—Hola, Pello.
—Qui hubo Alex.
Apenas terminaba las palabras. Como si la voz ronca temiera que una mayor efusión la pondría en desventaja. Sin embargo, conversaban a menudo. Pedro Izquierdo —Pello el Afrokán— podía hacerlo porque estaba de regreso del triunfo, y él era el único adolescente que acudía todas las noches a la barra.
La moda del mozambique fue un fenómeno musical. Aunque en su triunfo —a finales de los 60— influyó la política. Una barrera contra la influencia extranjera y una respuesta a la decadencia de la música bailable. El mozambique no era lo que pregonaba —un nuevo ritmo—, sino una derivación de la rumba convertida en espectáculo. Crear un ritmo bailable —un sustituto del chachachá, el son y sus variantes—, tras varios años de incansables repeticiones en la música popular, agobiaba a los creadores cubanos y preocupaba al gobierno. Desprovistos del ambiente nocturno propicio —la bohemia transformada en “decadencia burguesa” y los tocadores de esquinas convertidos en una manifestación del “lumpen proletario”— los creadores e intérpretes se limitaban a repetir “ritmos” de existencia efímera: simples variaciones de la clave cubana, donde un elemento musical anecdótico pretendía justificar el nombre. Más que en el desarrollo de nuevas polirrítmias, Pello se destacó por sacarle partido al “color local” de la música popular. Un derroche de tumbadoras: seis para él al frente. Más de una decena de ejecutantes del mismo instrumento en ambos flancos. Un bombo, sartenes, cencerros, claves y más tumbadoras al fondo. Una sección de metales —trompetas y trombones— completaba una orquesta cuyo concepto no era nuevo. La agrupación no se diferenciaba del conjunto —al estilo del de Arsenio Rodríguez y luego Chapotín—, salvo en que ahora se había magnificado en número, pero no en calidad y fuerza sonora. Con su gorro de piel africano, Pello ofrecía su show: negros sudorosos tocando tambores y varias modelos —las “afrocanas”— dedicadas a enseñar unos pasos simples de baile. El se reservaba una rubia de trenza oscilante y provocadora, mientras todos en la orquesta hacían sonar sus instrumentos, al tiempo que aparentaban una furia primitiva. Despreciaba el mozambique —que para entonces ya había pasado de moda—, pero conversaba a menudo con Pello.
—Valdés, ponle un trago a Alex. Yo lo invito.
—¿Lo de siempre? —dijo Valdés, sin hacer la pregunta.
—Lo de siempre.
Tomó la copa de coñac. La calentó con el contacto de su mano. Un ligero roce y la presión adecuada sobre el cristal ayudaban a que la bebida se intensificara, a tono con la caricia. Valdés siempre trataba de servirle en la copa adecuada. A veces era imposible, porque cada vez quedaban menos.
—¿Qué hago con la que tienes por allá? —ahora sí preguntó el cantinero.
—Déjala, en seguida regreso.
—Felipe II. ¿Verdad que eso es lo que tú tomas siempre Alex? Fundador para mí Valdés.
Pello miraba la botella de Felipe II.
—En mis buenos tiempos me tomaba una de ésas todas las noches —agregó.
El Fundador era más barato que el Felipe II. Le disgustó recordarle a Pello que los tiempos habían cambiado.
—¿Algo nuevo?
—Estoy componiendo. Quiero montar un espectáculo.
—Almeida está en la mesa de diez, comiendo con su familia.
Lo dijo como un alivio. No para Pello sino para él.
—¡Va! Esa gente. Ya no les intereso.
No acertaba con Pello. Al menos no esa noche. Al menos no antes de que ambos se tomaran otras tres copas.
—Tú que andas en lo del cine. Yo también estuve en eso, pero me trataron mal.
—¿Cómo fue?
—Trabajé en una película, pero me trajo mala fama.
Intentó acertar esta vez. Aunque no sabía cómo.
—La tienes que haber visto.
—No recuerdo —mintió.
—¿Viste Memorias del Subdesarrollo?
—Ah, sí, ya recuerdo. La escena inicial.
—El director me engañó.
—Me dijeron que querían filmar a la gente bailando con mi música. Luego pusieron lo del muerto.
—Yo tocaba. La gente iba a verme y bailaba. Si se mataban no era culpa mía.
—Luego han dicho por ahí que nada más iban a verme delincuentes.
—Es sólo una escena inicial, de presentación de la película. No creo que fuera hecha con mala intención.
—Nunca me dijeron que iban a poner lo del muerto. Me trajo mala fama.
Recordó haber oído que cuando Pello fue a París —a presentar el mozambique en el teatro Olympia— varios músicos no pudieron viajar porque tenían antecedentes penales. La mala fama no venía sólo por la película. No debía hacerlo. Recordar era malo ahora. Y no sólo para Pello. Ni pensar en cuando estudiaba en la CUJAE y detestaba a sus compañeros, que se pasaban el día cantando y bailando mozambique. Esos recuerdos no eran buenos para acertar con Pello esa noche.
—Olvida eso Pello, tú eres famoso.
—Ya no.
—Bueno, tú sabes como es la música, con altibajos.
—Estoy preparando un espectáculo que es lo mejor que he hecho. Pero los hijoeputa no me hacen caso.
Pello estaba en un mal momento. Siempre se cuidaba mucho de las palabras que usaba en su presencia. ¿O es que empezaba a considerarlo algo más que un conocido?
—Ya encontrarás una salida. Valdés, repite aquí por favor. Y ponlo en mi cuenta.
Quería zafarse del mozambiquero, pero no veía cómo.
—No me dan los recursos que necesito. Sin eso no puedo hacer el espectáculo.
—Hiiiiijiiiii.
Conocía el grito. Breve e incisivo. Sin llegar a la estridencia. Porque quien lo lanzaba era un hombre educado. Para algunos, sin embargo, resultaba insoportable. Fue su tabla de salvación.
—Voy a darme un baño de juventud.
—Hiiiiijiiiii —y de nuevo el grito para prolongar las palabras.
Extremadamente flaco. Cinco pies y cuatro pulgadas de alto y un rostro arrugado que recordaba a Magoo, el ciego de los comics. Calcular la edad de Ferreto era el recurso infalible, cuando se agotaban los temas en la barra. Quienes lo conocían hacía más tiempo —dos camareros, un barman y dos o tres habituales que apenas le hablaban por considerarlo un viejo comunista— apostaban que no menos de 84 años. Todos parecían interesados en conocer esa edad. Salvo Ferreto y él. Le atraía el contraste entre el cuerpo endeble y la vitalidad que impulsaba al anciano a caminar infatigable de un extremo al otro del bar. A estar parado la mayor parte del tiempo y a hablar y beber sin parar. Venía todas las noche desde la inauguración del restaurante, sin importarle la lluvia y el frío y que su mujer estuviera enferma. Sólo en una ocasión regresó a su apartamento en L, entre 25 y 27, sin poder emborracharse y dando tumbos por la ira. Pero ese día aún no había llegado y para él y para Ferreto el futuro era algo en lo que mejor no se pensaba.
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