Tuesday, December 26, 2006

Días sin sombras


Curiosa la relación primordial entre el fin de la literatura y la longevidad. Cuando los hombres fueron capaces de vivir novecientos años, desaparecieron los escritores.
Al principio se alentó lo contrario. Los autores ensayaron versiones contiguas y divergentes de una misma obra. El dominio de las palabras incompatibles, en la creación de nuevos idiomas, hizo que el desacuerdo de la frase permitiera olvidar el original. Ante la falta de preocupación por un fin cercano, se pudo volver sobre el poema, cambiar cada palabra del relato y modificar la trama de la novela; alterar las situaciones, personajes y lugares para dar cabida a otro texto subyacente. Fue entonces posible ofrecer el mismo escrito en planos diversos, con expresiones y giros lingüísticos tan extraños que terminaron por convertir a cada autor en una enciclopedia. Las distinciones de géneros y estilos sucumbieron frente a un modelo inagotable, que permitía extender las fronteras y considerar a un individuo novelista durante los primeros cien años de su existencia, luego poeta por los próximos dos siglos, ensayista a lo largo de las tres centurias siguientes y autor dramático en la época que marcaba su período de creación más fértil, tras alcanzar la madurez luego de superar el medio milenio.
Fueron imprescindibles un par de centurias para que se iniciara el tedio ante una literatura tan vasta, pero de limitadas sorpresas.
Primero sucumbieron las biografías. Dejaron de interesar los misterios y las incertidumbres a desenterrar en la vida de cualquier escritor. Se extinguió la vieja tradición, que en épocas antiguas obligó al redescubrimiento de los textos, a la apropiación de las obras antiguas mediante la adquisición de nuevos significados. Toda inquietud fue suplantada por la inercia derivada de una sabiduría inútil: al no quedar sombra y desvelo que revelar durante una corta existencia —al desaparecer el estímulo de imponerse al tedio de una lectura prolongada y apremiar la búsqueda de resultados—, el afán de conocimiento fue arrojado por la borda. Murió el anhelo por tener el tiempo necesario para dedicarse a leer obsesivamente un texto, tras lo que hasta entonces había logrado eludir múltiples lecturas. De pronto careció de objetivo la premura de transitar a lo largo de una investigación literaria exhaustiva, cuando se conocía que no había hazaña alguna en agotar cómodamente todas las posibilidades abiertas al inicio. Cualquiera era capaz de convertirse en especialista —de dominar hasta en los detalles más insignificantes la trayectoria de determinado autor— y reproducir sin error las características esenciales e intranscendentes de cierta escuela o período literario. Como consecuencia lógica, las compilaciones, resúmenes y síntesis fueron descartados. Los estudios y análisis desaparecieron sin causar el menor pesar. Al tiempo que las obras clásicas se volvieron más compresibles —pues habían sido analizadas hasta en sus detalles más ínfimos—, se tornaron más distantes. Cuando la inmensidad y la complejidad literaria adquirieron nitidez, dejaron de atraer.
El aumento de la longevidad prolongó la juventud de los idiomas. Cada uno pasó a ser un modelo inalterable, donde la reducción de palabras se impuso a la diversidad de significados. La modernidad pereció aplastada por el peso de los años. No fueron necesarias nuevas traducciones, que pusieran al día los textos antiguos para las nuevas generaciones. No hubo que agregar más notas al pie de página, que acompañaran los textos canónicos. Caducó la necesidad de explicar a los lectores recientes el significado de vocablos en desuso. Renovar el lenguaje resultó imposible, frente a una memoria milenaria que guardaba fresca —luego de varias centurias— los vocablos aprendidos en la infancia. Se agotaron los esfuerzos por descubrir autores propios de cada época, ya que los nacidos quinientos años atrás continuaban ofreciendo obras que repetían creaciones anteriores, en claves extrañas pero fáciles de descifrar si se contaba con el tiempo suficiente para hacerlo. Lo que con anterioridad fue conocido como brecha generacional —relevo y puesta al día— pasó a ser reafirmación, estabilidad creativa y continuidad de las tendencias establecidas. Cada vez más, la literatura se limitó a la memoria, el recuento y la repetición.
Los lectores descartaron toda superstición ante lo novedoso. Las obras recién producidas nacieron huérfanas de miradas. Nadie ignoraba que los escritores en producción contaban con el tiempo suficiente para perfeccionarlas, olvidarlas o negar que en algún momento sus esfuerzos se hubieran concentrado en un producto que ahora le resultaba inmaduro, repetitivo y anticipado. Dejó de engañar el truco de esperar por la culminación creativa. El talento perdió valor ante el hecho de que —con el reloj a su favor—cualquiera era capaz de concluir una elaboración tan detallada que desafiaba el encuentro del más mínimo desliz. La imperfección quedó fuera del alcance humano.
Se pensó al principio que la búsqueda de lo extraño siempre rendiría frutos, que no importaba la fecha si el producto despertaba el interés ante lo desconocido. Pronto hubo que resignarse al hecho de que lo nuevo había dejado de existir. Unos pocos se esforzaron en que sus obras fueran divulgadas sólo en su versión original, despreciaron la labor de engrandecer sus escritos con experiencias y conceptos adquiridos muchos años después y defendieron la escritura como un borrador irrepetible. El fracaso no se hizo esperar. Quienes eran más jóvenes —aquéllos que apenas contaban con doscientos años de edad— despreciaron una actividad en la que resultaba imposible destacarse. El momento en que una simple combinación de vocablos recordaba que cualquier alteración había sido agotada mucho tiempo atrás echó por tierra más de una vocación cultivada durante décadas. Dedicarse a elaborar un texto adquirió el desencanto de las tareas domésticas. Postergado para siempre el aliciente de concluir una obra, nadie escribe una novela, un cuento, un poema. La claridad del saber humano desprecia esa zona oculta, que una vez llevó a otros a descubrir sus dudas.

Ilustración: Nicolás Lara.
Nicolás Lara ha participado en numerosos recitales de poesía y publicado los poemarios Los versos vienen del sur, Ortografía de la soledad y Beso con lengua. En estos momentos tiene lista para ser publicada una novela y trabaja en otra. Como artista plástico ha presentado numerosas exposiciones personales en Cuba y otros países, obtenido varios premios nacionales e internacionales y sus obras han sido expuestas y/o forman parte de colecciones provadas y públicas en países como Argentina, Alemania, Brazil, Canadá, Costa Rica, Cuba, Eslovaquia, España, Estados Unidos, Francia, Hungría, Inglaterra, Italia, Kuwai, Méjico, Rusia, Suecia y especialmente en la colección Sotheby`s.