Sunday, November 13, 2022

El periódico


El montacargas entra en el camión. Con dos pinzas enormes toma una bobina de papel. Sale y la deposita sobre la báscula. La bobina comienza a rodar y se pierde dentro del edificio. Una y otra vez. Día tras día caminar por el borde y mirar hacia abajo, hacia los camiones que entran y salen y el montacargas moviéndose entre ellos.
Durante años hace el mismo recorrido. Todos los días de trabajo, entre las tres y las cinco de la tarde. Aprovechaba su media hora de descanso para fumarse un purito y caminar arriba y abajo a lo largo del balcón del segundo piso del periódico. Cuando llegaba a la parte posterior del edificio, siempre miraba hacia abajo. A pocos metros el mar. A corta distancia, perfectamente visible, la costa de Miami Beach. Los rascacielos donde viven los judíos y antes las islas con las mansiones de los millonarios. Los dos viaductos que unen las ciudades delimitando el paisaje a los lados. El muelle de Miami a la derecha. Desviando aún más la vista, y en la misma dirección, el centro financiero. Una estrecha franja entre las aguas y la parte posterior de la construcción sólida e impenetrable que alberga un periódico. Seis pisos de amplios ventanales que no se pueden abrir, que convierten al lugar en un horno irrespirable cuando se rompe el aire acondicionado central —sólo ha ocurrido en dos ocasiones — o se interrumpe el fluido eléctrico —sucedió una vez, durante el paso del huracán Andrew, en 1991— y la planta eléctrica que tiene el edificio apenas basta para mantener funcionando las computadoras, los sistemas de comunicación, una prensa y las luces mínimas. Todas las tardes disfrutar por un rato de la única zona al aire libre de esta fábrica enorme, donde entra la materia prima que pronto se engulle y sale al otro día a la calle con el afán de llamar la atención.
Un mundo ajeno al del sexto piso en que trabajaba. La parte industrial del proceso. Inmensos rollos de papel que pasan a una sala completamente automatizada, donde robots con tenedores de dos enormes dientes los cogen y colocan en línea para entrar en las prensas. Negros con overol azul y choferes de uniforme. Observaba con curiosidad y desinterés.
Durante años quiso describir lo que ocurría en aquel diario de Miami, pero siempre supo que el esfuerzo tecnológico contaba poco a la hora de narrar esa historia. Era un verdadero despilfarro de energía. Siglos de invectiva y cuantiosos recursos reducidos a la impresión de reportajes pueriles, noticias repetidas una y otra vez por la televisión y la radio; artículos para complacer a una comunidad aferrada a un pasado que nunca ocurrió; crónicas de fiestas patrióticas, festivales de todo tipo e innumerables maratones para una guerra que nunca llegó; reseñas de exposiciones mediocres; críticas de unos cuantos libros tras la presentación de la obra en una noche o tarde calurosa, de un sábado inútil o un amorfo domingo, acompañada de algunos pedazos de un queso de dudoso origen y un galón de vino de baja calidad; fiestas de los magnates de la ciudad y elogios a políticos corruptos, funcionarios ineptos y empresarios ladrones.
Hacer la historia de la decadencia de un periódico que en una época fue uno de los diez mejores de Estados Unidos —y posiblemente estuvo entre los veinte mejores del mundo— carecía de sentido. Pormenorizar el fracaso del más importante diario en español del país era un ejercicio agotado. Si algún día se decidiera a contarlo, tenía que buscar otro ángulo. Como se le exige al periodista. Relatar la misma noticia, pero con un enfoque distinto. Descubrir lo que no han visto otros reporteros. Presentar lo ocurrido de forma tal que el lector no se dé cuenta de que le están disfrazando lo que ya sabe —porque lo escuchó por la radio del automóvil al regreso del trabajo o lo vio en el noticiero de televisión de las seis de la tarde— sino que le están contado la verdadera realidad de los hechos.
Describir lo ocurrido durante los años que trabajó de redactor de mesa a partir algunas palabras claves. Nada de análisis noticioso. No criticar la avaricia corporativa. Abstenerse de denunciar la falsedad de la libertad de prensa en Estados Unidos. Buscar las razones que hacían mover aquel engranaje. Descubrir lo que justifica al hombre del montacargas entrando y saliendo de los camiones durante horas.
A él no le interesaban las justificaciones. Si lo correcto y lo incorrecto eran conceptos relativos, las justificaciones salían sobrando. No era que la vida se rigiera por un relativismo total. Era que no existía ningún absoluto. Vivir no era más que dedicarse a realizar pruebas de “ensayo y error”. Quienes triunfaban eran los que no repetían errores, los no se arriesgaban a los ensayos, los que tenían suerte y no se equivocaban, aunque fuera de pura casualidad. No sólo carecía de sentido catalogar las acciones de un oportunista en Cuba o de un político demagogo de Miami. Tampoco era justo. A veces resultaba fácil emitir un juicio. Detestaba a todos los patriotas cubanos, porque para él habría sido mucho mejor que la isla nunca hubiera dejado de pertenecer a España. ¿Qué ganó Cuba con la independencia? ¿Librarse de la corrupción española para caer en otra, que ni siquiera era propia sino heredada o importada de Estados Unidos? Tampoco los españoles debieron encapricharse con la isla. Qué estupidez no abandonarla a su suerte. Pero no siempre resultaba tan fácil. Hablar de Cuba era fácil. Se había pasado buena parte de su vida hablando de Cuba. Escribiendo sobre Cuba. Él y otros muchos. El castrismo había resultado el mejor negocio desde la llegada de Cristóbal Colón. ¿Qué justificaba la honestidad, sino un acto de soberbia?
Edificio del Miami Herald en fase final de demolición. Foto tomada de Café Fuerte.

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