Friday, November 25, 2022

Escribir de política



—Hizo bien en dejar de escribir de política.
—Era muy joven.
El anciano lo miró incrédulo.
—Maduré.
No le importaba que el viejo entendiera su ironía. Pero el hecho de que lo recordara le llamó la atención.
—Eso de hablar mal de Reagan después de muerto fue imperdonable.
—Dije la verdad.
—Nunca se puede decir la verdad. Usted es cubano, como yo. Debe saber que nunca se puede decir la verdad.
—Quería que hablaran mal de mí. Una forma de realizarse en Miami.
—Hizo bien en dejar de decir la verdad. Ahora es famoso
—El famoso es mi hermano.
—Bueno conocido. A mis amigos no les gustaba lo que usted escribía entonces. Creo que alguno se lo dijo al director del periódico.
—Nunca me lo dijeron.
—Esas cosas no se dicen.
—Ahora lo leen más. Me imagino que de vez en cuando hasta lo felicitan.
Poco después de la primera reelección de George W. Bush decidió dejar de criticar al exilio de Miami. No fue sólo el desencanto. El giro del electorado norteamericano —iniciado con la llegada de Ronald Reagan al poder y detenido en parte por los dos períodos de Bill Clinton— era irreversible. Estados Unidos estaba condenado a una dictadura de derecha. Eso era lo que querían los votantes. Sentirse seguros en medio de la opresión. Se preguntaba a veces si esa justificación no era más que una muestra de cobardía.
—Eran tiempos difíciles. Tras la victoria contra Husein llegaron otros atentados terroristas y más guerras. Había que definirse. Hizo bien.
—Por lo menos no me botaron, como parece que lo iban a hacer según dice usted.
—¿Quien habló de botarlo? Vivimos en una democracia. Es lo que no acaban de comprender en Europa. Claro que en tiempos de guerra hay que imponer ciertas restricciones, porque de lo contrario el enemigo se aprovecha.
—Quince años en guerra.
—Y los que faltan mi amigo. Desgraciadamente.
—Bueno, al menos no con Castro.
—Varias veces se discutió si meterle mano. Pero siempre hubo otras prioridades. Eso me decían los amigos de mis hermanos, que en paz descansen.
El ingeniero Santiago G. Ugarte era el menor de los tres Ugarte y el único sobreviviente. Aunque esa mañana de octubre en Rum Key no sabía que le quedaban pocos días de vida. El cáncer avanzaba sin dar señal alguna y dos semanas después del regreso de las Bahamas despertaría una mañana sin ganas de levantarse de la cama. Tres días después sus cenizas partirían rumbo a La Habana en el primer vuelo, para incrementar la tradición del “vuelo de los muertos”, que despegaba puntual al amanecer del aeropuerto de Miami. Un avión cargado de ataúdes, urnas, ejemplares de El Nuevo Herald y el diario Las Américas, ejecutivos y funcionarios. Estos eran los únicos pasajeros que adquirían boletos a esa hora. Todo el que iba de visita o a ver a sus familiares prefería viajar más tarde. Hasta los turistas norteamericanos —incluso los que no vivían en Miami o en Florida conocían ya el hecho— respetaban la superstición de esperar una hora más antes de partir.

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