Wednesday, November 26, 2008

La verdad a salvo



Esta tarde viene gente del ICAIC y tú tienes que estar porque yo no voy a estar —me dijo Alberto.
Quienes venían eran Francisco León y José Antonio González. Luego supe que a José Antonio le decían “Pepe Jruchov ” en otra época, aunque ahora asistía a los inicios de José Antonio en su misión de funcionario progresista, en momentos en que la cultura cubana entraba en su etapa más retrógrada.
Siempre hubo un nombrete acorde a José Antonio —algunos lo llamaban Pepe Antonio, pero es mejor evitar la posibilidad de confundirlo con el patriota de Guanabacoa que luchó contra los ingleses en el siglo XVIII— en cada momento de su vida. “Lloviznita” fue uno de los últimos, porque tenía un programa de televisión en que presentaba una película e interrumpía la banda sonora para intercalar sus comentarios críticos: “Observen la alineación del personaje principal, típica del cine imperialista”.
José Antonio convirtió los cambios de su guardarropa en la explicación más adecuada para entender la decadencia occidental: “La inflación capitalista demuestra la espiral en aumento de una vertiginosa caída del sistema. Mocasines, como los que traigo puesto —por ejemplo— hace un año valían veinticinco dólares en Panamá. Estos, que son los últimos que compré, me costaron cuarenta dólares en Madrid”.
Ya estaba fuera de Cuba cuando me enteré de su muerte. Fue una de las víctimas de un accidente aéreo en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Un avión que se estrelló al despegar. Por años lo consideré una muerte justiciera. Ahora me parece simplemente un acto irremediable: no se puede practicar con impunidad el vicio de perseguir tantos vuelos.
—Esta mañana tuve una reunión con Alfredo y León —me explicó Alberto.
—Tuve que darle un parón a León. Me vino a dar clases de ideología y no permito que nadie venga a darme clases de ideología —. El rostro de Alberto era cada vez más serio mientras hacía el cuento.
—Le recordé que un reloj puede estar parado, pero aún da la hora dos veces al día.
Alberto hablaba en un tono preocupado que no era común en él —siempre sonriente—, por lo que las noticias no eran tan buenas para nosotros, como sospeché luego de saber de la conversación con Fidel.
Habían pasado unas tres semanas desde esa reunión con el Comandante en Jefe, que pocos en el grupo conocían. Ahora —por primera vez desde la creación de los cine-clubs— los funcionarios del ICAIC querían reunirse con nosotros. Es más, venían a las oficinas de Extensión Universitaria. Ellos, que a veces demoraban varias semanas en aprobar una lista de solicitud de películas, de pronto se interesaban en un grupo de estudiantes a los que hasta entonces habían hecho todo lo posible por menospreciar.
Ese interés momentáneo no era bueno para nosotros. Me di cuenta durante la conversación con Alberto esa mañana. Los que asistieron a la reunión lo supieron al caer la tarde, porque los funcionarios del ICAIC llegaron puntuales y se demoraron dos horas en explicarnos que el momento era de prudencia.
Fueron generosos en su paternalismo, pero dejaron en claro que ellos eran los máximos responsables de todas las películas que se ponía en el país, sin importar que fuera una sala universitaria o un cine de barrio.
También nos hicieron saber que si se reunían con nosotros, era para salvaguardar la verdad en tiempos difíciles.
Algunos nombres no se podrán mencionar, pero la verdad hay que decirla siempre. Eso fue lo que nos expresaron, con el orgullo que se siente al salvaguardar la cultura en los momentos de mayor peligro.
—Hace poco tuvimos que hablar de la guerra de Argelia, a raíz de una proyección de La Batalla de Argel —comenzó diciendo León.
—Dijimos que hubo intelectuales franceses que se opusieron a esa guerra —agregó José Antonio.
—No mencionamos nombres —era León quien proseguía aclarando las cosas.
—No dijimos que Sartre fue uno de esos intelectuales —nos explicó José Antonio.
—El nombre de Sartre no debe mencionarse ahora —nos advirtió benévolo León.
—Pero la verdad quedó a salvo para el día de mañana, cuando de nuevo pueda volver a hablarse de Sartre —se adelantó José Antonio.
—El que sabe nos entendió. Por supuesto que nos entendió muy bien —se justificó León.
—La verdad quedó a salvo —dijo José Antonio al tratar de redondear la idea.
—Ustedes y nosotros sabemos que fue Sartre uno de los intelectuales que se opuso a la guerra de Argelia. Hay otros que también lo saben. Pero ese nombre no debe pronunciarse ahora. No es el momento adecuado —volvió a recalcar León.
La repetición resultaba el método apropiado para que los estudiantes aprendieran.
—Igual ocurre entre nosotros. Hay nombres de intelectuales cubanos que no deben pronunciarse ahora —recalcó José Antonio.
—Nadie que haya abandonado el país. Ningún traidor. Ningún contrarrevolucionario. Los apátridas no tienen cabida en la cultura revolucionaria.
León ya no daba clases: advertía.
La palabra “pronunciarse” fue lo que más me llamó la atención de ese discurso. No sólo era negarnos el derecho de hablar de Sartre, de mencionar su nombre. Como buenos maestros, habían encontrado el ejemplo perfecto.
Mencionar al autor de La Nausea cumplía varios propósitos. Su firma había aparecido en una carta de protesta de los intelectuales europeos, en que se pedía la liberación del poeta Heberto Padilla. Hacer referencia a un intelectual francés servía para recordarnos que el ICAIC había tenido razón en preocuparse por nuestra simpatía con el pensamiento y el cine de esa nación europea.
Los intelectuales franceses no estaban solos. Muchos artistas y escritores occidentales habían demostrado que eran incapaces de comprender una revolución verdadera. Y nosotros llevábamos meses alabando sus obras, citando sus ensayos, intercalando referencias de sus novelas en los cine-debates y la revista.
Pronunciarse era algo más que nombrar. Implicaba que no debíamos tomar partido por las figuras que en aquel momento el Estado cubano consideraba enemigos ideológicos. A menos de que quisiéramos convertirnos en traidores. Porque una cosa era salvaguardar la verdad y otra muy distinta era traicionar a la revolución.
Fotografía: un ciclista avanza en medio de la niebla de la mañana, en la provincia de Matanzas, el 25 de noviembre de 2008 (Javier Galeano/AP).

Wednesday, November 19, 2008

Recordando a Pello



Hola, Pello.
—Qui hubo Alex.
Apenas terminaba las palabras. Como si la voz ronca temiera que una mayor efusión la pondría en desventaja. Sin embargo, conversaban a menudo. Pedro Izquierdo —Pello el Afrokán— podía hacerlo porque estaba de regreso del triunfo, y él era el único adolescente que acudía todas las noches a la barra.
La moda del mozambique fue un fenómeno musical. Aunque en su triunfo —a finales de los 60— influyó la política. Una barrera contra la influencia extranjera y una respuesta a la decadencia de la música bailable. El mozambique no era lo que pregonaba —un nuevo ritmo—, sino una derivación de la rumba convertida en espectáculo. Crear un ritmo bailable —un sustituto del chachachá, el son y sus variantes—, tras varios años de incansables repeticiones en la música popular, agobiaba a los creadores cubanos y preocupaba al gobierno. Desprovistos del ambiente nocturno propicio —la bohemia transformada en “decadencia burguesa” y los tocadores de esquinas convertidos en una manifestación del “lumpen proletario”— los creadores e intérpretes se limitaban a repetir “ritmos” de existencia efímera: simples variaciones de la clave cubana, donde un elemento musical anecdótico pretendía justificar el nombre. Más que en el desarrollo de nuevas polirrítmias, Pello se destacó por sacarle partido al “color local” de la música popular. Un derroche de tumbadoras: seis para él al frente. Más de una decena de ejecutantes del mismo instrumento en ambos flancos. Un bombo, sartenes, cencerros, claves y más tumbadoras al fondo. Una sección de metales —trompetas y trombones— completaba una orquesta cuyo concepto no era nuevo. La agrupación no se diferenciaba del conjunto —al estilo del de Arsenio Rodríguez y luego Chapotín—, salvo en que ahora se había magnificado en número, pero no en calidad y fuerza sonora. Con su gorro de piel africano, Pello ofrecía su show: negros sudorosos tocando tambores y varias modelos —las “afrocanas”— dedicadas a enseñar unos pasos simples de baile. El se reservaba una rubia de trenza oscilante y provocadora, mientras todos en la orquesta hacían sonar sus instrumentos, al tiempo que aparentaban una furia primitiva. Despreciaba el mozambique —que para entonces ya había pasado de moda—, pero conversaba a menudo con Pello.
—Valdés, ponle un trago a Alex. Yo lo invito.
—¿Lo de siempre? —dijo Valdés, sin hacer la pregunta.
—Lo de siempre.
Tomó la copa de coñac. La calentó con el contacto de su mano. Un ligero roce y la presión adecuada sobre el cristal ayudaban a que la bebida se intensificara, a tono con la caricia. Valdés siempre trataba de servirle en la copa adecuada. A veces era imposible, porque cada vez quedaban menos.
—¿Qué hago con la que tienes por allá? —ahora sí preguntó el cantinero.
—Déjala, en seguida regreso.
—Felipe II. ¿Verdad que eso es lo que tú tomas siempre Alex? Fundador para mí Valdés.
Pello miraba la botella de Felipe II.
—En mis buenos tiempos me tomaba una de ésas todas las noches —agregó.
El Fundador era más barato que el Felipe II. Le disgustó recordarle a Pello que los tiempos habían cambiado.
—¿Algo nuevo?
—Estoy componiendo. Quiero montar un espectáculo.
—Almeida está en la mesa de diez, comiendo con su familia.
Lo dijo como un alivio. No para Pello sino para él.
—¡Va! Esa gente. Ya no les intereso.
No acertaba con Pello. Al menos no esa noche. Al menos no antes de que ambos se tomaran otras tres copas.
—Tú que andas en lo del cine. Yo también estuve en eso, pero me trataron mal.
—¿Cómo fue?
—Trabajé en una película, pero me trajo mala fama.
Intentó acertar esta vez. Aunque no sabía cómo.
—La tienes que haber visto.
—No recuerdo —mintió.
—¿Viste Memorias del Subdesarrollo?
—Ah, sí, ya recuerdo. La escena inicial.
—El director me engañó.
—Me dijeron que querían filmar a la gente bailando con mi música. Luego pusieron lo del muerto.
—Yo tocaba. La gente iba a verme y bailaba. Si se mataban no era culpa mía.
—Luego han dicho por ahí que nada más iban a verme delincuentes.
—Es sólo una escena inicial, de presentación de la película. No creo que fuera hecha con mala intención.
—Nunca me dijeron que iban a poner lo del muerto. Me trajo mala fama.
Recordó haber oído que cuando Pello fue a París —a presentar el mozambique en el teatro Olympia— varios músicos no pudieron viajar porque tenían antecedentes penales. La mala fama no venía sólo por la película. No debía hacerlo. Recordar era malo ahora. Y no sólo para Pello. Ni pensar en cuando estudiaba en la CUJAE y detestaba a sus compañeros, que se pasaban el día cantando y bailando mozambique. Esos recuerdos no eran buenos para acertar con Pello esa noche.
—Olvida eso Pello, tú eres famoso.
—Ya no.
—Bueno, tú sabes como es la música, con altibajos.
—Estoy preparando un espectáculo que es lo mejor que he hecho. Pero los hijoeputa no me hacen caso.
Pello estaba en un mal momento. Siempre se cuidaba mucho de las palabras que usaba en su presencia. ¿O es que empezaba a considerarlo algo más que un conocido?
—Ya encontrarás una salida. Valdés, repite aquí por favor. Y ponlo en mi cuenta.
Quería zafarse del mozambiquero, pero no veía cómo.
—No me dan los recursos que necesito. Sin eso no puedo hacer el espectáculo.
—Hiiiiijiiiii.
Conocía el grito. Breve e incisivo. Sin llegar a la estridencia. Porque quien lo lanzaba era un hombre educado. Para algunos, sin embargo, resultaba insoportable. Fue su tabla de salvación.
—Voy a darme un baño de juventud.
—Hiiiiijiiiii —y de nuevo el grito para prolongar las palabras.
Extremadamente flaco. Cinco pies y cuatro pulgadas de alto y un rostro arrugado que recordaba a Magoo, el ciego de los comics. Calcular la edad de Ferreto era el recurso infalible, cuando se agotaban los temas en la barra. Quienes lo conocían hacía más tiempo —dos camareros, un barman y dos o tres habituales que apenas le hablaban por considerarlo un viejo comunista— apostaban que no menos de 84 años. Todos parecían interesados en conocer esa edad. Salvo Ferreto y él. Le atraía el contraste entre el cuerpo endeble y la vitalidad que impulsaba al anciano a caminar infatigable de un extremo al otro del bar. A estar parado la mayor parte del tiempo y a hablar y beber sin parar. Venía todas las noche desde la inauguración del restaurante, sin importarle la lluvia y el frío y que su mujer estuviera enferma. Sólo en una ocasión regresó a su apartamento en L, entre 25 y 27, sin poder emborracharse y dando tumbos por la ira. Pero ese día aún no había llegado y para él y para Ferreto el futuro era algo en lo que mejor no se pensaba.

Wednesday, November 05, 2008

La librería Canelo



En pocos meses habían cerrado casi todas las librerías de viejo que conoció al llegar a La Habana. La Económica desaparecida tras unas tablas que cerraban la entrada. Tapadas por la madera las dos grandes vidrieras de los lados. Donde alcanzó a ver libros en exhibición y un día un juego de compases de dibujo —que compró y años más tarde perdería, con la muerte de un amigo al que se los prestó poco antes de que éste se suicidara. Pasarían meses antes de ver una tarde que habían serruchado las tablas. Para construir un pequeña puerta. Luego otro día vio la puerta entreabierta. Un matrimonio joven —por sus caras y cuerpos se notaba que habían llegado hacía poco a la capital— comían sentados en el suelo. Sostenían con una mano los platos de lata, mientras que con una cuchara se llevaban el arroz a la boca. Le llamaba la atención esa pareja, que aún vivían como campesinos en medio de la ciudad. Durante los fines de semana que iba a La Habana Vieja —más por el recuerdo de los meses de su llegada a la capital que esperando encontrar abierta alguna librería o a un vendedor callejero—daba vueltas alrededor de la Manzana de Gómez. Una y otra vez a la espera de que la puerta estuviera abierta y pudiera ver como se iban adaptando los guajiros a su nueva vida. En una ocasión vio a la mujer descalza, fregando una olla tiznada en una palangana de un esmalte blanco descascarado. En el suelo jugaba un bebé de apenas un año, desnudo y sucio. La mirada dura y desafiante del guajiro —que se paró en la puerta una tarde en que él llevaba más de media hora pasando por delante de la improvisada vivienda— hizo que no volviera.
Para entonces no tenía sentido recorrer Obispo y O'Reilly. Estaban clausurados todos los sitios donde a veces descubría publicaciones anteriores al triunfo de la revolución. Nadie quedaba ya en los pasillos de entrada a los edificios, Ningún viejo con un estante de madera o un cordel amarrado de un extremo al otro de una pared. Donde se colgaban las ediciones rústicas. Agarradas por palillos de tendedera como si fuera ropa recién lavada. Seguía de largo cuando veía a alguien con apariencia de mendigo —con varios libros tirados en alguna acera—, porque siempre se trataba de novelas soviéticas y manuales políticos. Sacados de algún basurero o encontrados tirados en la calle. Por los nuevos inquilinos de una vivienda hasta entonces desocupada.
La Librería Canelo —Reina, entre Lealtad y Campanario— era la única que continuaba abierta. Un local estrecho y largo. Había una vidriera a la izquierda —con un búcaro grande de flores de papel, amarillentas y sucias, donde unos libros de derecho anteriores al triunfo revolucionario acumulaban polvo— y una puerta de cristal, sobre cuyo marco aún continuaba funcionando un viejo aire acondicionado, que apenas servía para refrescar un poco el salón en el verano. Era casi imposible esquivar las gotas —de un agua herrumbrosa— que el equipo dejaba caer al que pasaba por debajo. Para entrar a Canelo había que mojarse. Un pequeño mostrador-vidriera —también de cristal, y ahora casi vacío — exhibía dos o tres tomos de las Obras Completas de Lenin en ruso. Siempre sospechó que habían sido colocados allí por los empleados, con la seguridad de que nadie pediría verlos. Una elección acertada, que evitaba las molestias y garantizaba la preservación de la ideología comunista. El resto de espacio disponible para los libros eran dos estantes, que se extendían a lo largo de ambas paredes laterales. Se prolongaban hasta el fondo de la librería. Donde otra puerta servía de entrada a una pequeña oficina. En su interior se encontraban una mesa grande y un escritorio. Sentado en la silla reclinable tras el escritorio, el administrador se levantaba sólo para cerrar a las siete y treinta de la noche. Otras dos personas trabajaban en el lugar. Una era una mujer de unos cincuenta años, que antes había sido vendedora en una quincalla —las tiendas donde con anterioridad se podía adquirir desde un lápiz hasta un perfume, y que ahora estaban desiertas salvo los días en que surtían alguna mercancía de venta regulada. El traslado a la librería era gracias a un certificado médico. Unos decían que estaba “enferma de los nervios”. Otros que convalecía de un infarto y por ello la habían mandado allí. En cualquier caso, se encontraba en el lugar ideal para curarse de sus males, pues allí nunca se formaban grandes colas a la entrada —como en las peleterías o tiendas de ropa. El otro empleado era el antiguo mozo de limpieza. Ahora ascendido a dependiente. Pero aún a cargo de barrer antes de abrir y pasar una colcha sucia por el piso los días que había agua. Ninguno de los dos trabajaban lo más mínimo la mayor parte del tiempo. Pasaban la tarde —al igual que los otros comercios de la ciudad, la librería abría de doce y media del día— conversando con Enrique Labrador Ruiz.

Ir todas las tardes a Canelo y sentarse a conversar con dos que no habían leído un libro en su vida —aunque trabajaban en una librería. Fue el destino de Labrador Ruiz durante sus últimos años en Cuba. Autor de Conejito Ulán, uno de los mejores cuentos fantásticos de la literatura cubana. De varias novelas “gasiformes”. Obras de vanguardia que nadie recordaba. Pasaba el tiempo a la espera del viaje que lo llevó a Miami. Donde vivió pobre, olvidado y abandonado. Pese a los esfuerzos de Cabrera Infante para que la ciudad le gestionara una pensión. Y a uno o dos libros que logró publicar antes de morir.
Labrador Ruiz. Su figura alargada perdida tras la vidriera de cristal. Se sentaba en una silla y sus largas piernas querían sobresalir más allá del cristal. Nunca debió mirar hacia los libros de Lenin. Con una cara risueña, daba la impresión que no le importaba que quienes entraban a la librería no lo reconocieran. ¿Cuántos que entraron buscando una novela o un libro de cuentos supieron que ese hombre era un escritor conocido? Se limitaba a hacer el papel de vecino. Vivía en la misma calle Reina, a unas pocas cuadras. No era difícil imaginarlo en una bodega de esquina, comentando el último chisme del barrio. Jamás una palabra de política. Ninguna referencia literaria, salvo cuando hablaba entre conocidos. Se limitaba a dejar pasar el tiempo de la espera. Cuanta constancia para abandonar un país en que había logrado destacarse. Para irse y nunca más regresar. No parecía que la literatura se hubiera olvidado de él. Todo lo contrario. Era él quien había decidido abandonarla. O al menos aparentar una impresión de abandono que le permitía mantenerse invulnerable. Esa distancia de abandono al descuido era su mayor fortaleza. Una fortaleza que logró conservar en Miami. Para morir de forma callada. Empeñado en asegurarle a todo el mundo en que no había nada por lo cual preocuparse. Que simplemente quedaba un escritor menos en el mundo.
El tercer hombre en Canelo era el administrador. Había sido el propietario de la Librería Martí, una de las mejores de La Habana y que él apenas logró ver a las pocas semanas de llegar a La Habana. De apellido Martínez —nunca lo conoció y puede que el nombre fuera otro y que no fuera dueño de nada y sólo es verdad el verlo sentado tras el escritorio o mirando los libros que mantenía guardados en un estante a sus espaldas—, pasaba las tardes encerrado en la pequeña oficina del fondo sin hablar con nadie. Sólo salía a la hora del cierre. Había un pequeño presupuesto para la compra de libros, que se realizaba al contado. En ocasiones pasaban los meses sin que se firmara la orden de entrega del dinero. A nadie le preocupaba porque pocos acudían a vender libros. Cuando tenía fondos y coincidía que esa semana llegaban a la librería dos o tres con grupos de libros a vender —que no se limitaban a manuales de marxismo, literatura soviética y textos de derecho en desuso—Martínez seleccionaba los ejemplares que luego pondría a la venta. Decomisaba los títulos prohibidos —según una “lista negra” renovada periódicamente por el Instituto del Libro— sin decir nada al que los traía y separaba cualquier ejemplar valioso. Con los años logró reunir una colección valiosa de primeras ediciones de libros cubanos, a la espera de la autorización para entregarlos a la Biblioteca Nacional. La entrega nunca se produjo, porque Martínez —persona meticulosa en extremo— exigía que el traspaso se realizara con la debida documentación y los funcionarios del Ministerio del Comercio Interior, el Instituto del Libro y la Biblioteca Nacional no lograban coordinar la reunión para redactar un simple papel que certificara la adquisición. Aunque nunca tomaba vacaciones, el administrador enfermó durante dos semanas. Durante su ausencia, quedó a cargo de la librería el mozo de limpieza. Dio la casualidad de que una tarde llegara al establecimiento un funcionario encargado de supervisar la venta de mercancías en el área. Le pareció sospechoso encontrar un estante lleno de libros al fondo, mientras los del frente estaban vacíos. Sin duda se trataba de un acaparamiento y tomó nota en su agenda. Ordenó que al día siguiente se pusieran a la venta esos libros. Unos pocos afortunados pudieron adquirir a dos y tres pesos ejemplares únicos de los siglos XVII, XVIII y XIX. Martínez, alejado de la librería por un simple catarro, regresó para ver que la colección acumulada durante varios años había desaparecido. A los pocos días sufrió un infarto y terminó retirándose.

Juan Carlos sostenía la cucaracha muerta sujetando con firmeza las patas traseras. “¿Y qué me dice de esto señora?” La mujer miraba asombrada. “Es la primera vez que veo una en esta casa.” La respuesta no bastaba para convencer a alguien como Juan Carlos. “Eso no quiere decir nada, señora mía. Estos repulsivos insectos no se dejan ver con facilidad. Lo sospeché desde que entré. La casa debe estar llena de ellos, aunque usted no los haya visto. Se esconden en los lugares más recónditos. Espero que nunca deje la comida fuera del refrigerador. No se ha dado cuenta, pero la ropa, que se ponen los que viven aquí, los platos en que comen, las camas en que duermen, cualquier superficie de este hogar ya ha sido recorrido una y mil veces por otras cucarachas como ésta. No tiene más que verla de cerca. Ha muerto de vieja. De seguro sus descendientes salen de noche y se pasean por todos los rincones sin que usted se dé cuenta.” La mujer sólo acertó a mirar con asombro y murmurar algunas palabras. “¡Ay Dios mío!” Conocía el truco de otras visitas —durante los fines de semana— a casas donde alguien estaba dispuesto a vender algunos libros. “La solución son unos polvos que vende un amigo mío. Precisamente acabo de comprarle una cajita. Trabaja en Relaciones Exteriores y es el veneno que usan para proteger de insectos las casas de los diplomáticos. Le aseguro que desde que comencé a poner este polvo por los rincones de mi casa, mi familia se vio libre de cucarachas, comejenes y hormigas. Es un veneno que se compra en dólares y sólo lo tienen en las casas de protocolo. Mi amigo, que es fumigador, apenas consigue un poco para él y sus amigos.” No siempre el polvo era igual. En ocasiones tenía ácido bórico, las más simple talco, tiza para escribir en los pizarrones de las escuelas pulverizada y cuando no había otro material a mano un poco de arena mezclada con material de repello para las paredes. Juan Carlos no dejaba que el cliente potencial se acercara demasiado al producto, lo tocara e incluso lo oliera. “Mucho cuidado. Es extremadamente venenoso. Tiene que asegurarme que donde lo ponga queda fuera del alcance de los niños. Ya yo estoy acostumbrado a manipularlo en mi casa. Por eso me brindo a ponerlo aquí. Pero le advierto que no lo toque ni lo retire por los próximos seis meses, para aprovecharlo al máximo.” La gente terminaba comprando el “veneno” porque Juan Carlos les aseguraba que éste no faltaba en la casa de los extranjeros. “Si quiere le cedo esta cajita. Son veinte pesos. En resumidas cuentas, a mí aún me queda suficiente en mi casa para los próximos quince días y para entonces seguro vuelvo a ver a mi amigo.”
No había semana en que Juan Carlos no apareciera por su apartamento para proponerle ir a El Cotorro, Rancho Boyeros, Guanabo o Santiago de las Vegas, en busca de alguien que quería vender unos cuantos libros. A veces iban más lejos, hasta San Antonio de los Baños y Guines. Había que destinar todo un día para esos recorridos. Esperar durante varias horas por un ómnibus. A los lugares más distantes no bastaba con uno y a medio trayecto tenían que regresar —cansados y sin esperanza de llegar al destino antes de la medianoche— o se quedaban en la estación terminal de algún pueblo hasta que amaneciera y al día siguiente reanudar el viaje. Comprobó que los habaneros tenían razón en llamar “campo” a todo aquello que existía fuera de la ciudad. Bastaba con los nombres de esos pueblos para darse cuenta que era imposible encontrar en ellos algo que se apartara de la estulticia campesina. Bauta, Caimito del Guayabal, Alquízar, Quivicán, Guira de Melena, Madruga, Aguacate.
Por lo general regresaba a su apartamento en El Vedado lamentándose de haber acompañado a Juan Carlos. En muchas ocasiones no encontraba libro alguno que le interesara. Nunca comía por el camino. Si es que encontraban algo que comer. Su acompañante siempre se las ingeniaba para entrar en cualquier fonda o pizzería. Compartiendo la mesa con quien que tenía un turno, a cambio de darle alguno de los varios artículos que siempre llevaba en una mochila sucia: pomos con dos o tres onzas de café, vasos, ceniceros, navajas de afeitar, pedazos de jabón, rollos de papel higiénico y libretas. Por lo general era él quien pagaba los pasajes y siempre temía que iban a acabar metiéndose en un lío.
Juan Carlos no sólo aprovechaba las visitas para vender sus inocuos venenos para cucarachas, sino que trataba de estafar de las más diversas formas a todo aquel con quien conversaba. Al llegar a la casa de la persona que vendía los libros —meta del largo recorrido—, parecía desentenderse de inmediato de la razón de su visita. Demoraba el darle un vistazo a los ejemplares en venta e iniciaba un interrogatorio que en más de ocasión estuvo a punto de ponerlos a ambos de paticas en la calle. Si había otras ocas en venta. ¿Tenía también discos? ¿Estaba en venta ese sillón? ¿Y ese cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, cuánto quería por él? Pedía café y agua, con el objetivo de que el dueño de la vivienda los dejara solos por un momento y entonces recorrer la sala, lanzarse sobre el puñado de libros si estaban a la vista y ver si podía llevarse algo sin que el propietario se diera cuenta.
No todos los vendían unos cuantos libros los habían leído o se interesaban por la literatura y la historia. Pero más de una vez comprobó su tendencia hacia emitir juicios a la ligera. Una tarde fueron a Regla. Juan Carlos acaba de conocer en la Biblioteca Nacional a un joven negro de unos veinte años, que le había dicho que tenía en venta casi cincuenta libros de literatura norteamericana. Por la relación de títulos que el individuo había mencionado, se trataba de obras muy difíciles de conseguir. A llegar tuvieron que esperar casi dos horas. Casi se iban a marchar cuando apareció el negro. Luego de hablar un rato supieron que trabajaba de fregador en la terminal de ómnibus interprovinciales, que quedaba a unas cuadras de la biblioteca. Finalmente el otro se decidió a mostrar los títulos. Había novelas de Nathanael West, Vladimir Nabokov, John Updike y Robert Graves. Libros de poemas de Ezra Pound y William Carlos Williams. Ensayos de Gillo Dorfles y Johan Huizinga. “Los vendo porque los he leído todos. Ya no me interesan.” Los precios eran elevados y a todos los libros los unía una característica: los cuños en sus páginas de la Biblioteca Nacional. Se decidió por una novela de un escritor que acaba de descubrir, La Mansión de William Faulkner. Juan Carlos se la había recomendado. “Tienes que leer La Mansión. Es lo mejor de Faulkner.” Al regreso el negro los acompañó. Dio la casualidad que se sentaron juntos. No le gustaba el individuo, porque le recordaba a otros parecidos que estudiaban con él en la universidad y antes durante la segunda enseñanza. Pensaba que estaba al lado de un simple ladrón de libros. Quiso comprobar si era verdad lo que le había dicho. “¿Qué te pareció La Mansión?” Su conocimiento de Faulkner se limitaba a Mientras Agonizo, publicada en la isla, y Pylon, adquirida un portal de O'Reilly durante sus primeras semanas en la capital. “Es muy buena.” De sus otras obras sólo conocía lo escrito por John Brown en el Panorama de la Literatura Norteamericana. “¿Mejor que Pylon?” Tampoco conocía sus cuentos. “¡Por favor! Pylon es la obra de un principiante. Tiene que meterte en el ciclo de novelas que giran en torno al condado de Yoknapatawpha si quieres conocer a Faulkner” Decidió mirar por la ventanilla durante el resto del viaje.
Una vez fueron a Marianao, a ver a un hombre de unos cincuenta años, que vivía solo y había decidido vender su biblioteca poco a poco, para sacar el dinero suficiente que le permitiera dedicarse todo el tiempo a escribir una historia del cine norteamericano. Cuando conoció el plan de quien tenían delante le pareció absurdo. Era imposible escribir en Cuba sobre un cine que estaba casi completamente prohibido exhibir. Pero el otro contaba con su memoria, un archivo lleno de recortes de periódicos y la generosidad de sus amigos en el extranjero, que le escribían largas cartas contándole los últimos estrenos. Por supuesto que la mayoría de las cartas no llegaban al destinatario, pero éste se las arreglaba con las que recibía para redactar su obra. Juan Carlos interrumpió la descripción del capítulo dedicado a la Serie Negra de los años cincuenta. “¿No hay café. Es para mí. Alex no toma café fuera de su casa.” El historiador detuvo su análisis sobre la actuación de Humphrey Bogart en El Halcón Maltés para una aclaración y luego pasó a explicar las similitudes entre ésta y el papel desempeñado por el actor en El Sueño Eterno. “No tomo café. Mi cuota se la mando a mi hermana, que vive en Matanzas.” El dudaba si comprar un libro de cuentos de Hawthorne, porque el precio de veinte pesos le parecía excesivo. “¿Té entonces?” Sólo conocía uno de los relatos, Wakefield. La historia del hombre que desaparece de su hogar durante veinte años y se dedica a espiar a la esposa —para al cabo de ese tiempo entrar por la puerta como si no hubiera pasado nada— le atraía poderosamente desde la primera vez que la leyó durante el bachillerato. “Frío. Hay una jarra en el refrigerador. Ve a la cocina y sírvete.” Esperaba que el otro dejara de hablar sobre cine para hacerle una propuesta. Pero estaba seguro que iba a acabar cediendo, que pagaría los veinte pesos sólo para volver a leer ese cuento. “¿Toma mucho café tu hermana? Casualmente tengo conmigo un pomo con cinco onzas de café en polvo. Podríamos llegar a un acuerdo.” Desde el primer momento se dio cuenta que el dueño del apartamento era homosexual. Le preocupaba también que no se ocultara para decir que estaba a la espera de la salida del país. Tenía la baja laboral y buscaba la manera de sacar por una embajada los capítulos que ya tenía escritos de su libro. “¿Encontraste una cucaracha? No te preocupes, hay montones.” Al salir, llevaba el libro de Hawthorne. No se había equivocado. Por veinte pesos ahora podía volver a leer el cuento. Juan Carlos estaba molesto. Mientras esperaban el ómnibus en la parada, se lamentó del tiempo perdido. “Clase tipo. ¿Sabes lo único que tenía en el refrigerador? Un pomo con agua y una jarra sucia con un poco de té. Ni lo probé''.
Fotografía: un hombre revisa libros de uso en La Habana (Archivo).

Thursday, October 30, 2008

Azúl y negro



—A ver, ¿cuál es el mejor libro de historia de Cuba?
—El de Ramiro Guerra. Aunque creo que ahora hay otros, como el de Ibarra y Le Riverend.
—No hablo de manuales. Te pregunté por libros.
—¿Cuál es?
All the Best in Cuba de Sydney Clark. ¿No lees inglés? Deberías aprenderlo.
—¿Es un libro de historia?
—¿Y quien dice que la historia se aprende en los libros de historia? Es una guía turística.
Nunca había visto una guía turística sobre Cuba, ni en inglés ni en español. Sólo conocía su viejo mapa.
—Nadie como ese americano para captar la realidad de este país. Y después gritan que nos despreciaban. Clark dice que al lado de la travesía de Gómez y Martí para llegar a Cuba y unirse a la guerra, y luego el desembarco por Playitas, el famoso cruce del Delaware por Washington no pasa de ser un simple evento deportivo. ¿Te imaginas a un americano diciendo eso? ¿Quién era el dueño del Sloppy Joe’s? ¿Un americano? No señor. Un gallego llamado José Abeal Otero. El de Cayo Hueso surgió luego del de La Habana. Después Hemingway lo hizo famoso y todos hablan de la penetración imperialista. Siempre hemos sido buenos en tres cosas: en crear música, en hacer tragos y en fabricar héroes. Sangre y Sandunga. Esa es la batalla que siempre se ha librado en Cuba. Quiero ver quién va a resultar vencedor al final. Por eso no me voy.
Para él no cabían dudas sobre el vencedor. Meses atrás, en la barra de El Monseigneur, había escuchado un discurso de Fidel Castro donde anunciaba el cierre de los bares, la extinción de cualquier pequeño negocio privado, hasta de los puestos de frita callejeros, el fin de la vida nocturna y los clubes y cabarets. Si los restaurantes de lujo seguían abierto —el propio Fidel lo había expresado claramente— era para sacarle el dinero a los pocos viejos siquitrillados que quedaban en el país. Al irse muriendo éstos, irían cerrando para dar paso a comedores obreros y cafeterías populares. No se lo dijo todo a Vera, pero lo suficiente para que éste repondiera:
—Hay un cuadro que me gusta mucho. Es de un pintor flamenco. Se llama El combate entre el carnaval y la cuaresma. Lo vi en Viena cuando era un adolescente. Pues bien, en Cuba nunca ha existido un combate entre el carnaval y la cuaresma. Eso es propio de los países donde impera la tradición protestante. Nuestra cuaresma es también un carnaval. Lo que siempre hemos tenido es un vaivén entre el carnaval y la matanza, un movimiento pendular entre la rigidez y el desenfreno.
—La época de las mulatas con maracas ya pasó. Para bien y para mal —agregó él.
—No lo creo ¿Conoces la filosofía de Nietzsche? Ahora no se menciona. Nietzsche habla de lo apolíneo y lo dionisíaco, porque era alemán y no cubano. Los cubanos sólo conocemos lo dionisíaco. Claro que Dionisio no sólo era el dios del vino y la orgía, sino también un asesino y un vengador terrible.
—Estamos sumidos en la austeridad. Este restaurante, todos los restaurantes de lujo, sobre todo El Monseigneur, no son más que una aberración que irá desapareciendo de este país, que cada día se parece más a un inmenso cañaveral. Mi problema es que tengo un desfasaje en el tiempo. Me siento más viejo de lo que soy. Participo de la decadencia y me gusta. Pero reconozco que paso las noches dentro de un mundo que se acaba. Añoro la generación anterior a la mía. Quisiera haber sido adolescente en los cincuenta, disfrutado de la vida nocturna habanera, haber tenido la oportunidad de incorporarme a la lucha contra Batista. Ahora todo es soso y formal. El heroísmo es organizado: ser miliciano, hacer guardia, ir al campo. Ni siquiera tuve edad para combatir durante los primeros meses de la revolución. Me hubiera gustado ir a Girón. Mis padres no me dejaron ser Boy Scout cuando niño. Dijeron que era muy chiquito. Y cuando ya no fui muy chiquito, tampoco me dejaron ser explorador ni joven rebelde, porque ya habían botado a los curas y los Boy Scouts estaban en Estados Unidos mandados por los padres para que no les quitaran la patria potestad. Y luego fue demasiado tarde, porque al que no le interesaba ser joven rebelde, que ya no era joven rebelde sino joven comunista, era a mí.
—No tengas envidia por mi generación. Es una generación maldita.
—¿Por hacer la revolución?
—La revolución no es más que la consecuencia. Somos la generación que más daño le ha hecho a este país. Un grupo de resentidos y envidiosos. Eso es lo que somos. Siempre criticando a los americanos. En este país a nadie se le ha ocurrido hacerle un monumento a Horatio Rubens, que fue el que exigió que en la Joint Resolution del Congreso de Estados Unidos quedara establecida la libertad de Cuba. A lo mejor ni siquiera sabes quién fue. No te lo critico, porque nunca te lo deben haber enseñado. Años y años protestando contra la Enmienda Platt, sin preocuparnos por aprender a gobernarnos bien. Mi generación es la culminación de tanto resentimiento inútil. Ojalá y nunca nos hubiéramos independizado de España. Los patriotas lo único que han hecho es joder a esta isla. Verdad que los españoles no eran unos santos. Pero lo que vino después fue peor. No nos cansamos de protestar, y ahora tenemos un hijo de gallego que no nos deja levantar la cabeza y hace bien. Nos lo merecemos.
De tener más años habría respondido que jamás había escuchado una reafirmación más revolucionaria en un lenguaje más gusano, y compartido el pesimismo de Vera —mucho después, ya en Miami sentiría con frecuencia la necesidad de escribirle o llamarlo por teléfono, de decirle que aquella tarde en La Torre tenía razón. Pero nunca lo hizo porque sabía que Vera estaba muerto, que a finales de los setenta, luego de vegetar por seis meses en un hospital y de recuperarse parcialmente tras una trombosis, un infarto evitó a tiempo un deterioro mayor en aquel hombre nacido para triunfar y cuya vida transcurrió mayormente en la frustración.
Entonces sólo le dijo:
—De cualquier forma, hubiera preferido nacer quince años antes.
—No lo creas —se limitó a responder Vera. Quizá sintió lastima por él, porque luego de acabar el trago agregó:
—Representas a la avanzada del futuro. Tú problema es que nunca te lo reconocerán.
Fotografía: El Malecón de noche.

Tuesday, October 28, 2008

Blanco sobre negro



Tengo en mis manos el programa del ciclo El Racismo en el Cine. Repaso la lista de películas y luego de más de treinta años compruebo su valor. Pero nadie que no vivía en La Habana por entonces podrá entenderlo. ¿Qué le dicen estos títulos a quien ha visto algún cine? No son obras cinematográfica únicas. No hay una vanguardia que asombre, una estética revolucionaria que entusiasme o infunda temor. En su mayoría son cintas comerciales. Prescindibles a la hora de estudiar el desarrollo de los géneros, las teorías fílmicas y las escuelas. Nada de importancia, salvo una sala llena de estudiantes, que por una noche se sentían felices.
Películas norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta: Rencor, Mi Pecado Fue Nacer, Gigante, El Odio Es Ciego, Sangre Sobre la Tierra e Imitación a la Vida. Una de 1939: El Hijo de Tarzán. Dos de los sesenta: Sargento Búfalo y Lo que No Se Perdona. Varias de los países socialistas: Comercio en la Calle Mayor, El Profesor Mamlock, Estrellas y Romeo y Julieta en las Tinieblas, que los estudiantes consideraban simples rellenos. Un corto cubano, Now, y una película boliviana, Yawar Mallku. Una francesa de 1959: Escupiré Sobre sus Tumbas.
La lista dice poco hoy, pero algunos títulos eran un mito entonces en Cuba. Tres cintas se mencionaban obligatoriamente siempre que salían a relucir las películas con desnudos. Muchos las habían visto antes del primero de enero de 1959, pero ninguno de nosotros conocía a alguien que lo hubiera hecho. Apenas nos atrevíamos a hablar del cine erótico y no existían las películas pornográficas. Sí sabíamos de la existencia de las “novelitas de relajo” y de los cortos con mujeres desnudas y escenas de fornicación más o menos múltiples —que creíamos se exhibían, antes de que los cerraran, en el teatro Shanghai y en un par de cines del barrio chino. Todo se reducía a una fábula donde se mezclaban la imaginación y el deseo. En cambio, estas tres películas eran reales. Sus títulos aparecían mencionados en reseñas y libros de cine. En la Universidad todos queríamos verlas. Se imponían más allá de la ideología. Como obedientes seguidores de la moral comunista, no criticábamos que no existiera una sala que las pusiera, pero al mismo tiempo nadie ocultaba el deseo de asistir a la función el día en que —logrando vencer la censura del ICAIC— alguien las proyectara. Eran Las Hijas del Mercader de Caballos, El Trueno Entre las Hojas y Escupiré Sobre sus Tumbas.
Me he quedado con las ganas. Sigo sin verlas, aunque ahora El Trueno Entre las Hojas, con Isabel Sardi, apenas despierta mi atención: una versión latinoamericana de Extasis de Hedy Lamarr. Pero en 1970 el anuncio de que pondrían Escupiré Sobre sus Tumbas fue motivo más que suficiente para considerarme un afortunado de tener la tarjeta que me permitía entrar al ciclo.
Lo más importante era ver todas esas películas norteamericanas —el ciclo era en su mayor parte de cine norteamericano, ese era su principal atractivo— que estaban prohibidas en Cuba. Y en este sentido el plato fuerte resultaba la película de Tarzán. No por su valor cinematográfico sino porque Tarzán era el personaje favorito a la hora de señalar el ejemplo perfecto de un cine racista, del que los jóvenes cubanos estaban a salvo. Hasta los profesores y técnicos soviéticos —que brindaban su asesoramiento a la Universidad de La Habana— se acercaron diligentes a la Sección de Cine y solicitaron las codiciadas tarjetas. “Tarzano, queremos ver la película de Tarzano”, dijo más de uno en una súplica raramente escuchada a un miembro de una sociedad más avanzada que la cubana.
Pocos años después el ICAIC levantó el veto a algunas de estas películas. Las exhibió en cines comerciales y de arte. Repetidas veces pusimos en los cine-clubes universitarios Lo que no se Perdona. Cintas como Gigante se presentaron en diversas ocasiones en la Cinemateca de Cuba. Sin embargo, hubo una que entró en la lista negra, donde se mantuvo por varios años. Curiosamente no era norteamericana sino checa. Luego del ciclo El Racismo en el Cine, más de una vez solicité Comercio en la Calle Mayor, para encontrarme siempre ante un pretexto que intentaba justificar que ninguna copia estuviera disponible: proyecciones fuera de la capital, carretes deteriorados, devoluciones retrasadas, préstamos incumplidos, rollos extraviados. Hasta que un día llegó una respuesta categórica: por orden de la oficina de Alfredo Guevara, estaba prohibida la exhibición de la película de Jan Kadar. No se podía hablar del exterminio judío en una isla cuyo gobernante se había aliado con los países árabes para lograr la presidencia de los Países No Alineados.
El ciclo no estuvo libre de frustraciones. Nos quedamos con las ganas de ver Escupiré Sobre sus Tumbas y El Hijo de Tarzán. Esta última fue sustituida por otro Tarzán que produjo más risa que entusiasmo. En el caso de Escupiré Sobre sus Tumbas, no sé si se impuso la moral socialista o la desidia, pero la respuesta fue que no estaba en condiciones de ser proyectada.
Cada función que anunciaba una película norteamericana fue precedida por la expectación. Nunca se sabía si ésta iba a llegar a la pantalla. Aunque el ICAIC había autorizado el préstamo —y la exhibición se realizaba en su sala principal, con equipos especiales acondicionados para poder pasar copias en un pobre estado de conservación— a última hora podía surgir un inconveniente: la cinta estaba tan deteriorada, que ni siquiera en los proyectores de la Cinemateca podía pasarse sin que se hiciera trizas. Entonces se mostraba un sustituto cualquiera y muchos se iban disgustados de la sala. La incertidumbre creció en ciclos posteriores, cuando se extendieron los cortes eléctricos y hubo que aguardar hasta dos horas a veces, con el temor de que la electricidad no regresara a tiempo para ver la película.
La espera era angustiosa. Por regla general no había certeza de si se produciría un apagón. A veces ocurría antes de iniciarse la proyección, otras en mitad de la película. Entonces había que abandonar el local, ya que era casi imposible respirar en su interior, por la falta de aire acondicionado. Se perdía la luneta codiciada y sólo quedaba cruzar los dedos con optimismo, a la espera de que la electricidad volviera antes de las diez y media —a más tardar a las once de la noche, si la película no era muy larga o había sido interrumpida más allá de la mitad— que era la hora tope señalada por los proyeccionistas para reiniciar su labor. Los apagones fueron tan frecuentes durante un ciclo posterior del Cine Negro, que los estudiantes le cambiaron el nombre por “Cine Oscuro”.
Un día Naito propuso:
—¿Por qué Mora no llama a la compañía de electricidad y dice que estamos poniendo un ciclo de Cine Negro, que no nos corten la luz?
El pedido sólo despertó burlas, pero fue una demostración de la fe en el poder de Alberto Mora.
Pese a los cambios, el ciclo de El Racismo en el Cine fue un triunfo. El inicio de un trabajo serio pero limitado de educación cinematográfica.
Brindar una información sin censura. Aún me asombra que durante casi dos años lográramos hacerlo, en un momento en que cada día se cerraba más el país al exterior y aumentaban las limitaciones. Algunos de nosotros fuimos cerrando puertas a medida que creció nuestra influencia. Nos convertimos en nuestros propios censores y en censores ajenos. Yo entre ellos. Pero al inicio prevaleció la apertura. Hojeo el programa de nuevo y encuentro opiniones de Ariel, del periódico Información, y de René Jordán. Ambos críticos ya estaban en el exilio. Sólo se omitió el nombre de Guillermo Cabrera Infante. Sus opiniones fueron referidas como pertenecientes a la revista Carteles —donde originalmente aparecieron las crónicas reunidas luego en Un Oficio del Siglo XX. Aunque bajo un recurso de identificación que no dejaba de ser una fórmula de censura, no se prescindió de las crónicas de G. Caín.
Vuelvo de nuevo a la razón que considero fue uno de los motivos fundamentales para que el ICAIC nos declarara la guerra. Primero de forma más o menos encubierta y luego frontal. No se trató de un enfrentamiento ideológico —en el sentido de estar a favor o en contra de un determinado cine y de una forma de analizar la cinematografía en su conjunto— sino de un episodio de dominación cultural. No éramos unos descarriados; simplemente no formábamos parte de su cofradía.
En los años sesenta hay una crisis en el cine norteamericano que lleva a su transformación total. Disminuye de forma drástica la taquilla y se reduce considerablemente la producción. Casi diez años más tarde, a comienzos de los setenta, en Cuba aún éramos ignorantes de ese proceso. El cese de la importación de películas norteamericanas —a consecuencia del embargo de Estados Unidos hacia la isla y la carencia de divisas— brinda una oportunidad dorada al ICAIC para justificar su hegemonía. Nuestra educación cinematográfica fue incompleta y anticuada. Descubrimos el Neorrealismo cuando hacía muchos años que carecía de importancia. Fuimos fanáticos de La Nueva Ola francesa en momentos en que ésta estaba completamente extinguida. Nos entusiasmamos con un cine británico que apenas sobrevivía. Nuestros criterios tenían veinte años de atraso y no lo sabíamos.
Basta contemplar la última sección de Un Oficio del Siglo XX. Salvo las dos reseñas a Los Cuatrocientos Golpes, poco hay de valor en cuanto a crítica de cine. Caín alcanza su culminación como crítico cuando deja de serlo: convertido en el escritor que utiliza la crónica cinematográfica para hacer ficción. Cada vez habla más de él y menos de las películas. Es una muerte a plazo fijo. A partir de 1959 escasean los filmes que merezcan una mención en el libro. Las últimas “crónicas” alcanzan la plenitud dentro de una categoría periodística que al inicio algunos habían considerado no era más que un recurso para distanciarse del resto de la crítica. El contar se convierte en un fin y no en el medio que lleva al análisis de la película.
La década que pronto ve el fin de G. Caín resulta fundamental para el cine que se realiza en Estados Unidos. Más por la transformación del medio que por la cantidad de películas importantes producidas. Sólo que este número reducido de cintas no se vieron en Cuba hasta años después. Yo al menos vi la mayoría de ellas con unos treinta años de tardanza, al llegar al exilio.
Pycho (1960), The Manchurian Candidate (1962), The Man Who Shot Liberty Valance (1962), The Birds (1963), How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964), The Graduate (1967), Bonnie and Clyde (1967), 2001: A Space Odyssey (1968), The Wild Bunch (1969), Easy Rider (1969), M*A*S*H (1970), McCabe and Mrs. Miller (1971), Little Big Man (1970), Soldier Blue (1970), Clockwort Orange (1971) no fueron exhibidas en su momento de estreno.
¿Cómo pretender entonces que pudiéramos ser críticos de cine?
La paradoja es que, por otra parte, logramos adquirir una vasta cultura cinematográfica. Se me han escapado pocas películas silentes de valor. He visto multitud de cintas francesas anteriores a la Nueva Ola y casi todo lo que la censura permitió del cine soviético y de los países socialistas —es decir, la mayoría salvo apenas una decena de excepciones notables—, buena parte del nuevo y el viejo cine español, el noventa y nueve por ciento del Cinema Novo brasileño y la totalidad del cine cubano salido de las bóvedas antes de 1980.
El problema es que fue una cultura adquirida a destiempo. Estuvo marcada por películas y no por la transformación del cine en su conjunto, en el momento en que ocurría.
No fue sólo la ausencia de la producción norteamericana de los años sesenta y comienzos de los setenta lo que lastró nuestro aprendizaje. También la censura impuesta a la casi totalidad de las películas sonoras hechas en Estados Unidos. La demora en ver filmes europeos de importancia. La falta de libros y revistas sobre el cine. Eramos unos privilegiados, en posesión de pases anuales que nos permitían entrar gratuitamente —con un acompañante— a todas las funciones de la Cinemateca. Estudiantes que podíamos pedir la proyección de una película, para verla nosotros solos en las dos salas de cine de la Universidad. Invitados especiales (si tal distinción era posible en Cuba más allá de los círculos del Partido y el Gobierno) en cualquier cine-club de La Habana. Pero con el deseo siempre insatisfecho de la mayoría de las veces no poder entrar a los únicos sitios que nos estaban vedados: las pequeñas salas de proyecciones del edificio del ICAIC, donde imaginábamos que se podía disfrutar todo el cine de todo el mundo.
El mito del ICAIC como una bóveda enorme de películas era alimentado por los directores y los pocos críticos que escribían en periódicos y revistas. Allí estaba —no literal sino cinematográficamente— todo. Y entre tantos tesoros vedados, una copia de Lo que el Viento se Llevó. La leyenda que unía a los asistentes semanales a las funciones del cine-club y a quienes acudían a cualquier cine a ver cualquier película, por ser una de las pocas diversiones al alcance de todos. El filme que el ICAIC negaba poseer, sin apaciguar el rumor de que en realidad estaba en las bóvedas, encerrado en un cuarto secreto al que sólo se podía llegar con una orden firmada por Alfredo Guevara. Las cintas prohibidas de los países socialistas. Las películas que algunos directores norteamericanos dejaban tras su paso por La Habana. Todo a disposición de unos pocos.
Lo que no estaba en la bóveda del monopolio del cine en la isla, podía verse en el extranjero. No había director del ICAIC que mientras hablaba de sus proyectos —enfatizando siempre la importancia del cine latinoamericano y la necesidad de hacer películas para las masas y del arte como arma fundamental en la lucha ideológica— no salpicara la conversación con referencias a las cintas cuya exhibición habían presenciado durante un festival o una visita al exterior. La revista Cine Cubano aparecía llena de fotogramas de filmes que siempre conocíamos por el oído y nunca por la vista. Ellos, para nuestra envidia, eran los dueños de un paraíso sin entrada.
Contra esa maquinaria era imposible competir. Pero al ICAIC no le bastaba. Sus funcionarios despreciaban a los que queríamos ver cine norteamericano y argumentaban que éste estaba liquidado. En cierto sentido tenían razón, pero gracias a una lógica perversa. El cine de los años cincuenta estaba muerto. El que se hacía en esos momentos no llegaba a la isla. Nos negaban los cadáveres al tiempo que nos prohibían la esperanza de la resurrección. El futuro les pertenecía por decreto.
Dos películas del ciclo de El Racismo en el Cine despertaron especial atención. Lo que no se Perdona y Sargento Búfalo. No sólo estaban hechas en el año sesenta sino que además eran en colores. En el país se había pasado de ver predominantemente un cine en colores —al finalizar la década de los cincuenta— a la pantalla en blanco y negro. Todo el cine cubano era en blanco y negro. También las copias nuevas de las películas norteamericanas viejas estaban limitadas al blanco y negro. Sólo se hizo una excepción cuando se volvió a estrenar Cantando en la Lluvia. Pero fue por la voluntad expresa de Alfredo Guevara. Desde hacia años estaba en marcha el proyecto de un laboratorio para procesar las cintas en colores, pero no acaba de concluirse. Los Días del Agua sale en pleno auge de la revista Arte 7 —que reprodujo su guión— con la singularidad de ser en colores, pero gracias a una asignación especial de fondos en divisas que permitió que fuera procesada en un laboratorio español. Buena parte del mejor cine soviético y casi toda la producción de mérito de los países socialistas también era en blanco y negro. La calidad del color soviético y socialista era tan baja, que muchos realizadores importantes de estos países se negaron a utilizarlo. A la justificación económica, se sumaban criterios estéticos —al igual que había ocurrido en su momento con la fotografía—: el arte era en blanco y negro.
Nos iniciamos como críticos de cine con dos limitaciones: expertos en un cine silente y en blanco y negro. La falta del sonido y el color simbolizaron —mejor que las múltiples negativas a nuestras solicitudes para ver cualquier película de los años cincuenta— la censura imperante en un país que se negaba al mundo y a su época, mientras proclamaba estar construyendo el futuro.
El ciclo El Racismo en el Cine carecía de algunos títulos fundamentales para entender ese fenómeno en Estados Unidos —entre ellos In the Heat of the Night, Guess Who’s Coming to Dinner y The Searchers—, aunque tenía varios importantes —Rencor, Gigante, El Odio es Ciego, Sargento Búfalo y Lo que no se Perdona. Ninguno de nosotros conocíamos una palabra de la existencia de un género que nacía por entonces y se desarrolló a plenitud durante esa década de 1970, los blaxploitation films: esa serie de películas de bajo presupuesto y fuerte carga de sexo y violencia, que un estilo sensacionalista presentaba a protagonistas negros de ambos sexos en un ambiente urbano de corrupción, crimen y prostitución. No era ése el problema fundamental al que nos enfrentábamos, una y otra vez durante la organización de cada ciclo. El que salía a relucir siempre tras las proyecciones. El Racismo en el Cine fue una primera muestra, que se convirtió en una constante: a la mayoría que asistía las funciones poco le importa la manipulación del tema, la lucha por los derechos civiles en Norteamérica y la discriminación racial en esa nación y el resto del mundo. Sólo ver películas estadounidenses bajo el manto protector de la crítica ideológica. Podían cambiar los temas, pero el resultado era el mismo. Por una parte, el Grupo Arte 7 había “triunfado en la taquilla”. Incluso dos o tres escritores de prestigio se las habían arreglado para conseguir las tarjetas. Por la otra, era evidente el rechazo a la discusión, salvo las intervenciones de unos cuantos: siempre en contra del cine norteamericano luego de disfrutarlo. Entonces Mora hizo algo que asombró a mi vecino de asiento.
Fotografía: edificio de La Habana Vieja.

Thursday, October 23, 2008

Una conversación con Fidel



—Salvaste la revistame dijo Alberto pocos días después.
—Fidel vio tu artículo y le pareció muy bueno. Salvaste la revista.
Lo miré entre asombrado y orgulloso. Algo me decía que la noticia no era tan buena. Pese a la sonrisa y la insistencia en hacerme creer que ahora sí estábamos salvados.
Luego del homenaje a Valdés Rodríguez, Alberto estuvo perdido un día, sin que ninguno de nosotros supiera donde estaba.
—Tuve una larga conversación con Fidel. ¿Sabes lo que le llamó la atención? Lo bueno que es el papel en que hacemos la revista. ¿De dónde sacan este papel tan bueno? —decía Alberto que le había preguntado Fidel.
—Vamos a tener cierto reconocimiento oficial. Muchas veces, desde el comienzo, les dije a todos que ustedes eran los verdaderos dueños de la revista, que yo sólo era un mediador —seguía diciendo Alberto, y a mi aún no me parecía tan maravillosa la noticia.
—Si estuviéramos en el capitalismo, podría decir que mi labor se limitó a ser el editor de la revista. Mi función fue la de echar a andar el proyecto. A partir de ahora, ustedes van a andar solos. Cada vez más. Ya no les hago falta. Me voy a ir retirando del asunto poco a poco.
A cada momento que pasaba, aquella buena noticia me parecía peor. Y eso que era Alberto quien la anunciaba.
—Pero Alberto, sin ti nosotros no somos nada.
Lo dije sin dudar, aunque pensaba que la revista era de nosotros. Creía en eso más que Alberto, que era quien siempre lo decía. No lo hice por guataquearía y tampoco por ocultar que me encantaba imaginar el día en que al fin la revista quedara en nuestras manos. Lo dije porque sabía que era imposible que nosotros pudiéramos seguir editándola, que todavía la impresión se realizaba en lugares ajenos a la Universidad, que sin Alberto nadie nos iba a hacer caso.
—La revista es de la Universidad y ésta tiene que asumirla a plenitud. A su debido tiempo, eso va a quedar bien claro. Se va a realizar un encuentro con el rector. Se van a definir todas las cosas. La revista es de ustedes. Voy a reunirme con cada uno de ustedes, como ahora hago contigo. Quizá mi nombre aparezca en el machón por uno o dos números más. Luego lo voy a retirar. La revista es de ustedes. Mi misión ha terminado.
Alberto seguía hablando y la cosa no cuadraba. Entonces me di cuenta de lo que faltaba. El entusiasmo. Hasta ayer, Alberto era el más entusiasta. Ahora hablaba y decía una vez más que la revista era de nosotros, pero lo decía sin entusiasmo. Algo había pasado. Algo que no conocía. Algo que le obligaba a retirarse.
No era así como ocurrían las cosas en Cuba. Las cosas que se sabía que pasaban. Si Fidel volvía a nombrar ministro o director de algo a Alberto, ¿por qué no lo decía claro? Pensé que Alberto me traicionaba al ocultar la verdad.
Era mejor escuchar: “Paso a ocupar otras funciones, asignadas por Fidel y el Partido”.
Pero no era una frase así lo que acababa de oír. Lo que seguía oyendo aquel mediodía de principios de la década del setenta en La Habana.
—Pero Alberto, sin ti el ICAIC va a caernos arriba, como han hecho desde el principio. Tú eres el único que ha logrado impedir que nos hagan polvo.
—No va a ser a así. Ellos van a tener que aguantarse, porque eso también salió a relucir en la conversación con Fidel. Por supuesto que Alfredo ha estado intrigando. Pero a ustedes van a respetarlos de ahora en adelante, porque representan a la Universidad. Eso sí, van a tener que ser más cuidadosos que nunca. No puede aparecer nada en la revista que le sirva a Alfredo de pretexto para destruirla. Hay que tener cuidado en no incluir nada que le dé pie al ICAIC para hablar mal del grupo. Ninguna crítica ni comentario de alguien que se haya ido.
Cuando Alberto encendió otro cigarrillo —y dejó de preocuparle el que yo viera que lo que decía lo decía sin entusiasmo— fue cuando me di cuenta que aún faltaba por venir lo peor. Lo que le preocupaba más que cualquier otra cosa. Porque lo que es a mí, desde que empezó la conversación me preocupaba todo.
—Nada de Guillermito, porque entonces sí el ICAIC nos hace polvo, como tú dices.
Conocía lo ocurrido con los comentarios publicados en la página dedicada a Sangre sobre la tierra, en el folleto que acompañó al ciclo de El racismo en el cine, presentado en la Cinemateca antes de mi llegada al grupo. Quienes participaron en la elaboración del material habían estado de acuerdo en incluir varios párrafos de la crónica de Guillermo Cabrera Infante, por considerar que era el mejor análisis —e incluso el más de izquierda— que se había escrito sobre la película durante su exhibición en Cuba. Se tuvo el cuidado de sólo mencionar la revista, Carteles. No bastó. Alfredo le había enviado una carta de protesta al rector, en la que señalaba que en la Universidad se estaba divulgando la obra de un contrarrevolucionario.
—Si es Cabrera Infante, siempre omitimos el nombre y ponemos Carteles —dije.
—Nada de Guillermito, ni con el nombre de Carteles. Nada de Guillermito. En eso tenemos que estar claros, porque entonces sí el ICAIC va a tener una oportunidad para destruirlos.
Vi en la advertencia la confirmación de que la noticia no era buena, pese a lo que decía Alberto.
El asombro y el orgullo —que tuve al principio— habían desaparecido por completo. Entonces me di cuenta que era tarde. Tenía que apurarme para entrar a clases. Y me fui sin preguntarle a Alberto dónde se había reunido con Fidel Castro.
Ilustración: Nicolás Lara.

Thursday, October 16, 2008

Los originales



—¿Quiénes iniciaron el negocio?
—Estaba en manos de la mafia de Miami. La de verdad, la primera. Luego se puso de moda hablar de “la mafia de Miami” con un carácter político. Lo inventó Castro y la prensa liberal americana. Ellos se reían. “Somos los originales”, decían. Aunque no lo eran. Los fundadores ya estaban muertos o exiliados en Costa Rica. Pero ellos se consideraban los herederos.
—¿De dónde provino el capital original?
—Santos Traficante fue el que puso el dinero, luego de que le cerraron el juego en La Habana. Lo hizo para ayudar a sus amigos cubanos, a Domingo Echemendía, que figuraba como uno de los dueños de Tropicana —en realidad no era más que una fachada de Traficante— y al viejo Evaristo García. Pero lo hizo también porque se dio cuenta que ahí había una buena oportunidad de hacer plata gorda. Ni uno solo, de los exiliados de entonces, dejaba de ponerle algo de vez en cuando. Siempre con la ilusión de sacarse un dinerito y así ir tirando hasta que se cayera Castro. Cuando murió Echemendía, el viejo García se quedó con el negocio. Traficante tenía a otros cubanos en Miami trabajando para él, pero le caía bien García. Lo nombró su hombre de confianza y principal banquero. Ya en los primeros años sesenta era una operación que al año se montaba en más de dos millones de dólares. Y eso entonces era mucho dinero. García, su hijo y Lázaro Milián fueron acusados, en junio de 1969, de obstrucción de la justicia. A García le pusieron una fianza de 100,000 dólares. La pagó y salió huyendo para Costa Rica. El hijo, Milián y Oscar Alvarez continuaron con Traficante, aunque no les duró mucho. A Milián y a Alvarez los arrestaron en octubre de ese mismo año y los acusaron de mantener una operación ilegal. Todo fue una confusión. Ellos creyeron que lo que querían los policías era plata. Trataron de sobornarlos. Ese fue su error. Más bien una equivocación de la que no tuvieron culpa. Qué Carajo. Cómo si no hubieran sobornado antes a otros. No tuvieron suerte. Eso fue lo que pasó. Entonces los cascaron más duro. La policía agregó nuevos cargos a la acusación. Eso sí que los encojonó de verdad. Dijeron que le pagaban a un policía para que no los molestara. Se formó tremendo escándalo. Acabaron con ocho meses de cárcel y cinco años de libertad condicional. En el 71 se fueron también para Costa Rica, a unirse con García. Unos dicen que para entonces ya Traficante se había retirado del negocio en Miami. Pero el asunto siguió y sigue. Durante un tiempo, fue el mejor negocio que funcionó en la ciudad. Sin broncas ni muertos.
—¿Cómo lo lograron?
—Muy sencillo. Eran empresarios. Lo único que les interesaba era el negocio. No formaban familias como los italianos. Nunca pelearon por territorios. Jamás se mataron en las calles. Arreglaban sus diferencias en reuniones, como los ejecutivos de cualquier firma. Por eso pocos sabían de su existencia. Nunca dieron motivos para ser perseguidos. Nada más que dos o tres policías extremistas que se encarnaron ellos. Los demás oficiales andaban cumpliendo con su deber, detrás de los ladrones y asesinos. El FBI buscando a los secuestradores y terroristas. La DEA demasiado complicada con los narcotraficantes. Sencillamente no quedaba nadie para ocuparse de ellos. Además, era gente honrada, que le daba trabajo a muchas amas de casas y viejitos. Si yo estuviera en el Gobierno, proclamaría un día en honor de ellos. Pondría su nombre en un par de calles de Miami. Pero Miami es una ciudad de hipócritas e hijoeputas.
—¿Operaban en lo que fue La Pequeña Habana?
—La Pequeña Habana nunca dio mucha plata. Con ella sola no se podía mantener un negocio tan grande como ese. Era en el barrio de los negros donde se jugaba de verdad. No es que fueran jugadores fuertes, pero los negros juegan mucho y todos los días. Pesito a pesito se lo juegan todo. Un día ganan y al otro pierden y siguen perdiendo por un mes. Cuando ganaban llamaban al trabajo y decían que estaban enfermos y se lo gastaban enseguida. Entonces volvían al trabajo para seguir perdiendo. Ganaban para botar el dinero y trabajaban para perder. Nunca un negocio funcionó con tanta cooperación entre cubanos y negros. Si todos los negocios hubieran operado como ese, jamás se hubieran producido disturbios raciales en esta ciudad.
—Todo el mundo apostando tranquilos.
— Sí señor. Una organización perfecta. Cada una o dos cuadras del barrio de los negros había uno que recogía las apuestas. No conozco un prieto que no juegue a los numbers, como lo llaman ellos. Luego, dentro de determinada zona del barrio, otro se encargaba del acopio de los papelitos con las apuntaciones y el dinero, que le llevaban a su casa los responsables de las apuestas de varias cuadras. Entonces, dos veces al día —por la mañana y por la noche— iba una cubana o un cubano y se llevaban el dinero y las apuestas. El barrio de los negros estaba dividido en “rutas”, al igual que los distribuidores que llevan mercancía a los supermercados o quienes te dejan el periódico frente a la puerta. Toda la cuenta del dinero, la distribución de premios y la metedera del billete en sobres se realizaba en viviendas alejadas del barrio de los negros, en zonas residenciales donde sólo vivían blancos, en su mayoría cubanos. A veces en habitaciones de algún motel de la Calle Ocho, cuando la cosa se ponía bien caliente. Luego —dos o tres horas más tarde— quienes tenían a su cargo las “rutas” regresaban con los premios al barrio de los negros. Podían hacerlo sin problema. ¿Entrar un blanquito con pinta de cubiche en el barrio de los negros, y que no te caigan a pedradas y traten de arrancarte el reloj y la cadena que llevas al cuello? Sólo ellos. Todo el barrio sabía que eran intocables. Los asaltos eran raros. Cuando ocurrían, los mismo negros arreglaban el problema. Nunca se mató a nadie. En el peor de los casos, recurrían a una golpiza. Casi siempre bastaba con una amenaza. Si acaso un par de galletas. Siempre se recuperaba la plata. Nunca faltó la generosidad. Una buena propina al que daba el soplo. Pago seguro a los encargados de la tarea. Hasta a veces se le daba algún dinerito a la familia de los delincuentes, si eran muchachos que iban por el mal camino. Pero no para drogas. Nunca se permitió que las drogas se mezclaran en esto. Eso sí. Los negros arreglaban sus problemas entre ellos. Jamás un blanco iba a darle sopapos a un negro. Ni falta que hacía. Había negros de sobra. Dispuestos a repartir golpes por menos de cien pesos. La cuestión era aguantarlos, que no se les fuera la mano y mataran al tipo. Les pagaban mejor a los tipos más inteligentes, a los que sabían hacer la cosa para que el otro se arrepintiera, pero sin dejarlo inválido o bobo. Era cuestión de educar, no andar maltratando a la gente por gusto. Y siempre cumplió esa función educativa.
—¿Nunca más la policía agarró a ningún otro?
—Casi nunca en Miami. Fueron raros los casos. Pasaban los años sin que saliera la noticia de que habían cogido a un repartidor o desmantelado un centro de apuntaciones. Los que no jugaban ni siquiera sabían que eso existía. La policía dejaba tranquilos a los que estaban en el negocio. ¿Qué iban a hacer? La mayoría de los repartidores eran ancianos retirados, que con el welfare no les alcanzaba para vivir.
—Y entonces, ¿por qué tuvieron que salir huyendo para Costa Rica los García, Milián y Alvarez?
—Demasiado dinero. Estaban podridos en dinero. Sabía que si los cogían les iban a echar unos cuantos años y prefirieron pasar el resto de su vida a salvo. En realidad no huyeron, sino que se retiraron.
—¿No los afectó cuando años después se creó la lotería estatal?
—En lo más mínimo. Más bien el negocio se amplió. En los comienzos se guiaron por la lotería de Puerto Rico, luego también por las carreras de perros. Después se acabaron las carreras de perros y siguieron con la lotería de Puerto Rico. Cuando apareció la lotería en la Florida, comenzaron a comprar los boletos ganadores. Pagaban mejor. Se dedicaban también a recoger apuestas de la lotería. Inventaron una lotería paralela.
—¿Nunca se metieron en la droga?
—Nunca. Ya te lo dije. Eran personas decentes. Por eso la policía no los molestaba. Un negocio decente y democrático. No como los tipos de la Bolsa, donde siempre a los grandes no les pasa nada, luego de que se roban cientos de millones. Con esto no había pejes gordos y pejes flacos. Y tampoco infelices que pagaban las culpas. Imagínate tú que detuvieran una vieja repartidora. En primer lugar, los banqueros iban de inmediato y pagaban la fianza. Pero mientras estaba presa, los policías tenían que oír a la anciana contando sus miserias, quejándose de que se estaba muriendo de hambre, llorando y suplicando. A nadie le gusta ver a una vieja muerta de hambre llorando. Ni siquiera a la policía. Más tarde el negocio se complicó un poco. Fue cuando empezaron las peleas de perros en Cuba. Al principio en Miami no le dieron importancia, pero luego se empezó a apostar fuerte. En parte con dinero de Miami. También volvieron las peleas de gallos, que Castro había prohibido y aquí en Miami perseguían duro, a diferencia de esto. No por el juego, sino porque los americanos dicen que eso es maltratar a los animales. Cómo si ellos no se pasaran la vida maltratando a la gente en todo el mundo. En Cuba las peleas de gallos siempre han estado controladas por la policía y la seguridad, las de perros también. Pero ésa es otra rama del negocio de la que yo no sé mucho. Ahora, de este negocio yo sí sé y bastante, y por eso te digo que la bolita resolvía un problema social.
Ilustración: Nicolás Lara.

Wednesday, October 08, 2008

Un viaje a La Habana



No se lo dijo a sus amigos, pero se alegró de la prórroga electoral, que trasladaba para el próximo año las elecciones en Cuba. Temía encontrar El Vedado lleno de pasquines y caravanas de automóviles recorriendo las calles y los anuncios políticos pagados en la radio y la televisión todo el tiempo. Era su tercer viaje a la isla en los dos últimos años. Volvió a alojarse en el hotel Alaska, en 23 y M, porque era céntrico y no tan caro como los más recientes, o como el Nacional, donde la habitación más barata costaba mil dólares por noche.
Construido en el último año de Castro, el Alaska fue el primer hotel edificado con capital de los exiliados de Miami. Sus habitaciones eran estrechas y no valía la pena comer en alguna de sus tres cafeterías o en los dos restaurantes de la planta baja y tampoco en el del último piso, porque se aferraban a los platos típicos de otros sitios cubanos similares en el sur de la Florida. Quería aprovechar esos quince días para finalmente volver a caminar por la ciudad que había abandonado a los diecinueve años y sólo vuelto a visitar en dos ocasiones posteriores: durante la feria del libro de 2013, dedicada a la literatura del exilio, y en 2016, en que le encargaron un reportaje sobre el boom de los amarillentos carteles revolucionarios, que por entonces ya alcanzaban cifras astronómicas en las subastas neoyorquinas .
Luego de Nueva York, La Habana era la mejor ciudad que conocía para recorrer en noviembre. Aunque era temprano y faltaban muchas horas para que llegara la brisa del mar a refrescar la temperatura de La Rampa, a las diez de la mañana se podía caminar por esa calle, ancha y en bajada y nunca ajena. Disfrutar de la mañana antes de que el sol de las doce la convirtiera en una franja hirviente y detenerse ante la entrada y los anuncios de los restaurantes y clubes multiplicados en cada piso de los edificios reconstruidos con furor meses antes de que la avalancha turística empezara a ceder y la ciudad a adaptarse a ser un punto más del recorrido turístico que ofrecían los cruceros caribeños. Al llegar a la esquina de 23 y O, donde en una época estuvo el Pabellón Cuba, cambió de idea porque parte de la calle estaba cerrada por un edificio que estaban construyendo y más abajo sabía que sólo se encontraría el mall de boutiques exclusivas que le recordaba demasiado a Ball Harbour. Regresó al hotel con tiempo para pedir el automóvil, que había alquilado la noche anterior, e ir hasta el restaurante La Carreta, en 12 y 23, donde lo esperaban para almorzar. Subió por 23, que estaba recién asfaltada y con un equipo moderno de semáforos, y disminuyó todo lo posible la velocidad para tener que detenerse en 23 y G. Ver brevemente el condominio que se alzaba donde una vez estuvieron el parque de John Lennon, el cine Riviera y El Carmelo de 23, y tratar de recordar que a veces cuando salía de la universidad hacía cola para merendar en El Carmelo. Pero no pudo, porque inmediatamente empezaron a sonar el claxon los autos que venían atrás y el tráfico compacto en sentido contrario le impedía ver mucho. Como la luz permaneció en verde, tuvo que seguir de largo.
Al llegar a Paseo sí lo cogió la luz y se detuvo y vio el colegio católico exclusivo para señoritas, donde sabía era imposible encontrar una en las aulas. Ella le había hablado que quizá mandaría allí a su hija por un año si la situación en Cuba continuaba mejorando. Sabía lo que eso significaba: que el banco estudiaba trasladar para la isla la sucursal latinoamericana y posiblemente a ella como parte de la junta directiva. Sin embargo, ni una palabra sobre las posibilidades financieras empañó la conversación aquella noche. Ella se había limitado a decirle que quería que la niña estudiara en ese colegio, porque fue allí donde una de sus tías vivió como monja enclaustrada casi toda su vida. Era esa la tía que más quería y por la cual había sido novicia en España.
En La Carreta de 12 y 23 entregó el automóvil en el valet parking y no entró al restaurante sino caminó hasta la esquina para contemplar el edificio que por años había sido el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos —adquirido primero por una firma dedicada al alquiler de locales para consultorios médicos— y la antigua Cinemateca de Cuba, cerrada para siempre porque ya estaban aprobados los planes para convertir toda la zona en el Centro Médico Atlantic —que se extendería por toda la manzana, entre las calles 23 y 25 y desde 11 hasta 12.
Al salir de La Carreta de 23 y 12, luego de un tedioso almuerzo con el nuevo director del Museo Nacional, buscó Zapata, dobló frente al Cementerio de Colón y pasó por la Canastilla Cubana y El Dorado y las otras mueblerías que se habían establecido en esa calle, mientras resultó barato comprar varias casas semiderruidas y acabar de echarlas a piso y edificar grandes almacenes, mientras escuchaba Here Come The Honey Man y luegoThe Pan Piper y luego Solea y dejaba que el lamento de los metales invadiera el automóvil y creciera en ese lamento más agudo de la trompeta de Miles Davis en contraste con las flautas y el pícolo y el arpa que puntuaba las notas, bordándolas para una melodía delicada y fuerte como un encaje metálico, que cobraba fuerza a medida que el drummer iba imponiendo el ritmo en la caja y el encaje se transformaba en la cota de un guerrero que marchaba a la guerra y el redoble incesante cobraba fuerza y el soldado avanzaba hacia la muerte sin saber siquiera que las tumbas quedaban detrás. Imaginó entonces que le hubiera gustado que el drummer fuera Barretico, al que nunca conoció pero del que le hablaba su hermano —pese a que no le gustaba la música cubana, la que nunca oía— y al que admiraba por un par de grabaciones que sabía no tenían nada que envidiarle a Art Blakey o a Phillis Joe Johns o a Max Roach, a los que sí conocía, aunque sabía que jamás escribiría de él —no porque no le gustara la música cubana sino porque ya su hermano lo había hecho— y se olvidó de Miles que seguía acentuando las notas y de los metales en crescendo y dejó que el redoble obsesivo y los cambios de ritmo del baterista que cuadraba y descuadraba el obstinato de la orquesta fueran por un momento la razón de vivir. ¡Miles Davis! ¡Quincy Jones!
Al llegar a la intersección con la Avenida de Rancho Boyeros se alegró de que el tráfico circulara con lentitud pero sin interrupción, porque ya estaba terminado el tramo de la nueva autopista que iba a conectar a El Vedado con la zona de los ministerios. Al detenerse en el semáforo para doblar a la izquierda y bajar por Carlos III contempló el edificio de treinta pisos, construido donde recordaba que en su niñez estaba la terminal de ómnibus interprovinciales. En el edificio tenían sus oficinas muchas de las compañías extranjeras que invertían en la isla. También pudo ver las grúas que se elevaban alrededor y en el centro del sitio en que en menos de un par de años se esperaba estuviera listo el Miami Mall —el mayor del Caribe, que no era mucho decir, y superior a todos los construidos en la costa este de Estados Unidos, que sí era un verdadero récord— y que edificaban en la antigua Plaza Cívica —luego Plaza de la Revolución y donde por décadas los cubanos habían acudido a escuchar a Fidel Castro. El nuevo centro comercial no sólo tendría capacidad suficiente para tiendas por departamentos, como Saks Fifth Avenue, Bloomingdale’s y Macy’s, y sucursales bancarias del Chase Manhattan Bank y Citicorp. También simbolizaría el establecimiento definitivo del capital y el comercio norteamericano en la isla. Y si bien era cierto que incluso durante los dos últimos años de Castro las empresas norteamericanas habían logrado una fuerte presencia en la isla, el nuevo mall —ubicado en el lugar donde en una época se lanzaron las consignas más agresivas contra el capitalismo— consolidaba arquitectónicamente su carácter dominante.
Era también una solución salomónica puesta en práctica por la junta militar, renuente siempre a abandonar los terrenos donde en una época estuvo el Comité Central del Partido Comunista de Cuba —y ahora radicaba el Ministerio de Comercio Exterior— y los edificios que albergaban otros ministerios, como una forma de evidenciar que el proceso puesto en marcha por sus miembros era una continuidad y no un abandono de la línea trazada por Castro al final de su mandato. Continuidad que les aseguraba su permanencia en el poder, aunque en la práctica poco quedaba en el país del antiguo régimen comunista. Si bien era cierto que el Palacio Presidencial había vuelto a ser teóricamente la sede del Gobierno, éste cumplía una función puramente protocolar, ya que el centro de decisiones económicas y políticas se mantenía en los terrenos que rodeaban al antiguo búnker castrista. Por otra parte, desde su llegada al poder la junta había trasladado a esta zona el resto de los ministerios, aduciendo razones logísticas, pero en realidad para enfatizar que el área continuaba siendo el lugar donde se tomaban las decisiones que afectaban a la isla.
Ninguno de los traslados ministeriales fue más controversial que el establecimiento en el área del Ministerio de Cultura. Se había argumentado que dicho movimiento obedecía a la creación de un triángulo cultural, cuyos vértices estaban definidos por la Biblioteca Nacional Reinaldo Arenas, el Teatro Nacional Virgilio Piñera y la Escuela de Letras Jesús Díaz. Por lo demás, el Ministerio de Cultura sólo se dedicaba a organizar unos cuantos eventos internacionales al año, ya que la edición de libros, el teatro, el ballet y la música estaban en manos de empresarios privados. El Ministerio de Cultura era conocido entre los intelectuales como “Dos Viejos Pánicos”, por el hecho de que durante tres años había tenido al frente a dos ministros, como un intento de unir la llamada “cultura de las dos orillas”. Fueron un par de ancianos poetas los que aceptaron esa dirección bicéfala. Uno de ellos había permanecido en la isla y el otro radicado en Miami. Se odiaban a muerte. Pero durante los tres años de concubinato ministerial compartieron muchas tardes y noches, ya que los unía la predilección por la bebida. Era común verlos abandonar juntos recepciones y comidas, casi abrazados para sostenerse mutuamente. Quiso el destino que el poeta de la isla muriera primero. El poeta exiliado le dedicó una oda fúnebre, que incluyó al comienzo de sus Poesías Completas, donde por supuesto se encontraba el libro que años antes el otro había condenado a ser convertido en pulpa.
Un cuentista era ahora el nuevo ministro de Cultura en funciones. Porque sin la ayuda del hombro de su antiguo rival, el poeta del exilio había dado un tropezón fatal a la salida de una comida —donde decían había bebido todo el tiempo. El golpe al caer sobre la calle desierta no había causado la muerte. Fue la coincidencia desafortunada de que en ese momento se desprendió un balcón del edificio que albergaba al restaurante en que había cenado. En los círculos intelectuales todos coincidían en que los verdaderos culpables eran varios escritores españoles de visita en La Habana, que habían insistido en cenar en uno de los “paladares” que aún quedaban en la parte antigua de la ciudad —como recuerdo de los años de escasez durante el castrismo— y que precisamente estaba dentro de un edificio que si no había sido clausurado por completo era por el dinero que pagaba el dueño del paladar para mantenerlo abierto, porque muchos años antes había cenado en ese sitio Pedro Almodóvar y continuaba atrayendo turistas de todo el mundo, que pagaban precios astronómicos por una pésima comida, que era también una de las tantas formas de nostalgia poscastrista que forraba los bolsillos de habaneros y miamenses emprendedores.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.

Saturday, October 04, 2008

Un hombre peligroso



“George Orwell, de quien se pudieran decir muchas cosas en su contra, señaló en una ocasión los abusos que se cometen con el lenguaje”.
Juan Peñate estaba sentado a mi lado y casi saltó en la butaca.
Hay que conocer a Peñate para que se me perdone recurrir a una frase tan trillada.
Estaba graduado de Historia y su trabajo se reducía a leer cualquier libro en la Biblioteca Nacional. Una labor envidiable para cualquiera en cualquier parte del mundo.
No para Peñate. Le disgustaba el horario. Todo los días debía acudir a la Biblioteca, firmar el registro de entrada y salida y permanecer ocho horas leyendo un montón de libros en una de las mesas más retiradas de la sala de lectura. Lo que hiciera con su tiempo —las obras que leía, los tomos que consultaba, las notas que a veces acumulaba en cualquier pedazo de papel— a nadie le importaba, mientras cumpliera un horario de oficina.
Peñate era miembro de un equipo de historiadores que dirigía Jorge Ibarra. El grupo había sido creado con el objetivo de asesorar a los escritores del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Sólo que sus miembros no asesoraban a nadie y tampoco ningún escritor radial y televisivo quería ser asesorado. Ibarra era un ex combatiente de la Sierra Maestra. Al triunfar la revolución, bajó de las montañas con el grado de capitán y se integró al equipo de historia del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), que elaboró el primer manual de historia cubana de acuerdo a los patrones revolucionarios, y que no era más que una simple copia del Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra, con añadidos de Marx y Lenin. Luego había reunido algunos ensayos en un libro, Ideología Mambisa, y siempre prometía la entrega de otras obras.
Ibarra era un investigador con una vocación especial para los temas que ponían nerviosos a los funcionarios. A veces aparecía en alguna revista un ensayo suyo, con una nota al final: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Stalin, de próxima publicación”. Ninguno editor del Instituto Cubano del Libro quería lidiar con un tema tan espinoso. Por eso todo el mundo se sentía tranquilo con la fama de Ibarra: prometía libros que nunca entregaba a la imprenta.
El grupo de historiadores trabajaba en la Biblioteca Nacional, el lugar odiado por Peñate durante las ocho horas diarias que dedicaba a su actividad predilecta: leer. Querer pasarse la vida entera leyendo y detestar acudir al lugar donde todos van precisamente a eso. Una contradicción explicable —según Peñate— por tener que compartir la jornada de lectura con sus compañeros de trabajo, quienes se limitan a perseguir la merienda durante las ocho horas.
Al igual que cualquier cafetería del resto del país, la de la Biblioteca Nacional tenía poco que vender, por lo que se formaban largas colas para adquirir algún producto. Los vecinos de la zona estaban pendientes del momento en que llegaban el yogur, los refrescos, las croquetas y los helados. Por un tiempo acapararon los turnos. Llegaban al abrir el amplio salón de lectura, y sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se encontraban las obras del Apóstol y los versos del Poeta Nacional, descendían la escalera raudos —con la jaba bajo el brazo— para hacer la cola a la espera de la sorpresa mañanera: ¿yogur sin azúcar, croqueta pegacielo, guachipupa o una bola pequeña de helado de rizado de fresa? Tras una pequeña batalla sindical, los empleados consiguieron que se estableciera un sistema de preferencias, que les permitía comprar la merienda diaria sin hacer fila. Tras otra pequeña batalla sindical, los asesores de historia del ICRT lograron ser incluidos en ella. Estaba más que justificado que los historiadores vivieran pendientes de la merienda, porque en ocasiones los suministros no alcanzaban ni para los empleados.
El único que no mostraba el menor interés en perseguir la croqueta era Peñate. Un caso singular entre quienes trabajaban en el lugar. Casi una aberración. Llegaba a diario a la Biblioteca, sin otro propósito que leer y sin una jaba bajo el brazo. Abría el fichero y escogía un tema: existencialismo. Luego —durante semanas— leía todos los libros sobre el tema que se encontraban almacenados en los estantes.
Ibarra sólo le exigía que un día a la semana informara al resto del equipo sobre el resultado de sus lecturas. Estas reuniones eran breves, para alivio de Peñate. Por lo demás, su vida transcurría entre libros, salidas obligadas a comer en la calle —ya que además de la escasez de víveres, sus padres eran un par de ancianos que no podían cocinar y también dedicaban todo el tiempo a hacer colas en restaurantes y cafeterías—, los conciertos los domingos de la Orquesta Sinfónica Nacional y las películas en la Cinemateca
A Peñate le habían prestado una tarjeta esa noche.
—¿Pero alguien se atreve en este país a mencionar a Orwell en público? —dijo entre asombrado e irónico.
La voz de Mora se escuchaba a través del sistema de sonido de la sala. Había grabado un mensaje antes de proyectar la película, en que nos pedía a los espectadores que no considerábamos como un simple “teque” cualquier llamado a la reflexión. La palabra “teque” tenía una marcada connotación política y era una de las pocas salidas —más o menos permitida— ante cualquier discurso político, siempre y cuando no fuera pronunciado por el Comandante en Jefe. Se podía decir que los dirigentes de aula de la Juventud Comunista se pasaban la vida dando “teques”, porque siempre existía el recurso de ampararse en la incapacidad del otro para transmitir el pensamiento revolucionario. Fidel orientaba, dirigía, guiaba. El que repetía lo que decía el Máximo Líder daba un “teque”. Para el receptor, el valor lo determinaba el emisor y no el mensaje (del “teque” de la ciencia de la comunicación aplicado a la realidad cubana).
A mi el nombre de Orwell no me decía mucho.
—Orwell, el de Rebelión en la Granja —me aclaraba Peñate y yo seguía preguntándome quién era Orwell.
Era un problema que Alberto Mora venía años arrastrando. Tratar de razonar con los demás, de que los otros entendieran sus justificaciones.
Varios meses después, cuando ya éramos amigos, un día logré arrinconar a Alberto.
Nunca lo hubiera intentado entonces con otra persona, pero él me inspiraba confianza. Sabía que iba a tratar de convencerme, pero jamás a denunciarme.
Comenzamos a hablar de Historia, y poco a poco fui minando sus argumentos. Le dije que en el hombre había un componente irracional que lo incapacitaba para lograr una sociedad mejor.
—Pero si es así como tú dices, nada de lo que hemos hecho hasta ahora tiene sentido. Mi vida no tiene sentido. La revolución no tiene sentido.
Retrocedí en mis argumentos. No por temor a lo que pudiera pensar Alberto de mí, que me las daba de estudiante universitario integrado al proceso y aspirante a teórico marxista, sino porque había encontrado su flanco vulnerable.
No es bueno descubrirle las debilidades a quien uno considera un héroe.
Mora no temía invocar a Orwell —un “enemigo ideológico”—, porque su interés no era ganar adeptos. Quería que los demás compartieran —de forma consciente— sus puntos de vista.
Sólo que estaba equivocado.
Los estudiantes rechazaban los “teques”, los discursos políticos a cada momento y sobre cualquier tema. Alberto quería convencerlos de que “todos los filmes son políticos”. El mismo había traducido del francés el artículo publicado en el número de octubre de 1970 de Les Temps Modernes. La traducción apareció en el número de febrero de 1971 de la revista Arte 7.
Al ICAIC no le gustó que alguien que no fuera ellos tradujera de una revista extranjera un artículo y lo diera a conocer. Y mucho menos de una revista francesa y todavía menos de la revista de Sartre.
Alberto no quería limitarse a poner cine. Deseaba educar a los estudiantes. Pero no sólo a conocer los distintos tipos de planos cinematográficos y a identificar el estilo de los mejores directores. Le interesaba sobre todo enseñar a pensar. Tuvo la batalla perdida desde el comienzo, porque a la mayoría de los estudiantes no les preocupaba aprender una materia que no iba a examen. Al ICAIC por supuesto que le molestaba el no poder controlar lo que se hablaba de cine en la Universidad. Y en ese caso prefería obviar el tema, sacar la discusión de las películas fuera de la Colina Universitaria. Lo que la ignorancia unía sólo lo podía separar un pequeño grupo, formado por quienes nos habíamos convertido en seguidores de Alberto. Y aquí se encendió una señal de alarma —para el ICAIC y para la Universidad.
Los estudiantes tenían razón en un punto: las discusiones en los cine-debates no eran más que “teques”, porque los análisis cinematográficos se reducían a los supuestos valores ideológicos de la película. Desde el punto de vista del ICAIC, no existía la disyuntiva entre el conocimiento y su rechazo, sino la voluntad de mantener el monopolio del saber. Alberto se enfrentaba a unos y otros —con la esperanza de convencer a ignorantes y apáticos y mantener a raya a los funcionarios—, determinado a no dejarse doblegar.
Al final todo se reducía a una lucha por el poder, concentrada en un ciclo de cine. Ese no era mi problema. ¿O sí? Para mí, la diferencia fundamental era entre recibir y dar “teques”. Detestaba los círculos de estudio y las actividades políticas. Pero hablaba entusiasmado en los cine-debates, los dirigía con gusto y cada vez que podía presentaba una película. También yo ansiaba ser escuchado y no tener que escuchar.
Aquella noche, Mora mencionó el ensayo de Orwell titulado La Política y la Lengua Inglesa, donde se denuncian las frases prefabricadas y los eufemismos. Su intención no parecía diferir de la de los funcionarios del ICAIC, con sus llamados a la formación de un espectador más crítico. Pero en realidad era la opuesta. No por gusto había un gran cartel colgado a la entrada del edificio blanco del ICAIC: “De todas las artes, el cine es la más importante”. La frase era el tipo de cliché que criticaba Orwell en su artículo.
Si Mora no se detenía en su afán de convencer, era porque lo había practicado en situaciones anteriores, y en circunstancias más difíciles que ante un grupo de estudiantes.
En una ocasión, mientras se encontraba en España, dos amigos lo habían ido a ver para que desertara. El sospechó que al menos uno de ellos estaba trabajando para la CIA. Se limitó a discutir con ellos, a justificar la validez final de los principios revolucionarios. Trató de que cambiaran de opinión y regresaran a Cuba. Sus interlocutores optaron por el exilio. Le habría bastado denunciarlos ante la embajada cubana para arruinarles los planes. No lo hizo, pese a que luego en La Habana le pasaron la cuenta. Los consideraba traidores, pero no los traicionó.
Nunca se me planteó la disyuntiva moral entre traicionar a los amigos y evitar una traición a la revolución. En primer lugar, porque no creía en la revolución. Había comenzado a creer en la crítica marxista de la cultura, pero más como un alarde de conocimiento que como una profesión de fe. Alberto y yo pertenecíamos a generaciones distintas. En la suya, una amistad se valoraba con independencia de los criterios políticos. En la mía, regía la desconfianza desde el inicio. Uno no descubría los pensamientos políticos ni a la mujer con la que se acostaba. Con frecuencia un funcionario desertaba y la esposa o amante podía justificar con facilidad que había sido engañada. Admitir lo contrario era abrirle la puerta a los conspiradores. El culto a la delación era tema de novelas y películas. La posibilidad de ser delatado, la materia sobre la que se había edificado el fracaso de la contrarrevolución.
El “teque” y su rechazo sustituían cualquier discusión real. Y Alberto Mora estaba en contra de ese comportamiento. Para combatirlo, estaba dispuesto a citar a Orwell. Sólo que citarlo rompía el juego que todos estábamos dispuestos a aceptar por conveniencia.
Las palabras de Alberto no lograron una mayor participación en el debate de aquella noche. ¿Por qué empeñarse en romper una costumbre, que al final resultaba tan cómoda? Sabíamos que el ver una película norteamericana pasaba antes por el oír a alguien que nos dijera que el cine capitalista es malo. Al apagarse las luces, se podía disfrutar a oscuras del pecado del gusto: aprobar cuando mataran a los indios, soñar frente a las grandes ciudades en la pantalla, envidiar la ropa y las mansiones. Eso era el cine.
—No se puede negar que León tiene un trabajo envidiable. Una buena oficina, aire acondicionado, las paredes recién pintadas de blanco, cuadros de Amelia y Portocarrero, una secretaria atractiva, viajes a Europa— lo decía Callejas mientras él, Alberto y yo esperábamos a ser recibidos por Francisco León —el director del Centro de Información Cinematográfica del ICAIC— meses más tarde de aquella noche en que por primera y creo que única vez se mencionó a Orwell en la Cinemateca de Cuba.
La envidia de Callejas no sólo era justificable, sino que ponía al descubierto su lado más humano. Era mucho más viejo que nosotros —tenía por entonces unos treinta y cinco años— y un historial de conspirador que lo diferenciaba del resto del grupo, simples estudiantes. Había participado en la lucha contra Batista, ocupado cargos políticos y culturales al principio de la revolución, para luego ser destituido durante el proceso de lucha contra el sectarismo y la microfracción, cuando los viejos militantes comunistas fueron apartados de sus cargos. La franqueza súbita se debía en parte a una necesidad de expresar sus deseos —y al que a mi me considerara un testigo insignificante: alguien incapaz de utilizar luego esas palabras en su contra. En parte también, porque conocía a Alberto mejor que yo —y sabía que podía hablar sin miedo.
—No le envidio nada a León. Tuve todo eso. Una oficina grande y secretarias bonitas. Ya no me interesa. Lo que de verdad me interesa es el grupo Arte 7. Poder trabajar con ustedes. Hacer algo distinto y verdadero. Las oficinas grandes y las secretarias bonitas te impiden hacer algo que en verdad te interese.
Cuando Alberto habló aquella tarde, comencé a conocerlo. Pese a que ya llevaba varias semanas integrado al grupo Arte 7. Apenas sabía de su historia de ministro, pero ese pasado carecía de importancia ante una confesión mucho más reveladora que la de Callejas con su envidia.
Hasta entonces, había pensado que a Mora le interesaba el cine. Descubrí algo más. Una necesidad de realizarse como individuo, que no le habían permitido los cargos y la lucha contra Batista. Algo de abanderado de una pequeña causa —una especie de cruzado—, que para él revestía una importancia mucho mayor que para nosotros. Me di cuenta que, para él, el cine no era más que un medio. No un pretexto, pero casi una excusa. Lo que buscaba era la libertad de llevar a cabo una idea. Me había equivocado al juzgar todos sus esfuerzos de acuerdo a una lucha por el poder —de la cual yo también era participante y culpable. Ansiar el poder en Cuba constituía un aspecto más de la vida diaria. Aspirar a la libertad, en cambio, era estar dispuesto al enfrentamiento cotidiano. Algo difícil —pensaba que imposible— de asumir en un país que por principio condenaba a sus ciudadanos a someterse a las necesidades del momento. De otra manera, resultaba imposible sobrevivir. Con más experiencia, en aquel momento me habría dado cuenta de que Alberto era un hombre peligroso.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.