para escribir en una revista. El grupo no era bien visto por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica. No le hacía gracia a Alfredo.
Alfredo era el director del ICAIC y otro que no tenía veintidós años. El sí sabía quien era Alberto. Eso tampoco le hacía gracia. "De todas las artes, el cine es la más importante''.
Era una buena frase y era de Lenin.
A los funcionarios del ICAIC les gustaba repetirla. Estaba escrita en un gran cartel a la entrada de su edificio blanco. El edificio de la calle 23, al lado de la Cinemateca de Cuba. La Cinemateca era un cine con unas 1,200 butacas, que aún en la década del 70 contaba con un excelente aire acondicionado. Los lunes daba una función para los empleados del ICAIC. El martes otra para los estudiantes universitarios. El resto de la semana una programación abierta al público. El grupo consiguió que le dejaran organizar la función del martes. Lo logró Alberto, pero él repetía que era obra del grupo. Nosotros lo creíamos porque lo decía Alberto y porque nos gustaba pensar que así era. En las mañanas se veía a los directores de cine en la puerta de su edificio. No parecían funcionarios. No eran igual que el resto de los trabajadores del país. No había forma de confundirlos con los pintores, los escritores y los músicos.
Eso sí le gustaba a Alfredo.
Eran diferentes.
La diferencia se reducía a llevar todos una combinación única: chaqueta y pantalones vaqueros. A los blue jeans les decían pitusas en esa época en Cuba y mezclilla a la tela con que estaban hechos. Para ser un verdadero intelectual de izquierda, había que tener pantalones y chaqueta de mezclilla.
No sólo los aspirantes a intelectuales de izquierda. Cada joven quería tener su pitusa, Pero no los había en las tiendas. Tampoco las chaquetas y ni siquiera la tela. Los directores los compraban cuando viajaban a presentar sus películas en los festivales internacionales. Había festivales durante todo el año y semanas dedicadas al cine cubano en cualquier lugar del mundo. El ICAIC nunca dejaba de enviar una delegación.
En la Universidad no eran bien vistos las pitusas. Despertaban sospechas. Una pitusa significaba una compra en la bolsa negra o un vínculo con un extranjero. Un estudiante universitario no podía permitirse ese tipo de relaciones.
Para el realizador cinematográfico, una pitusa cumplía varias funciones.
Le permitía distanciarse del burócrata, del funcionario y del burgués. Una trilogía abolida gracias a unos tijeretazos y un pedazo de tela. Lo convertía también en miembro de una elite especial, que tenía acceso a la ropa extranjera. El revolucionario de la calle estaba obligado a vestir igual que el trabajador manual: pantalones y camisas hechos en el país y a jamás llevar chaqueta. Parar ser revolucionario —y andar con una pitusa y una chaqueta de mezclilla— había que ser miembro del ICAIC. Porque de todas las artes, el cine era la más importante. La protección que daba la frase de Lenin era muy importante. La de Alfredo más. Permitía ser diferente.
Gracias a Alfredo, los cineastas cubanos iban de pantalla por el mundo. Cuando en cualquier parte un extranjero miraba la pantalla, no sólo veía lo mejor de la producción fílmica revolucionaria. También un cartel que decía que, de todas las revoluciones, la cubana era la más importante. Por ser diferente.
Un director de cine cubano no era igual que cualquier otro. Era más: teórico, intelectual, propagandista, educador, agitador político, intrigante nacional e internacional, funcionario astuto y experto en relaciones públicas. Hacía todo eso, y además lograba dirigir una película. Tantas ocupaciones le impedían dominar su oficio. Pero casi siempre lograba arreglárselas, con una arenga ideológica y vanguardista.
Fraga demostró dominar su oficio un sábado al mediodía.
—Particularmente el análisis de Made in USA es el eterno problema, quizá de siglos de historia, entre la significación lingüística y la eficacia de la cinematografía —dijo al iniciar su charla con el Grupo Arte 7.
No nos perdíamos un detalle. Lo escuchábamos sentados alrededor de una mesa redonda. Acentuaba sus palabras tamborileando sobre un ejemplar de nuestra revista, la que le habíamos entregado apenas entró. En dos o tres ocasiones llegó a golpearla. Porque si estaba con nosotros no era por su gusto sino en misión preventiva, luego de consultarlo con Alfredo. Y el énfasis resultaba imprescindible.
—Godard es un caso muy claro de una muy obstinada y muy terca voluntad de renovación del lenguaje, y no se trata de una voluntad sino de un resultado en el cual efectivamente Godard ha dado su postura y ha encontrado nuevos vínculos, nuevas formas de lenguaje—, nos explicaba Fraga. De un golpe había convertido al director de cine francés en una gallina.
Eugenio hizo la primera pregunta sobre el cine de Godard. Aquello de responder una pregunta sobre un realizador francés le pareció muy poco a nuestro invitado. Habló de terapia lingüística; de consideraciones extralingüísticas, que estaban relacionadas con el lenguaje; de la utilización de la iconografía en la sociedad; del lenguaje convencional; de la problemática cinematográfica abordada por medios extracinematográficos; del llamado sociologismo vulgar; de la dialéctica de las paradojas y del general Máximo Gómez -un patriota de la guerra de independencia cubana que había nacido en la República Dominicana. Fraga no dejó de mencionar el detalle, aunque todos lo sabíamos desde la escuela primaria.
—Ejemplo de internacionalismo—, recalcó de nuevo con el puño. Siguió hablando por dos horas sin volver a mencionar a Godard, el cine francés y la importancia de la Nueva Ola.
Siguió hablando incansable, para eludir mencionar una película. Habló no como el cretino definido por Rine —que lo conocía desde antes de la revolución— sino como un funcionario convertido. Sólo hubo otra pregunta. Yo mencioné a Bergman y Antonioni. Fraga apenas me miró.
Si respondió fue para demostrar que en ocasiones no necesitaba tantas palabras.
—Bergman es todo lo grande que tú quieras, pero es sueco. Es decir: ''¿Es cubano? No. ¿Es revolucionario? No''. Esta vez el puño dejó una marca sobre la portada.
Ninguno de nosotros lo notó, porque estábamos pendientes de sus palabras y de su rostro, que de pronto mostraba la contrariedad que le ocasionaba estar reunido con nosotros esa tarde de sábado. Eso era todo.
Lo que le preocupaba al ICAIC no era que fuéramos revolucionarios.
Eso se daba por sentado, puesto que estudiábamos en la Universidad. Tampoco que quisiéramos poner cine norteamericano y francés. Ellos tenían el poder para dar o negar las películas.
Era fácil acabar con un grupo que sólo quisiera poner películas capitalistas´´. Lo habían hecho ya en varias ocasiones. A nadie en el ICAIC le pasaba por la cabeza que alguno de nosotros intentara hacer cine. Para hacer un largometraje había que pertenecer al ICAIC. ¿De dónde íbamos a sacar la película virgen? ¿Dónde exhibirla? ¿Con qué proyector?
No entraba en el campo de los asuntos a tratar por el ICAIC si un grupo de estudiantes se pasaba el día hablando de cine, mencionando a Godard, Bergman y Antonioni. Allá la Universidad, la Unión de Jóvenes Comunistas y el Partido, si no le prestaban la atención requerida al problema. Al ICAIC, lo único que le preocupaba era el interés que teníamos en hacer una revista. Un ejemplar de la cual, aquella tarde Fraga había golpeado con insistencia, casi con furia. La prueba escrita de que sus anfitriones intentaba hacerle la competencia.
Porque para analizar el cine estaba el ICAIC.

Saturday, July 05, 2008

Para poner fin a la dictadura castrista



El plan del hidrodeslizador articulado, para poner fin a la dictadura castrista, estuvo a punto de tener éxito. Si a punto de lograrse el triunfo la técnica no pudo ponerse en práctica, los voluntarios quedaron reducidos a un grupo de compañeros de trabajo que permanecieron en el recuerdo y una familia que resultó más un fastidio que el apoyo necesario, fue porque faltó lo que más de una vez echó por tierra el sueño de liberar a la patria: la falta de confianza de la comunidad exiliada y el apoyo del gobierno norteamericano. Sin embargo, el plan resultó un triunfo para otros, sólo que éstos tenía un objetivo diferente.
Ramón González aguardaba impaciente la edad de retiro para llevar a cabo su idea. Relegado al turno de noticias de la madrugada en Radio Martí, no admitía el fracaso. Había entrado a la emisora del gobierno norteamericano —encargada de llevar a Cuba las noticias de lo que ocurría en la isla y el mundo— cuando Mas Canosa agonizaba. Durante años había tratado de aprovechar las pocas oportunidades que se le presentaban, para hablar con el poderoso líder del exilio y exponerle su plan, sin lograr ir más allá de una simple petición de trabajo. Pero lo suyo era iba mucho más lejos que un simple empleo. Creía tener en sus manos la solución del problema de los cubanos, la fórmula capaz de poner fin a tantos años de infortunio, la respuesta de un exilio frustrado, resentido y más de una ocasión olvidado. Mas Canosa, por su parte, comprendía que era necesario reforzar el equipo de la emisora con periodistas dispuestos a pasar por alto los criterios de objetividad a que se aferraba la prensa norteamericana, militantes de la información más preocupados por arengas incendiarias que simples comunicadores de noticias. González era perfecto para ese objetivo. Había abandonado la isla tras la intervención por el régimen castrista del periódico en que laborada, y desde entonces —en Puerto Rico y Nueva York — chocado con los intereses de editores, jefes de redacción y directores de periódicos y noticieros de televisión, interesados siempre en aumentar la circulación y el número de televidentes de los medios a su cargo, y no de la difusión de mensajes que produjeran un levantamiento en la isla.
Tras el traslado de Radio y Televisión Martí a Miami, González creyó que finalmente había llegado su oportunidad. Renunció a su cargo de jefe del turno de madrugada del servicio de traducciones de una agencia cablegráfica en Nueva York. Fue un alivio para su familia. Por años había obligado a todos en su casa —mujer, sus dos hijos y suegra— a acomodarse a su turno de trabajo. Se levantaba a las cinco de la tarde, y como para él a esa hora comenzaba el día, a esa hora fingían desayunaban todos con entusiasmo, pese a que para algunos la jornada diaria se encontraba a medio camino.
El almuerzo, siempre breve, ocurría a las once de la noche. Luego él marchaba al trabajo. Al regreso, alrededor de las siete de la mañana, cenaban. Un par de horas más tarde, los que podían iban a la cama y los otros (en este caso los hijos) se dirigían discretamente a la escuela.
El apartamento permanecía con las ventanas cerradas. Gruesas cortinas impedían el paso de la luz solar. González consideraba normal el cambio, ya que su salario era la única fuente de ingresos de la familia. Todas las compras las realizaban tarde en la noche o al amanecer, lo que no dejaba de ser una ventaja porque por lo general encontraba los establecimientos medio desiertos, podía aprovechar mejor las liquidaciones, escoger las frutas y vegetales recién llegados, el pan fresco y acabado de colocar en los estantes y el transporte público con una variada cantidad de asientos a escoger. Por años dudó en mudarse a Miami, porque creía que la lucha contra Castro había perdido fuerza en la ciudad, que los exiliados estaban más preocupados en el enriquecimiento que en lograr la libertad de la isla cautiva.
Lo decidió el traslado de la emisora gubernamental, de Washington D.C. a Miami. Por años se había mantenido firme en su negativa de buscar empleo en una emisora cuya redacción elaboraba las informaciones en la capital de la nación. Detestaba la posibilidad de colaborar con ese centro noticioso, porque no quería vivir en la misma ciudad donde tantos grupos liberales conspiraban contra los ideales norteamericanos.
Pese al avance de las ideas conservadoras durante los dos gobiernos de Ronald Reagan, aún no estaba convencido de que el país había encontrado el camino verdadero. El triunfo de Bill Clinton reafirmó su creencia. Pese a ello, marchó a la capital del exilio convencido de que los esfuerzos demócratas por limitar el alcance de la emisora gubernamental encontrarían en Miami una oposición más fuerte que en Washington.
Le tomó varios años lograr la entrada en Radio Martí. Fue durante la segunda etapa del “clintonato”, como él lo llamaba. Se presentó a una entrevista final en horas de la tarde —donde se decidiría si era aceptado o no— vestido con ropa de camuflaje. Se excusó diciendo que no había tenido tiempo de cambiarse, debido a una rotura de su Ford Bronco, tras dedicar la mañana a cazar y practicar el tiro en la zona de los Everglades. No habló mucho de su amplia experiencia periodística, y prefirió alertar sobre la vulnerabilidad del edificio en que se encontraban, el cual era fácil de convertir en ruinas con un ataque de bazucas desde la autopista cercana. Indicó minuciosamente las fallas de seguridad que creía haber encontrado mientras le permitían la entrada al edificio, llegó casi a burlarse de la ingenuidad de los custodios, la falta de perspicacia de quienes habían cruzado un par de palabras amables con él, trató de mostrarse mordaz —aunque la ironía no era su fuerte— respecto a la ausencia de beligerancia que exhibían sin pudor sus posibles compañeros de trabajo, y estuvo a punto de declarar con énfasis que quienes venían a diario a trabajar en el edificio eran un atajo de irresponsables sin mayor apego al deber de librar a Cuba de un régimen totalitario.
Al salir de la entrevista lo acompañó un funcionario, que notó intrigado las manchas de sangre en la parte posterior del vehículo. González mostró con orgullo el resultado de su mañana en los Everglades: cadáveres de cuanto animal había encontrado en su camino, en su mayor parte roedores de campo. “Mato a todo aquel que se interponga en mi camino”, afirmó.
Si consiguió la entrada en la estación fue más por el afán de complacer a Mas Casona, por parte de los ejecutivos de la emisora, quienes sabían que el hombre que con su esfuerzo había logrado la creación de esa empresa que ahora les permitía disfrutar de excelentes salarios y amplios beneficios se encontraba enfermo de muerte, que por los méritos del periodista. Mas Canosa, por su parte, había accedido a presentar la propuesta de González más por cansancio que por convicción. Si todos los esfuerzos anteriores habían fracasado, quizá la locura resultaría la solución final.
González creyó haber entrado al lugar donde finalmente podría llevar a cabo la misión a la que se creía destinado: contribuir a la libertad de Cuba —quizá hasta convertirse en la fuerza decisiva para lograrla. Pronto se dio cuenta de su error. Contratado inicialmente para el cargo de jefe de redacción de un noticiero, sus ideas avanzadas fueron rechazadas por la burocracia demócrata. A los pocos meses de llegar, propuso que Washington construyera un equipo capaz de interferir todas las emisiones radiales y televisadas de Cuba. Al bloqueo de las ondas seguiría una operación de lanzamiento, desde barcos en aguas internacionales, de boyas que serían arrastradas por las corrientes hasta las playas cubanas. Las boyas contendrían en su interior radios de onda corta y material informativo. De esta forma, el gobierno norteamericano obtendría el control de la información en la isla. Sus jefes rechazaron el plan de inmediato. No sólo por el costo y las dificultades técnicas, sino por la violación de las leyes internacionales que implicaba. González no se inmutó. Poco después lanzó una propuesta más avanzada: un encuentro entre periodistas independientes y redactores de Radio Martí. Para ser efectiva, la reunión tenía que celebrarse en Cuba. El plan era sencillo. Un grupo de marines desembarcaría, con el fin de asegurar una cabeza de playa. Los periodistas independientes, desconocedores de su destino —porque para el triunfo de la actividad era imprescindible el más estricto secreto, y así evitar que la seguridad del Estado cubano echara por tierra la reunió— serían transportados en vehículos proporcionados por la Oficina de Intereses del gobierno de Estados Unidos en La Habana al punto X, según la denominación de González. Tras una sección de trabajo, conferencias y discusiones, los periodistas de Radio Martí regresarían a Miami, con información suficiente para una serie de programas que seguramente provocarían un estallido popular. La población comprendería que Castro no era invencible, que de forma pacífica se había respirado una atmósfera de libertad e intercambio de datos en una costa cubana. El triunfo de la democracia sería cuestión de días. Los cubanos se lanzarían a las calles reclamando conocer lo que ocurría en el mundo y en la propia isla.
El plan fue conocido sólo por unos pocos funcionarios de Radio Martí, que de inmediato destruyeron todas las copias del proyecto —temerosos de que trascendiera al exterior— y trasladaron a González a las funciones de responsable del monitoreo de las transmisiones de Radio Reloj, una radio que desde antes de la revolución cumplía la función en Cuba de divulgar noticias y dar la hora a cada minuto. A partir de entonces, estaba condenado a un destino mediocre, pero con un sueldo garantizado hasta su retiro.
González decidió entonces que cualquier medio para lograr la libertad de Cuba por medios pacíficos y con la ayuda del gobierno norteamericano era imposible. En realidad, siempre había estado convencido de ello, pero había querido agotar todas las posibilidades para que no lo consideraran un belicista. Se resignó a su labor de escucha de Radio Reloj, mientras preparaba un nuevo proyecto. Esta vez no sería un simple desembarco de apoyo, donde los militares se limitaran a servir de guardianes a un grupo de comunicadores. Esta vez sería un verdadero desembarco bélico, con armas y equipos capaces de acaba con el castrismo en poco tiempo. Para ello, necesitaba de algún tipo de arma avanzada, no de las tantas que se encontraban en los arsenales de las fuerzas armadas norteamericanas y que estaban fueran de su alcance. Algo nuevo, ideado por un cubano y para el uso exclusivo de las fuerzas de liberación del exilio.
Ideó el hidrodeslizador articulado semanas antes de marcharse de Radio Martí. Había dilatado su retiro debido al costo de mantener a su esposa ingresada en un asilo psiquiátrico. Al fallecer su suegra, pocos meses después del traslado a Miami, ésta perdió el único soporte que la acompañó durante tantos años de días convertidos en noche. Quizá la locura fue una forma benigna de rompimiento. Es posible que sus ratos más alegres los pasara en el asilo. No le duró mucho esa felicidad. Lo cierto es que al morir ella, González pudo, casi al final de su vida, dedicarse por completo a la causa que durante años le había permitido editar tanto cable noticioso dedicado a cuestiones mundiales que no le interesaban: el hambre en Africa, las contiendas electorales europeas, los cambios climáticos. Estaba convencido de que el fin de la Unión Soviética, y el deterioro del equipamiento bélico en Cuba, posibilitaban por primera vez en la historia que Castro fuera derrocado por una pequeña fuerza invasora. Entre doscientos y trescientos hombres eran suficientes para el asalto.
Sin embargo, la estrategia necesaria para el triunfo implicaba la utilización de una fuerza de gran movilidad. Estaba descartado un ataque a La Habana o a cualquier ciudad importante, porque la superioridad numérica de las tropas castristas inclinarían la balanza a favor de ésta. Había que volver a los campos, al terreno donde los mambises llevaron a cabo su lucha. Aislar al gobierno en los centros urbanos. Mientras tanto, se destruía lo que quedaba de la infraestructura económica y se cortaban las vías de acceso a la entrada de alimentos. Al mismo tiempo, era necesario impedir la entrada de buques a los puertos y minar los aeropuertos. Finalmente llegaría a la capital gracias a su invento.
La clave táctica radicaba en contar con un transporte capaz de mover a cada expedicionario con rapidez, de forma tal que pudiera atacar y retirarse, mientras el gobierno de Castro agotaba el poco petróleo que le quedaba. Para lograrlo era necesario un medio individual, que acompañara al soldado en todo momento y le permitiera desplazarse sin gastar las energías necesarias para el combate. Y ese era el hidrodeslizador articulado. La idea era convertir una tabla de surf en una plataforma compuesta de decenas de módulos que le permitieran adaptarse a los terrenos más abruptos, gracias a un conjunto de pequeñas ruedas con dientes retractables y un poderoso motor impulsor. El vehículo podría avanzar tanto por agua como por tierra, ascender por las elevaciones e incluso escalar árboles y paredes si era necesario. Para economizar combustible, o en caso de una rotura del motor, cada expedicionario también contaría con dos pares de guantes especiales: uno para nadar a gran velocidad y otro capaz de brindar el impulso suficiente para avanzar en tierra.
De los guantes para nadar González sólo había hablado con un par de compañeros de trabajo, al poco tiempo de su entrada en Radio Martí, a los que en un primer momento consideró capaces de secundarlo en sus planes. Pronto se dio cuenta de su error, aunque confiaba en que la ignorancia de éstos les impedía apreciar el valor del dato que —en un gesto de confianza no recompensado— él había puesto a la disposición de dos extraños.
Los guantes no eran de su invención, sino creados por un sobrino al que hacía años no veía. Capaces de adaptarse a las manos y pies de cualquier persona, quien los poseía se transformaba de inmediato en un veloz nadador, capaz de recorrer grandes distancias a una velocidad jamás alcanzada por los campeones mundiales. Su sobrino, joven y sin dinero, había vendido la patente a un empresario de Hong Kong, quien rápidamente fabricó varios miles y estaba a punto de comercializar el producto, cuando un magnate japonés supo del proyecto. Detrás del japonés estaba no sólo un consorcio multimillonario, sino políticos y ejecutivos de la industria deportiva, quienes vieron que la invención significaba la ruina no sólo de las competencias de natación sino de las escuelas para aprender a nadar en todo el mundo, las películas acuáticas y hasta las empresas dedicadas a los equipos de buceo. De inmediato el japonés había pagado una suma millonaria no sólo por los guantes sino también por la patente y encerrado toda la producción en un almacén secreto a las afueras de Tokio. Allí, protegidas por cuatro ninjas —que vigilaban las veinticuatro horas del día el edificio— las cajas llenas de guantes esperaban una decisión de los jerarcas olímpicos, que no habían decidido aún la forma más eficaz de destruir la mercancía. “Soy la única persona en el mundo que posee tales guantes. Cuando nadie me ve, en la oscuridad de la noche, me los pongo y nado por la piscina del edificio a una velocidad vertiginosa”, afirmó al par de incrédulos, para lamentarse al momento de haber divulgado tal información.
González carecía de los conocimientos técnicos para llevar a la práctica la idea del hidrodeslizador articulado. Comenzó la publicación de un pequeño periódico, apenas cuatro hojas que repartía gratuitamente en las cafeterías y restaurantes a la que acudían los exiliados. No se interesó en buscar anunciantes ni en dar a conocer las noticias locales. La publicación estaba dedicada por entero a exponer su plan de lucha. Entonces apareció el ingeniero Cesar Cerrillo.
Llegado Miami luego de trabajar como asesor del ministro de la Industria Eléctrica cubana por largos años. Cerrillo era ahora profesor auxiliar de una de las universidades locales y se dedicaba a escribir ocasionalmente sobre la amenaza que significaba el gobierno de Castro. A Cerrillo no le interesó el plan de González para derrocar a Castro. Sabía lo descabellada que resultaba, con una fuerza tan minúscula y sin el apoyo de un gobierno extranjero, la propuesta de invasión. Pero consideró que era posible, desde el punto de vista técnico, la construcción del hidrodeslizador articulado. Creó un prototipo a escala y funcionó. González se entusiasmó con el modelo, pero le hizo saber a Cerrillo que tanto la parte tecnológica del plan como la militar tenían que marchar al unísono. Entonces el ingeniero se puso en contacto con el dueño de una cadena de supermercados de la ciudad. Entre ambos convencieron al periodista de patentar la invención. Sólo que si bien González aparecía como el creador del invento, los otros dos tenían plenos poderes para su comercialización. Por otra parte, cualquier decisión sobre el destino del proyecto, desde el punto de vista empresarial, se tomaría mediante una votación mayoritaria. Por otra parte, González quedaba en plena libertad para la utilización del hidrodeslizador con fines bélicos, pero su venta para otros usos dependía de los dos socios comerciales. Cerrillo, por su parte, tenía plenos poderes para desarrollar cualquier estrategia de venta del producto.
La primera vez que González desembarcó en Cuba iba solo. Lo hizo por una alejada playa de la costa norte. No sabe si fue en la provincia de Camagüey o en Las Villas. Había olvidado el mapa, con la división de la isla en seis provincias, que pensaba usar para orientarse. Durante un momento creyó divisar a lo lejos un grupo de milicianos, pero avanzo por las aguas de un río poco caudaloso y al acercarse a un palmar subió con facilidad por uno de los árboles. Trepó con facilidad por el tronco, pero se dio cuenta que el escondite no era perfecto y podía ser detectado con facilidad. Entonces bajó y avanzó hasta una loma cercana. Desde ella podía ver un caserío a lo lejos, y decidió que con unos pocos hombres le bastaría para tomar la población y trasmitir su mensaje de libertad hacia Miami. Quizá una acción tan osada sacaría del letargo a tantos que se limitaban a hablar y eran incapaces de cualquier tipo de acción. Anotó en una vieja libreta de reportero que para la próxima expedición debía llevar una cámara de video y un radio transmisor.
Volvió pocos días después con algunos de sus compañeros de trabajo de Radio Martí. Ahora quienes lo habían escuchado con una impaciencia apenas disimulada lo seguían con asombro. Estaban a sus órdenes y no dudaban en secundarlo en el asalto. Todos manejaban sus hidrodeslizadores articulados con una destreza que al principio le pareció singular, pero pronto se dio cuenta que él mismo había subvalorado el potencial de su invención. Algunos de sus hombres le sugirieron avanzar por una autopista que estaba no muy alejada. Querían probar los equipos a plena velocidad y deslizarse por las diversas elevaciones de la vía, que permitían que los vehículos se incorporaran y salieran de la carretera principal sin detenerse. Creyó descubrir una extraña semejanza en tantos cruces y puentes, a corta distancia unos de otros, que constituían una compleja red de caminos destinados a llevar a los conductores a diversas zonas pobladas. Prefirió no arriesgarse. Su tropa no llevaba el armamento apropiado para enfrentar tanques o vehículos blindados enemigos. Entonces se percató de que los miembros del grupo expedicionario no estaban armados. Sólo él llevaba su escopeta de caza y un cuchillo monte. Decidió que en la próxima ocasión debería escoger mejor a sus acompañantes. Sólo combatientes perfectamente entrenados debían participar en la misión. Decidió dar la orden de retirada. Además, no había podido localizar el caserío visto en el primer desembarco. Posiblemente el piloto de la embarcación había confundido las coordenadas y ahora estaban en otro lugar de la isla.
Pero el tercer desembarco había resultado un verdadero fastidio. No sabía porque razón ahora lo acompañaba su esposa, y ésta le reprochaba a cada paso lo inútil de la empresa. Pasados unos minutos, dio la orden de partida.
Las excursiones se sucedieron cada vez con mayor frecuencia. En una creyó encontrarse en el malecón habanero, avanzar a gran velocidad por el muro o lanzarse al mar en momentos en que veía acercarse un automóvil. Intentó llegar a Radio Centro y tomar la CMQ, pero esta desorientado. La ciudad le parecía familiar y extraña al mismo tiempo.
Los diversos intentos de crear un hidrodeslizador articulado para uso de los adultos han resultado un fracaso. No se cuenta con un motor tan poderoso, eficiente y pequeño para impulsarlo. O al menos éste no ha estado al alcance de los inventores. Pero como juguete, en su versión reducida, fue un éxito en la pasada temporada navideña. Fabricado en China, en la actualidad se vende en todo el mundo, en variados modelos de diversos colores. Cerrillo ha abandonado la enseñanza universitaria y sus ocasionales artículos periódicos. Desempeña el cargo de vicepresidente científico, director de estrategias de mercado y jefe del departamento de investigaciones de la firma fabricante. González continúa viviendo en el condominio que compró al llegar a Miami, procedente de Nueva York. Ambos hijos viven en otros estados y desde hace años no ven al padre, quien por otra parte los excluyó, mediante un documento legal, de toda participación en el proyecto por el cual es conocido en Cuba y en Miami. Los pocos que han conversado con él en los últimos meses dicen que algunos días se encuentra bastante bien pese a su problema. Que aún continúa elaborando planes que ahora nadie se detiene a cuestionarle, ni siquiera en broma. Cerrillo se ha encargado de que un matrimonio jamaicano lo acompañe todo el tiempo. La mujer había sido enfermera en su país de origen y su labor ahora se limita a atender a González. El hombre trabaja de chofer en el negocio de Cerrillo, aunque en la práctica sus funciones se limitan a sacar de vez en cuando de paseo al dueño de la casa y estar disponible para cualquier emergencia. Los tres comen de un servicio de cantinas. Una vez por semana, Cerrillo envía a una empleada —que también le sirve de confidente y lo mantiene al tanto de lo que ocurre en el apartamento— para realizar las tareas de limpieza y lavado de ropa. Mientras tanto, los planes para el establecimiento en la isla de una fábrica china de hidrodeslizadores articulados están a punto de concretarse. Los juguetes se venderán en toda Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. Se ha comenzado una intensa campaña de mercadeo. Cerrillo está al frente del negocio. Dice —no sin ironía, aunque éste nunca ha sido su fuerte— que finalmente piensa hacer realidad el objetivo de González: llegar a La Habana gracias a un invento tan valioso.
Fotografía: un pescador en Regla, en esta imagen tomada el 30 de julio de 2007 (Rodrigo Abd/AP).