El escritor frente a la casa. Hay un faro pequeño, insólito en el paisaje urbano. El faro permanece. La casa conserva su encanto. Está rodeada de árboles y singulares gatos de patas con seis dedos. Una herencia torpe, que le resta majestuosidad a su andar. Hace años que el escritor no vive en la ciudad y la fotografía ha dejado de envejecer. Poco queda de él en esta residencia que casi nunca fue su hogar; aunque en todo momento le quieren hacer creer lo contrario al que entra, y en un local pequeño contiguo a la vivienda se venden sus libros. Insistencia turística. No es la otra casa, con la correspondencia sin abrir sobre la cama; los zapatones cansados; los carteles de las corridas de toros y las mejores piezas de caza adornando las paredes; la mesa donde solía escribir, de pie y descalzo —la frase se ha repetido hasta el cansancio, para quitarle soledad y convertirla en una imagen pueril— a primeras horas de la mañana. Aquí hay apenas rastros del escritor atormentado y fanfarrón. Los intrusos miran y miran. Tratan de descubrir alguna huella, aunque sea en el lecho tendido, la pulcra bañera y el asiento de inodoro. Hay otra fotografía de dos ancianas. Un encuentro luego de muchos años. Desposeídas. Nada denuncia su belleza perdida, el talento de sus amigos; las conversaciones que cada cual compartió y las penas y alegrías que engrandecieron sus vidas. Lo único que las salva es que fueron mujeres del escritor. Solo eso.
No hay tiendas por departamentos en el pueblo y nadie se empeña en grandes proyectos de urbanización. Las calles son para caminar, recorrerlas en bicicleta o en motos pequeñas. Los automovilistas siempre ceden el paso a los peatones. Parejas de ambos sexos, o del uno y el otro caminan tranquilas e indiferentes. Negros y blancos no se miran con odio. Los residentes están acostumbrados al acento rudo del que pasa con ellos varios días, como corresponde a un lugar que vive del turismo. Cada cual a lo suyo. Muchos hacen lo que le permite sobrevivir. Nadie parece preocupado por doblegar al que está a su lado. Vencida la geografía con puentes y autopistas, los habitantes mantienen su singularidad e independencia con un afán modesto, digno de elogio.
A pocas cuadras de la casa del escritor —de su mujer, la dueña verdadera y residente por largo tiempo, opacada por la fama de su exmarido— otro museo es una muestra de la grandeza y lo efímero que fueron dos exilios: recuerdos de dos luchas independentistas. Una reconstrucción que se va borrando con los días y una desgarradura que todavía persiste en el portón de la entrada. Una exposición de documentos y fotos. Imágenes de otro escritor que no logran trasmitir en esa figura frágil, de levita negra, especie de Charlot de finales del siglo XIX, grandeza alguna.
—¿Quién es el mejor escritor cubano?
Si estuviera con su mujer, ella a lo mejor le hubiera respondido: “Mi marido”. Pero no estaba con su mujer.
—Tenemos demasiados grandes escritores. Ese es nuestro problema. Es un defecto de las islas, de algunas islas.
—Házmelo —. Se acuesta boca abajo y ella empieza a recorrer las nalgas con la lengua.
La mira de nuevo. Contempla la modesta cruz rodeada de astas. La cruz es blanca y las astas están desiertas. No hay banderas de las repúblicas latinoamericanas, que solo deben colocarse en momentos de celebración. Pero este año nadie parece preocupado por la fecha, salvo ellos. Desde hace tiempo el sitio está casi olvidado y lo que van a realizar hoy no cambiará ese destino. Fija la vista en la larga franja de arena, que se dibuja nítida sobre el cielo; en las aguas transparentes que cambian de tonalidades azul y verde según la profundidad. Nada recuerda el nacimiento de un mundo y la muerte de varias civilizaciones. Desde hace media hora esperan, anclados en la bahía de San Fernando. Falta por llegar el resto del grupo. Un homenaje que sabe es una farsa. No es posible que aquí comenzara todo. Una vez más se lamenta del viaje.
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