En pocos meses habían cerrado casi todas las librerías de viejo que conoció al llegar a La Habana. La Económica desaparecida tras unas tablas que cerraban la entrada. Tapadas por la madera las dos grandes vidrieras de los lados. Donde alcanzó a ver libros en exhibición y un día un juego de compases de dibujo —que compró y años más tarde perdería, con la muerte de un amigo al que se los prestó poco antes de que éste se suicidara. Pasarían meses antes de ver una tarde que habían serruchado las tablas. Para construir un pequeña puerta. Luego otro día vio la puerta entreabierta. Un matrimonio joven —por sus caras y cuerpos se notaba que habían llegado hacía poco a la capital— comían sentados en el suelo. Sostenían con una mano los platos de lata, mientras que con una cuchara se llevaban el arroz a la boca. Le llamaba la atención esa pareja, que aún vivían como campesinos en medio de la ciudad. Durante los fines de semana que iba a La Habana Vieja —más por el recuerdo de los meses de su llegada a la capital que esperando encontrar abierta alguna librería o a un vendedor callejero—daba vueltas alrededor de la Manzana de Gómez. Una y otra vez a la espera de que la puerta estuviera abierta y pudiera ver como se iban adaptando los guajiros a su nueva vida. En una ocasión vio a la mujer descalza, fregando una olla tiznada en una palangana de un esmalte blanco descascarado. En el suelo jugaba un bebé de apenas un año, desnudo y sucio. La mirada dura y desafiante del guajiro —que se paró en la puerta una tarde en que él llevaba más de media hora pasando por delante de la improvisada vivienda— hizo que no volviera.
Para entonces no tenía sentido recorrer Obispo y O'Reilly. Estaban clausurados todos los sitios donde a veces descubría publicaciones anteriores al triunfo de la revolución. Nadie quedaba ya en los pasillos de entrada a los edificios, Ningún viejo con un estante de madera o un cordel amarrado de un extremo al otro de una pared. Donde se colgaban las ediciones rústicas. Agarradas por palillos de tendedera como si fuera ropa recién lavada. Seguía de largo cuando veía a alguien con apariencia de mendigo —con varios libros tirados en alguna acera—, porque siempre se trataba de novelas soviéticas y manuales políticos. Sacados de algún basurero o encontrados tirados en la calle. Por los nuevos inquilinos de una vivienda hasta entonces desocupada.
La Librería Canelo —Reina, entre Lealtad y Campanario— era la única que continuaba abierta. Un local estrecho y largo. Había una vidriera a la izquierda —con un búcaro grande de flores de papel, amarillentas y sucias, donde unos libros de derecho anteriores al triunfo revolucionario acumulaban polvo— y una puerta de cristal, sobre cuyo marco aún continuaba funcionando un viejo aire acondicionado, que apenas servía para refrescar un poco el salón en el verano. Era casi imposible esquivar las gotas —de un agua herrumbrosa— que el equipo dejaba caer al que pasaba por debajo. Para entrar a Canelo había que mojarse. Un pequeño mostrador-vidriera —también de cristal, y ahora casi vacío — exhibía dos o tres tomos de las Obras Completas de Lenin en ruso. Siempre sospechó que habían sido colocados allí por los empleados, con la seguridad de que nadie pediría verlos. Una elección acertada, que evitaba las molestias y garantizaba la preservación de la ideología comunista. El resto de espacio disponible para los libros eran dos estantes, que se extendían a lo largo de ambas paredes laterales. Se prolongaban hasta el fondo de la librería. Donde otra puerta servía de entrada a una pequeña oficina. En su interior se encontraban una mesa grande y un escritorio. Sentado en la silla reclinable tras el escritorio, el administrador se levantaba sólo para cerrar a las siete y treinta de la noche. Otras dos personas trabajaban en el lugar. Una era una mujer de unos cincuenta años, que antes había sido vendedora en una quincalla —las tiendas donde con anterioridad se podía adquirir desde un lápiz hasta un perfume, y que ahora estaban desiertas salvo los días en que surtían alguna mercancía de venta regulada. El traslado a la librería era gracias a un certificado médico. Unos decían que estaba “enferma de los nervios”. Otros que convalecía de un infarto y por ello la habían mandado allí. En cualquier caso, se encontraba en el lugar ideal para curarse de sus males, pues allí nunca se formaban grandes colas a la entrada —como en las peleterías o tiendas de ropa. El otro empleado era el antiguo mozo de limpieza. Ahora ascendido a dependiente. Pero aún a cargo de barrer antes de abrir y pasar una colcha sucia por el piso los días que había agua. Ninguno de los dos trabajaban lo más mínimo la mayor parte del tiempo. Pasaban la tarde —al igual que los otros comercios de la ciudad, la librería abría de doce y media del día— conversando con Enrique Labrador Ruiz.
Ir todas las tardes a Canelo y sentarse a conversar con dos que no habían leído un libro en su vida —aunque trabajaban en una librería. Fue el destino de Labrador Ruiz durante sus últimos años en Cuba. Autor de Conejito Ulán, uno de los mejores cuentos fantásticos de la literatura cubana. De varias novelas “gasiformes”. Obras de vanguardia que nadie recordaba. Pasaba el tiempo a la espera del viaje que lo llevó a Miami. Donde vivió pobre, olvidado y abandonado. Pese a los esfuerzos de Cabrera Infante para que la ciudad le gestionara una pensión. Y a uno o dos libros que logró publicar antes de morir.
Labrador Ruiz. Su figura alargada perdida tras la vidriera de cristal. Se sentaba en una silla y sus largas piernas querían sobresalir más allá del cristal. Nunca debió mirar hacia los libros de Lenin. Con una cara risueña, daba la impresión que no le importaba que quienes entraban a la librería no lo reconocieran. ¿Cuántos que entraron buscando una novela o un libro de cuentos supieron que ese hombre era un escritor conocido? Se limitaba a hacer el papel de vecino. Vivía en la misma calle Reina, a unas pocas cuadras. No era difícil imaginarlo en una bodega de esquina, comentando el último chisme del barrio. Jamás una palabra de política. Ninguna referencia literaria, salvo cuando hablaba entre conocidos. Se limitaba a dejar pasar el tiempo de la espera. Cuanta constancia para abandonar un país en que había logrado destacarse. Para irse y nunca más regresar. No parecía que la literatura se hubiera olvidado de él. Todo lo contrario. Era él quien había decidido abandonarla. O al menos aparentar una impresión de abandono que le permitía mantenerse invulnerable. Esa distancia de abandono al descuido era su mayor fortaleza. Una fortaleza que logró conservar en Miami. Para morir de forma callada. Empeñado en asegurarle a todo el mundo en que no había nada por lo cual preocuparse. Que simplemente quedaba un escritor menos en el mundo.
El tercer hombre en Canelo era el administrador. Había sido el propietario de la Librería Martí, una de las mejores de La Habana y que él apenas logró ver a las pocas semanas de llegar a La Habana. De apellido Martínez —nunca lo conoció y puede que el nombre fuera otro y que no fuera dueño de nada y sólo es verdad el verlo sentado tras el escritorio o mirando los libros que mantenía guardados en un estante a sus espaldas—, pasaba las tardes encerrado en la pequeña oficina del fondo sin hablar con nadie. Sólo salía a la hora del cierre. Había un pequeño presupuesto para la compra de libros, que se realizaba al contado. En ocasiones pasaban los meses sin que se firmara la orden de entrega del dinero. A nadie le preocupaba porque pocos acudían a vender libros. Cuando tenía fondos y coincidía que esa semana llegaban a la librería dos o tres con grupos de libros a vender —que no se limitaban a manuales de marxismo, literatura soviética y textos de derecho en desuso—Martínez seleccionaba los ejemplares que luego pondría a la venta. Decomisaba los títulos prohibidos —según una “lista negra” renovada periódicamente por el Instituto del Libro— sin decir nada al que los traía y separaba cualquier ejemplar valioso. Con los años logró reunir una colección valiosa de primeras ediciones de libros cubanos, a la espera de la autorización para entregarlos a la Biblioteca Nacional. La entrega nunca se produjo, porque Martínez —persona meticulosa en extremo— exigía que el traspaso se realizara con la debida documentación y los funcionarios del Ministerio del Comercio Interior, el Instituto del Libro y la Biblioteca Nacional no lograban coordinar la reunión para redactar un simple papel que certificara la adquisición. Aunque nunca tomaba vacaciones, el administrador enfermó durante dos semanas. Durante su ausencia, quedó a cargo de la librería el mozo de limpieza. Dio la casualidad de que una tarde llegara al establecimiento un funcionario encargado de supervisar la venta de mercancías en el área. Le pareció sospechoso encontrar un estante lleno de libros al fondo, mientras los del frente estaban vacíos. Sin duda se trataba de un acaparamiento y tomó nota en su agenda. Ordenó que al día siguiente se pusieran a la venta esos libros. Unos pocos afortunados pudieron adquirir a dos y tres pesos ejemplares únicos de los siglos XVII, XVIII y XIX. Martínez, alejado de la librería por un simple catarro, regresó para ver que la colección acumulada durante varios años había desaparecido. A los pocos días sufrió un infarto y terminó retirándose.
Juan Carlos sostenía la cucaracha muerta sujetando con firmeza las patas traseras. “¿Y qué me dice de esto señora?” La mujer miraba asombrada. “Es la primera vez que veo una en esta casa.” La respuesta no bastaba para convencer a alguien como Juan Carlos. “Eso no quiere decir nada, señora mía. Estos repulsivos insectos no se dejan ver con facilidad. Lo sospeché desde que entré. La casa debe estar llena de ellos, aunque usted no los haya visto. Se esconden en los lugares más recónditos. Espero que nunca deje la comida fuera del refrigerador. No se ha dado cuenta, pero la ropa, que se ponen los que viven aquí, los platos en que comen, las camas en que duermen, cualquier superficie de este hogar ya ha sido recorrido una y mil veces por otras cucarachas como ésta. No tiene más que verla de cerca. Ha muerto de vieja. De seguro sus descendientes salen de noche y se pasean por todos los rincones sin que usted se dé cuenta.” La mujer sólo acertó a mirar con asombro y murmurar algunas palabras. “¡Ay Dios mío!” Conocía el truco de otras visitas —durante los fines de semana— a casas donde alguien estaba dispuesto a vender algunos libros. “La solución son unos polvos que vende un amigo mío. Precisamente acabo de comprarle una cajita. Trabaja en Relaciones Exteriores y es el veneno que usan para proteger de insectos las casas de los diplomáticos. Le aseguro que desde que comencé a poner este polvo por los rincones de mi casa, mi familia se vio libre de cucarachas, comejenes y hormigas. Es un veneno que se compra en dólares y sólo lo tienen en las casas de protocolo. Mi amigo, que es fumigador, apenas consigue un poco para él y sus amigos.” No siempre el polvo era igual. En ocasiones tenía ácido bórico, las más simple talco, tiza para escribir en los pizarrones de las escuelas pulverizada y cuando no había otro material a mano un poco de arena mezclada con material de repello para las paredes. Juan Carlos no dejaba que el cliente potencial se acercara demasiado al producto, lo tocara e incluso lo oliera. “Mucho cuidado. Es extremadamente venenoso. Tiene que asegurarme que donde lo ponga queda fuera del alcance de los niños. Ya yo estoy acostumbrado a manipularlo en mi casa. Por eso me brindo a ponerlo aquí. Pero le advierto que no lo toque ni lo retire por los próximos seis meses, para aprovecharlo al máximo.” La gente terminaba comprando el “veneno” porque Juan Carlos les aseguraba que éste no faltaba en la casa de los extranjeros. “Si quiere le cedo esta cajita. Son veinte pesos. En resumidas cuentas, a mí aún me queda suficiente en mi casa para los próximos quince días y para entonces seguro vuelvo a ver a mi amigo.”
No había semana en que Juan Carlos no apareciera por su apartamento para proponerle ir a El Cotorro, Rancho Boyeros, Guanabo o Santiago de las Vegas, en busca de alguien que quería vender unos cuantos libros. A veces iban más lejos, hasta San Antonio de los Baños y Guines. Había que destinar todo un día para esos recorridos. Esperar durante varias horas por un ómnibus. A los lugares más distantes no bastaba con uno y a medio trayecto tenían que regresar —cansados y sin esperanza de llegar al destino antes de la medianoche— o se quedaban en la estación terminal de algún pueblo hasta que amaneciera y al día siguiente reanudar el viaje. Comprobó que los habaneros tenían razón en llamar “campo” a todo aquello que existía fuera de la ciudad. Bastaba con los nombres de esos pueblos para darse cuenta que era imposible encontrar en ellos algo que se apartara de la estulticia campesina. Bauta, Caimito del Guayabal, Alquízar, Quivicán, Guira de Melena, Madruga, Aguacate.
Por lo general regresaba a su apartamento en El Vedado lamentándose de haber acompañado a Juan Carlos. En muchas ocasiones no encontraba libro alguno que le interesara. Nunca comía por el camino. Si es que encontraban algo que comer. Su acompañante siempre se las ingeniaba para entrar en cualquier fonda o pizzería. Compartiendo la mesa con quien que tenía un turno, a cambio de darle alguno de los varios artículos que siempre llevaba en una mochila sucia: pomos con dos o tres onzas de café, vasos, ceniceros, navajas de afeitar, pedazos de jabón, rollos de papel higiénico y libretas. Por lo general era él quien pagaba los pasajes y siempre temía que iban a acabar metiéndose en un lío.
Juan Carlos no sólo aprovechaba las visitas para vender sus inocuos venenos para cucarachas, sino que trataba de estafar de las más diversas formas a todo aquel con quien conversaba. Al llegar a la casa de la persona que vendía los libros —meta del largo recorrido—, parecía desentenderse de inmediato de la razón de su visita. Demoraba el darle un vistazo a los ejemplares en venta e iniciaba un interrogatorio que en más de ocasión estuvo a punto de ponerlos a ambos de paticas en la calle. Si había otras ocas en venta. ¿Tenía también discos? ¿Estaba en venta ese sillón? ¿Y ese cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, cuánto quería por él? Pedía café y agua, con el objetivo de que el dueño de la vivienda los dejara solos por un momento y entonces recorrer la sala, lanzarse sobre el puñado de libros si estaban a la vista y ver si podía llevarse algo sin que el propietario se diera cuenta.
No todos los vendían unos cuantos libros los habían leído o se interesaban por la literatura y la historia. Pero más de una vez comprobó su tendencia hacia emitir juicios a la ligera. Una tarde fueron a Regla. Juan Carlos acaba de conocer en la Biblioteca Nacional a un joven negro de unos veinte años, que le había dicho que tenía en venta casi cincuenta libros de literatura norteamericana. Por la relación de títulos que el individuo había mencionado, se trataba de obras muy difíciles de conseguir. A llegar tuvieron que esperar casi dos horas. Casi se iban a marchar cuando apareció el negro. Luego de hablar un rato supieron que trabajaba de fregador en la terminal de ómnibus interprovinciales, que quedaba a unas cuadras de la biblioteca. Finalmente el otro se decidió a mostrar los títulos. Había novelas de Nathanael West, Vladimir Nabokov, John Updike y Robert Graves. Libros de poemas de Ezra Pound y William Carlos Williams. Ensayos de Gillo Dorfles y Johan Huizinga. “Los vendo porque los he leído todos. Ya no me interesan.” Los precios eran elevados y a todos los libros los unía una característica: los cuños en sus páginas de la Biblioteca Nacional. Se decidió por una novela de un escritor que acaba de descubrir, La Mansión de William Faulkner. Juan Carlos se la había recomendado. “Tienes que leer La Mansión. Es lo mejor de Faulkner.” Al regreso el negro los acompañó. Dio la casualidad que se sentaron juntos. No le gustaba el individuo, porque le recordaba a otros parecidos que estudiaban con él en la universidad y antes durante la segunda enseñanza. Pensaba que estaba al lado de un simple ladrón de libros. Quiso comprobar si era verdad lo que le había dicho. “¿Qué te pareció La Mansión?” Su conocimiento de Faulkner se limitaba a Mientras Agonizo, publicada en la isla, y Pylon, adquirida un portal de O'Reilly durante sus primeras semanas en la capital. “Es muy buena.” De sus otras obras sólo conocía lo escrito por John Brown en el Panorama de la Literatura Norteamericana. “¿Mejor que Pylon?” Tampoco conocía sus cuentos. “¡Por favor! Pylon es la obra de un principiante. Tiene que meterte en el ciclo de novelas que giran en torno al condado de Yoknapatawpha si quieres conocer a Faulkner” Decidió mirar por la ventanilla durante el resto del viaje.
Una vez fueron a Marianao, a ver a un hombre de unos cincuenta años, que vivía solo y había decidido vender su biblioteca poco a poco, para sacar el dinero suficiente que le permitiera dedicarse todo el tiempo a escribir una historia del cine norteamericano. Cuando conoció el plan de quien tenían delante le pareció absurdo. Era imposible escribir en Cuba sobre un cine que estaba casi completamente prohibido exhibir. Pero el otro contaba con su memoria, un archivo lleno de recortes de periódicos y la generosidad de sus amigos en el extranjero, que le escribían largas cartas contándole los últimos estrenos. Por supuesto que la mayoría de las cartas no llegaban al destinatario, pero éste se las arreglaba con las que recibía para redactar su obra. Juan Carlos interrumpió la descripción del capítulo dedicado a la Serie Negra de los años cincuenta. “¿No hay café. Es para mí. Alex no toma café fuera de su casa.” El historiador detuvo su análisis sobre la actuación de Humphrey Bogart en El Halcón Maltés para una aclaración y luego pasó a explicar las similitudes entre ésta y el papel desempeñado por el actor en El Sueño Eterno. “No tomo café. Mi cuota se la mando a mi hermana, que vive en Matanzas.” El dudaba si comprar un libro de cuentos de Hawthorne, porque el precio de veinte pesos le parecía excesivo. “¿Té entonces?” Sólo conocía uno de los relatos, Wakefield. La historia del hombre que desaparece de su hogar durante veinte años y se dedica a espiar a la esposa —para al cabo de ese tiempo entrar por la puerta como si no hubiera pasado nada— le atraía poderosamente desde la primera vez que la leyó durante el bachillerato. “Frío. Hay una jarra en el refrigerador. Ve a la cocina y sírvete.” Esperaba que el otro dejara de hablar sobre cine para hacerle una propuesta. Pero estaba seguro que iba a acabar cediendo, que pagaría los veinte pesos sólo para volver a leer ese cuento. “¿Toma mucho café tu hermana? Casualmente tengo conmigo un pomo con cinco onzas de café en polvo. Podríamos llegar a un acuerdo.” Desde el primer momento se dio cuenta que el dueño del apartamento era homosexual. Le preocupaba también que no se ocultara para decir que estaba a la espera de la salida del país. Tenía la baja laboral y buscaba la manera de sacar por una embajada los capítulos que ya tenía escritos de su libro. “¿Encontraste una cucaracha? No te preocupes, hay montones.” Al salir, llevaba el libro de Hawthorne. No se había equivocado. Por veinte pesos ahora podía volver a leer el cuento. Juan Carlos estaba molesto. Mientras esperaban el ómnibus en la parada, se lamentó del tiempo perdido. “Clase tipo. ¿Sabes lo único que tenía en el refrigerador? Un pomo con agua y una jarra sucia con un poco de té. Ni lo probé''.
Fotografía: un hombre revisa libros de uso en La Habana (Archivo).
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