No se lo dijo a sus amigos, pero se alegró de la prórroga electoral, que trasladaba para el próximo año las elecciones en Cuba. Temía encontrar El Vedado lleno de pasquines y caravanas de automóviles recorriendo las calles y los anuncios políticos pagados en la radio y la televisión todo el tiempo. Era su tercer viaje a la isla en los dos últimos años. Volvió a alojarse en el hotel Alaska, en 23 y M, porque era céntrico y no tan caro como los más recientes, o como el Nacional, donde la habitación más barata costaba mil dólares por noche.
Construido en el último año de Castro, el Alaska fue el primer hotel edificado con capital de los exiliados de Miami. Sus habitaciones eran estrechas y no valía la pena comer en alguna de sus tres cafeterías o en los dos restaurantes de la planta baja y tampoco en el del último piso, porque se aferraban a los platos típicos de otros sitios cubanos similares en el sur de la Florida. Quería aprovechar esos quince días para finalmente volver a caminar por la ciudad que había abandonado a los diecinueve años y sólo vuelto a visitar en dos ocasiones posteriores: durante la feria del libro de 2013, dedicada a la literatura del exilio, y en 2016, en que le encargaron un reportaje sobre el boom de los amarillentos carteles revolucionarios, que por entonces ya alcanzaban cifras astronómicas en las subastas neoyorquinas .
Luego de Nueva York, La Habana era la mejor ciudad que conocía para recorrer en noviembre. Aunque era temprano y faltaban muchas horas para que llegara la brisa del mar a refrescar la temperatura de La Rampa, a las diez de la mañana se podía caminar por esa calle, ancha y en bajada y nunca ajena. Disfrutar de la mañana antes de que el sol de las doce la convirtiera en una franja hirviente y detenerse ante la entrada y los anuncios de los restaurantes y clubes multiplicados en cada piso de los edificios reconstruidos con furor meses antes de que la avalancha turística empezara a ceder y la ciudad a adaptarse a ser un punto más del recorrido turístico que ofrecían los cruceros caribeños. Al llegar a la esquina de 23 y O, donde en una época estuvo el Pabellón Cuba, cambió de idea porque parte de la calle estaba cerrada por un edificio que estaban construyendo y más abajo sabía que sólo se encontraría el mall de boutiques exclusivas que le recordaba demasiado a Ball Harbour. Regresó al hotel con tiempo para pedir el automóvil, que había alquilado la noche anterior, e ir hasta el restaurante La Carreta, en 12 y 23, donde lo esperaban para almorzar. Subió por 23, que estaba recién asfaltada y con un equipo moderno de semáforos, y disminuyó todo lo posible la velocidad para tener que detenerse en 23 y G. Ver brevemente el condominio que se alzaba donde una vez estuvieron el parque de John Lennon, el cine Riviera y El Carmelo de 23, y tratar de recordar que a veces cuando salía de la universidad hacía cola para merendar en El Carmelo. Pero no pudo, porque inmediatamente empezaron a sonar el claxon los autos que venían atrás y el tráfico compacto en sentido contrario le impedía ver mucho. Como la luz permaneció en verde, tuvo que seguir de largo.
Al llegar a Paseo sí lo cogió la luz y se detuvo y vio el colegio católico exclusivo para señoritas, donde sabía era imposible encontrar una en las aulas. Ella le había hablado que quizá mandaría allí a su hija por un año si la situación en Cuba continuaba mejorando. Sabía lo que eso significaba: que el banco estudiaba trasladar para la isla la sucursal latinoamericana y posiblemente a ella como parte de la junta directiva. Sin embargo, ni una palabra sobre las posibilidades financieras empañó la conversación aquella noche. Ella se había limitado a decirle que quería que la niña estudiara en ese colegio, porque fue allí donde una de sus tías vivió como monja enclaustrada casi toda su vida. Era esa la tía que más quería y por la cual había sido novicia en España.
En La Carreta de 12 y 23 entregó el automóvil en el valet parking y no entró al restaurante sino caminó hasta la esquina para contemplar el edificio que por años había sido el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos —adquirido primero por una firma dedicada al alquiler de locales para consultorios médicos— y la antigua Cinemateca de Cuba, cerrada para siempre porque ya estaban aprobados los planes para convertir toda la zona en el Centro Médico Atlantic —que se extendería por toda la manzana, entre las calles 23 y 25 y desde 11 hasta 12.
Al salir de La Carreta de 23 y 12, luego de un tedioso almuerzo con el nuevo director del Museo Nacional, buscó Zapata, dobló frente al Cementerio de Colón y pasó por la Canastilla Cubana y El Dorado y las otras mueblerías que se habían establecido en esa calle, mientras resultó barato comprar varias casas semiderruidas y acabar de echarlas a piso y edificar grandes almacenes, mientras escuchaba Here Come The Honey Man y luegoThe Pan Piper y luego Solea y dejaba que el lamento de los metales invadiera el automóvil y creciera en ese lamento más agudo de la trompeta de Miles Davis en contraste con las flautas y el pícolo y el arpa que puntuaba las notas, bordándolas para una melodía delicada y fuerte como un encaje metálico, que cobraba fuerza a medida que el drummer iba imponiendo el ritmo en la caja y el encaje se transformaba en la cota de un guerrero que marchaba a la guerra y el redoble incesante cobraba fuerza y el soldado avanzaba hacia la muerte sin saber siquiera que las tumbas quedaban detrás. Imaginó entonces que le hubiera gustado que el drummer fuera Barretico, al que nunca conoció pero del que le hablaba su hermano —pese a que no le gustaba la música cubana, la que nunca oía— y al que admiraba por un par de grabaciones que sabía no tenían nada que envidiarle a Art Blakey o a Phillis Joe Johns o a Max Roach, a los que sí conocía, aunque sabía que jamás escribiría de él —no porque no le gustara la música cubana sino porque ya su hermano lo había hecho— y se olvidó de Miles que seguía acentuando las notas y de los metales en crescendo y dejó que el redoble obsesivo y los cambios de ritmo del baterista que cuadraba y descuadraba el obstinato de la orquesta fueran por un momento la razón de vivir. ¡Miles Davis! ¡Quincy Jones!
Al llegar a la intersección con la Avenida de Rancho Boyeros se alegró de que el tráfico circulara con lentitud pero sin interrupción, porque ya estaba terminado el tramo de la nueva autopista que iba a conectar a El Vedado con la zona de los ministerios. Al detenerse en el semáforo para doblar a la izquierda y bajar por Carlos III contempló el edificio de treinta pisos, construido donde recordaba que en su niñez estaba la terminal de ómnibus interprovinciales. En el edificio tenían sus oficinas muchas de las compañías extranjeras que invertían en la isla. También pudo ver las grúas que se elevaban alrededor y en el centro del sitio en que en menos de un par de años se esperaba estuviera listo el Miami Mall —el mayor del Caribe, que no era mucho decir, y superior a todos los construidos en la costa este de Estados Unidos, que sí era un verdadero récord— y que edificaban en la antigua Plaza Cívica —luego Plaza de la Revolución y donde por décadas los cubanos habían acudido a escuchar a Fidel Castro. El nuevo centro comercial no sólo tendría capacidad suficiente para tiendas por departamentos, como Saks Fifth Avenue, Bloomingdale’s y Macy’s, y sucursales bancarias del Chase Manhattan Bank y Citicorp. También simbolizaría el establecimiento definitivo del capital y el comercio norteamericano en la isla. Y si bien era cierto que incluso durante los dos últimos años de Castro las empresas norteamericanas habían logrado una fuerte presencia en la isla, el nuevo mall —ubicado en el lugar donde en una época se lanzaron las consignas más agresivas contra el capitalismo— consolidaba arquitectónicamente su carácter dominante.
Era también una solución salomónica puesta en práctica por la junta militar, renuente siempre a abandonar los terrenos donde en una época estuvo el Comité Central del Partido Comunista de Cuba —y ahora radicaba el Ministerio de Comercio Exterior— y los edificios que albergaban otros ministerios, como una forma de evidenciar que el proceso puesto en marcha por sus miembros era una continuidad y no un abandono de la línea trazada por Castro al final de su mandato. Continuidad que les aseguraba su permanencia en el poder, aunque en la práctica poco quedaba en el país del antiguo régimen comunista. Si bien era cierto que el Palacio Presidencial había vuelto a ser teóricamente la sede del Gobierno, éste cumplía una función puramente protocolar, ya que el centro de decisiones económicas y políticas se mantenía en los terrenos que rodeaban al antiguo búnker castrista. Por otra parte, desde su llegada al poder la junta había trasladado a esta zona el resto de los ministerios, aduciendo razones logísticas, pero en realidad para enfatizar que el área continuaba siendo el lugar donde se tomaban las decisiones que afectaban a la isla.
Ninguno de los traslados ministeriales fue más controversial que el establecimiento en el área del Ministerio de Cultura. Se había argumentado que dicho movimiento obedecía a la creación de un triángulo cultural, cuyos vértices estaban definidos por la Biblioteca Nacional Reinaldo Arenas, el Teatro Nacional Virgilio Piñera y la Escuela de Letras Jesús Díaz. Por lo demás, el Ministerio de Cultura sólo se dedicaba a organizar unos cuantos eventos internacionales al año, ya que la edición de libros, el teatro, el ballet y la música estaban en manos de empresarios privados. El Ministerio de Cultura era conocido entre los intelectuales como “Dos Viejos Pánicos”, por el hecho de que durante tres años había tenido al frente a dos ministros, como un intento de unir la llamada “cultura de las dos orillas”. Fueron un par de ancianos poetas los que aceptaron esa dirección bicéfala. Uno de ellos había permanecido en la isla y el otro radicado en Miami. Se odiaban a muerte. Pero durante los tres años de concubinato ministerial compartieron muchas tardes y noches, ya que los unía la predilección por la bebida. Era común verlos abandonar juntos recepciones y comidas, casi abrazados para sostenerse mutuamente. Quiso el destino que el poeta de la isla muriera primero. El poeta exiliado le dedicó una oda fúnebre, que incluyó al comienzo de sus Poesías Completas, donde por supuesto se encontraba el libro que años antes el otro había condenado a ser convertido en pulpa.
Un cuentista era ahora el nuevo ministro de Cultura en funciones. Porque sin la ayuda del hombro de su antiguo rival, el poeta del exilio había dado un tropezón fatal a la salida de una comida —donde decían había bebido todo el tiempo. El golpe al caer sobre la calle desierta no había causado la muerte. Fue la coincidencia desafortunada de que en ese momento se desprendió un balcón del edificio que albergaba al restaurante en que había cenado. En los círculos intelectuales todos coincidían en que los verdaderos culpables eran varios escritores españoles de visita en La Habana, que habían insistido en cenar en uno de los “paladares” que aún quedaban en la parte antigua de la ciudad —como recuerdo de los años de escasez durante el castrismo— y que precisamente estaba dentro de un edificio que si no había sido clausurado por completo era por el dinero que pagaba el dueño del paladar para mantenerlo abierto, porque muchos años antes había cenado en ese sitio Pedro Almodóvar y continuaba atrayendo turistas de todo el mundo, que pagaban precios astronómicos por una pésima comida, que era también una de las tantas formas de nostalgia poscastrista que forraba los bolsillos de habaneros y miamenses emprendedores.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.
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