Tuesday, October 28, 2008

Blanco sobre negro



Tengo en mis manos el programa del ciclo El Racismo en el Cine. Repaso la lista de películas y luego de más de treinta años compruebo su valor. Pero nadie que no vivía en La Habana por entonces podrá entenderlo. ¿Qué le dicen estos títulos a quien ha visto algún cine? No son obras cinematográfica únicas. No hay una vanguardia que asombre, una estética revolucionaria que entusiasme o infunda temor. En su mayoría son cintas comerciales. Prescindibles a la hora de estudiar el desarrollo de los géneros, las teorías fílmicas y las escuelas. Nada de importancia, salvo una sala llena de estudiantes, que por una noche se sentían felices.
Películas norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta: Rencor, Mi Pecado Fue Nacer, Gigante, El Odio Es Ciego, Sangre Sobre la Tierra e Imitación a la Vida. Una de 1939: El Hijo de Tarzán. Dos de los sesenta: Sargento Búfalo y Lo que No Se Perdona. Varias de los países socialistas: Comercio en la Calle Mayor, El Profesor Mamlock, Estrellas y Romeo y Julieta en las Tinieblas, que los estudiantes consideraban simples rellenos. Un corto cubano, Now, y una película boliviana, Yawar Mallku. Una francesa de 1959: Escupiré Sobre sus Tumbas.
La lista dice poco hoy, pero algunos títulos eran un mito entonces en Cuba. Tres cintas se mencionaban obligatoriamente siempre que salían a relucir las películas con desnudos. Muchos las habían visto antes del primero de enero de 1959, pero ninguno de nosotros conocía a alguien que lo hubiera hecho. Apenas nos atrevíamos a hablar del cine erótico y no existían las películas pornográficas. Sí sabíamos de la existencia de las “novelitas de relajo” y de los cortos con mujeres desnudas y escenas de fornicación más o menos múltiples —que creíamos se exhibían, antes de que los cerraran, en el teatro Shanghai y en un par de cines del barrio chino. Todo se reducía a una fábula donde se mezclaban la imaginación y el deseo. En cambio, estas tres películas eran reales. Sus títulos aparecían mencionados en reseñas y libros de cine. En la Universidad todos queríamos verlas. Se imponían más allá de la ideología. Como obedientes seguidores de la moral comunista, no criticábamos que no existiera una sala que las pusiera, pero al mismo tiempo nadie ocultaba el deseo de asistir a la función el día en que —logrando vencer la censura del ICAIC— alguien las proyectara. Eran Las Hijas del Mercader de Caballos, El Trueno Entre las Hojas y Escupiré Sobre sus Tumbas.
Me he quedado con las ganas. Sigo sin verlas, aunque ahora El Trueno Entre las Hojas, con Isabel Sardi, apenas despierta mi atención: una versión latinoamericana de Extasis de Hedy Lamarr. Pero en 1970 el anuncio de que pondrían Escupiré Sobre sus Tumbas fue motivo más que suficiente para considerarme un afortunado de tener la tarjeta que me permitía entrar al ciclo.
Lo más importante era ver todas esas películas norteamericanas —el ciclo era en su mayor parte de cine norteamericano, ese era su principal atractivo— que estaban prohibidas en Cuba. Y en este sentido el plato fuerte resultaba la película de Tarzán. No por su valor cinematográfico sino porque Tarzán era el personaje favorito a la hora de señalar el ejemplo perfecto de un cine racista, del que los jóvenes cubanos estaban a salvo. Hasta los profesores y técnicos soviéticos —que brindaban su asesoramiento a la Universidad de La Habana— se acercaron diligentes a la Sección de Cine y solicitaron las codiciadas tarjetas. “Tarzano, queremos ver la película de Tarzano”, dijo más de uno en una súplica raramente escuchada a un miembro de una sociedad más avanzada que la cubana.
Pocos años después el ICAIC levantó el veto a algunas de estas películas. Las exhibió en cines comerciales y de arte. Repetidas veces pusimos en los cine-clubes universitarios Lo que no se Perdona. Cintas como Gigante se presentaron en diversas ocasiones en la Cinemateca de Cuba. Sin embargo, hubo una que entró en la lista negra, donde se mantuvo por varios años. Curiosamente no era norteamericana sino checa. Luego del ciclo El Racismo en el Cine, más de una vez solicité Comercio en la Calle Mayor, para encontrarme siempre ante un pretexto que intentaba justificar que ninguna copia estuviera disponible: proyecciones fuera de la capital, carretes deteriorados, devoluciones retrasadas, préstamos incumplidos, rollos extraviados. Hasta que un día llegó una respuesta categórica: por orden de la oficina de Alfredo Guevara, estaba prohibida la exhibición de la película de Jan Kadar. No se podía hablar del exterminio judío en una isla cuyo gobernante se había aliado con los países árabes para lograr la presidencia de los Países No Alineados.
El ciclo no estuvo libre de frustraciones. Nos quedamos con las ganas de ver Escupiré Sobre sus Tumbas y El Hijo de Tarzán. Esta última fue sustituida por otro Tarzán que produjo más risa que entusiasmo. En el caso de Escupiré Sobre sus Tumbas, no sé si se impuso la moral socialista o la desidia, pero la respuesta fue que no estaba en condiciones de ser proyectada.
Cada función que anunciaba una película norteamericana fue precedida por la expectación. Nunca se sabía si ésta iba a llegar a la pantalla. Aunque el ICAIC había autorizado el préstamo —y la exhibición se realizaba en su sala principal, con equipos especiales acondicionados para poder pasar copias en un pobre estado de conservación— a última hora podía surgir un inconveniente: la cinta estaba tan deteriorada, que ni siquiera en los proyectores de la Cinemateca podía pasarse sin que se hiciera trizas. Entonces se mostraba un sustituto cualquiera y muchos se iban disgustados de la sala. La incertidumbre creció en ciclos posteriores, cuando se extendieron los cortes eléctricos y hubo que aguardar hasta dos horas a veces, con el temor de que la electricidad no regresara a tiempo para ver la película.
La espera era angustiosa. Por regla general no había certeza de si se produciría un apagón. A veces ocurría antes de iniciarse la proyección, otras en mitad de la película. Entonces había que abandonar el local, ya que era casi imposible respirar en su interior, por la falta de aire acondicionado. Se perdía la luneta codiciada y sólo quedaba cruzar los dedos con optimismo, a la espera de que la electricidad volviera antes de las diez y media —a más tardar a las once de la noche, si la película no era muy larga o había sido interrumpida más allá de la mitad— que era la hora tope señalada por los proyeccionistas para reiniciar su labor. Los apagones fueron tan frecuentes durante un ciclo posterior del Cine Negro, que los estudiantes le cambiaron el nombre por “Cine Oscuro”.
Un día Naito propuso:
—¿Por qué Mora no llama a la compañía de electricidad y dice que estamos poniendo un ciclo de Cine Negro, que no nos corten la luz?
El pedido sólo despertó burlas, pero fue una demostración de la fe en el poder de Alberto Mora.
Pese a los cambios, el ciclo de El Racismo en el Cine fue un triunfo. El inicio de un trabajo serio pero limitado de educación cinematográfica.
Brindar una información sin censura. Aún me asombra que durante casi dos años lográramos hacerlo, en un momento en que cada día se cerraba más el país al exterior y aumentaban las limitaciones. Algunos de nosotros fuimos cerrando puertas a medida que creció nuestra influencia. Nos convertimos en nuestros propios censores y en censores ajenos. Yo entre ellos. Pero al inicio prevaleció la apertura. Hojeo el programa de nuevo y encuentro opiniones de Ariel, del periódico Información, y de René Jordán. Ambos críticos ya estaban en el exilio. Sólo se omitió el nombre de Guillermo Cabrera Infante. Sus opiniones fueron referidas como pertenecientes a la revista Carteles —donde originalmente aparecieron las crónicas reunidas luego en Un Oficio del Siglo XX. Aunque bajo un recurso de identificación que no dejaba de ser una fórmula de censura, no se prescindió de las crónicas de G. Caín.
Vuelvo de nuevo a la razón que considero fue uno de los motivos fundamentales para que el ICAIC nos declarara la guerra. Primero de forma más o menos encubierta y luego frontal. No se trató de un enfrentamiento ideológico —en el sentido de estar a favor o en contra de un determinado cine y de una forma de analizar la cinematografía en su conjunto— sino de un episodio de dominación cultural. No éramos unos descarriados; simplemente no formábamos parte de su cofradía.
En los años sesenta hay una crisis en el cine norteamericano que lleva a su transformación total. Disminuye de forma drástica la taquilla y se reduce considerablemente la producción. Casi diez años más tarde, a comienzos de los setenta, en Cuba aún éramos ignorantes de ese proceso. El cese de la importación de películas norteamericanas —a consecuencia del embargo de Estados Unidos hacia la isla y la carencia de divisas— brinda una oportunidad dorada al ICAIC para justificar su hegemonía. Nuestra educación cinematográfica fue incompleta y anticuada. Descubrimos el Neorrealismo cuando hacía muchos años que carecía de importancia. Fuimos fanáticos de La Nueva Ola francesa en momentos en que ésta estaba completamente extinguida. Nos entusiasmamos con un cine británico que apenas sobrevivía. Nuestros criterios tenían veinte años de atraso y no lo sabíamos.
Basta contemplar la última sección de Un Oficio del Siglo XX. Salvo las dos reseñas a Los Cuatrocientos Golpes, poco hay de valor en cuanto a crítica de cine. Caín alcanza su culminación como crítico cuando deja de serlo: convertido en el escritor que utiliza la crónica cinematográfica para hacer ficción. Cada vez habla más de él y menos de las películas. Es una muerte a plazo fijo. A partir de 1959 escasean los filmes que merezcan una mención en el libro. Las últimas “crónicas” alcanzan la plenitud dentro de una categoría periodística que al inicio algunos habían considerado no era más que un recurso para distanciarse del resto de la crítica. El contar se convierte en un fin y no en el medio que lleva al análisis de la película.
La década que pronto ve el fin de G. Caín resulta fundamental para el cine que se realiza en Estados Unidos. Más por la transformación del medio que por la cantidad de películas importantes producidas. Sólo que este número reducido de cintas no se vieron en Cuba hasta años después. Yo al menos vi la mayoría de ellas con unos treinta años de tardanza, al llegar al exilio.
Pycho (1960), The Manchurian Candidate (1962), The Man Who Shot Liberty Valance (1962), The Birds (1963), How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964), The Graduate (1967), Bonnie and Clyde (1967), 2001: A Space Odyssey (1968), The Wild Bunch (1969), Easy Rider (1969), M*A*S*H (1970), McCabe and Mrs. Miller (1971), Little Big Man (1970), Soldier Blue (1970), Clockwort Orange (1971) no fueron exhibidas en su momento de estreno.
¿Cómo pretender entonces que pudiéramos ser críticos de cine?
La paradoja es que, por otra parte, logramos adquirir una vasta cultura cinematográfica. Se me han escapado pocas películas silentes de valor. He visto multitud de cintas francesas anteriores a la Nueva Ola y casi todo lo que la censura permitió del cine soviético y de los países socialistas —es decir, la mayoría salvo apenas una decena de excepciones notables—, buena parte del nuevo y el viejo cine español, el noventa y nueve por ciento del Cinema Novo brasileño y la totalidad del cine cubano salido de las bóvedas antes de 1980.
El problema es que fue una cultura adquirida a destiempo. Estuvo marcada por películas y no por la transformación del cine en su conjunto, en el momento en que ocurría.
No fue sólo la ausencia de la producción norteamericana de los años sesenta y comienzos de los setenta lo que lastró nuestro aprendizaje. También la censura impuesta a la casi totalidad de las películas sonoras hechas en Estados Unidos. La demora en ver filmes europeos de importancia. La falta de libros y revistas sobre el cine. Eramos unos privilegiados, en posesión de pases anuales que nos permitían entrar gratuitamente —con un acompañante— a todas las funciones de la Cinemateca. Estudiantes que podíamos pedir la proyección de una película, para verla nosotros solos en las dos salas de cine de la Universidad. Invitados especiales (si tal distinción era posible en Cuba más allá de los círculos del Partido y el Gobierno) en cualquier cine-club de La Habana. Pero con el deseo siempre insatisfecho de la mayoría de las veces no poder entrar a los únicos sitios que nos estaban vedados: las pequeñas salas de proyecciones del edificio del ICAIC, donde imaginábamos que se podía disfrutar todo el cine de todo el mundo.
El mito del ICAIC como una bóveda enorme de películas era alimentado por los directores y los pocos críticos que escribían en periódicos y revistas. Allí estaba —no literal sino cinematográficamente— todo. Y entre tantos tesoros vedados, una copia de Lo que el Viento se Llevó. La leyenda que unía a los asistentes semanales a las funciones del cine-club y a quienes acudían a cualquier cine a ver cualquier película, por ser una de las pocas diversiones al alcance de todos. El filme que el ICAIC negaba poseer, sin apaciguar el rumor de que en realidad estaba en las bóvedas, encerrado en un cuarto secreto al que sólo se podía llegar con una orden firmada por Alfredo Guevara. Las cintas prohibidas de los países socialistas. Las películas que algunos directores norteamericanos dejaban tras su paso por La Habana. Todo a disposición de unos pocos.
Lo que no estaba en la bóveda del monopolio del cine en la isla, podía verse en el extranjero. No había director del ICAIC que mientras hablaba de sus proyectos —enfatizando siempre la importancia del cine latinoamericano y la necesidad de hacer películas para las masas y del arte como arma fundamental en la lucha ideológica— no salpicara la conversación con referencias a las cintas cuya exhibición habían presenciado durante un festival o una visita al exterior. La revista Cine Cubano aparecía llena de fotogramas de filmes que siempre conocíamos por el oído y nunca por la vista. Ellos, para nuestra envidia, eran los dueños de un paraíso sin entrada.
Contra esa maquinaria era imposible competir. Pero al ICAIC no le bastaba. Sus funcionarios despreciaban a los que queríamos ver cine norteamericano y argumentaban que éste estaba liquidado. En cierto sentido tenían razón, pero gracias a una lógica perversa. El cine de los años cincuenta estaba muerto. El que se hacía en esos momentos no llegaba a la isla. Nos negaban los cadáveres al tiempo que nos prohibían la esperanza de la resurrección. El futuro les pertenecía por decreto.
Dos películas del ciclo de El Racismo en el Cine despertaron especial atención. Lo que no se Perdona y Sargento Búfalo. No sólo estaban hechas en el año sesenta sino que además eran en colores. En el país se había pasado de ver predominantemente un cine en colores —al finalizar la década de los cincuenta— a la pantalla en blanco y negro. Todo el cine cubano era en blanco y negro. También las copias nuevas de las películas norteamericanas viejas estaban limitadas al blanco y negro. Sólo se hizo una excepción cuando se volvió a estrenar Cantando en la Lluvia. Pero fue por la voluntad expresa de Alfredo Guevara. Desde hacia años estaba en marcha el proyecto de un laboratorio para procesar las cintas en colores, pero no acaba de concluirse. Los Días del Agua sale en pleno auge de la revista Arte 7 —que reprodujo su guión— con la singularidad de ser en colores, pero gracias a una asignación especial de fondos en divisas que permitió que fuera procesada en un laboratorio español. Buena parte del mejor cine soviético y casi toda la producción de mérito de los países socialistas también era en blanco y negro. La calidad del color soviético y socialista era tan baja, que muchos realizadores importantes de estos países se negaron a utilizarlo. A la justificación económica, se sumaban criterios estéticos —al igual que había ocurrido en su momento con la fotografía—: el arte era en blanco y negro.
Nos iniciamos como críticos de cine con dos limitaciones: expertos en un cine silente y en blanco y negro. La falta del sonido y el color simbolizaron —mejor que las múltiples negativas a nuestras solicitudes para ver cualquier película de los años cincuenta— la censura imperante en un país que se negaba al mundo y a su época, mientras proclamaba estar construyendo el futuro.
El ciclo El Racismo en el Cine carecía de algunos títulos fundamentales para entender ese fenómeno en Estados Unidos —entre ellos In the Heat of the Night, Guess Who’s Coming to Dinner y The Searchers—, aunque tenía varios importantes —Rencor, Gigante, El Odio es Ciego, Sargento Búfalo y Lo que no se Perdona. Ninguno de nosotros conocíamos una palabra de la existencia de un género que nacía por entonces y se desarrolló a plenitud durante esa década de 1970, los blaxploitation films: esa serie de películas de bajo presupuesto y fuerte carga de sexo y violencia, que un estilo sensacionalista presentaba a protagonistas negros de ambos sexos en un ambiente urbano de corrupción, crimen y prostitución. No era ése el problema fundamental al que nos enfrentábamos, una y otra vez durante la organización de cada ciclo. El que salía a relucir siempre tras las proyecciones. El Racismo en el Cine fue una primera muestra, que se convirtió en una constante: a la mayoría que asistía las funciones poco le importa la manipulación del tema, la lucha por los derechos civiles en Norteamérica y la discriminación racial en esa nación y el resto del mundo. Sólo ver películas estadounidenses bajo el manto protector de la crítica ideológica. Podían cambiar los temas, pero el resultado era el mismo. Por una parte, el Grupo Arte 7 había “triunfado en la taquilla”. Incluso dos o tres escritores de prestigio se las habían arreglado para conseguir las tarjetas. Por la otra, era evidente el rechazo a la discusión, salvo las intervenciones de unos cuantos: siempre en contra del cine norteamericano luego de disfrutarlo. Entonces Mora hizo algo que asombró a mi vecino de asiento.
Fotografía: edificio de La Habana Vieja.

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