Tuesday, June 17, 2008

Contra la invención



La primera guerra contra los inventores duró tres siglos. La que acaba de concluir apenas dos semanas.
Nunca se pensó que una actividad tan nociva pudiera volver a florecer. De ahí el horror y las medidas drásticas que hubo que tomar para asegurarnos que las próximas generaciones estén inmunes a este flagelo. Hoy por hoy, se puede asegurar que no existe la más remota posibilidad de que vuelva a surgir en el futuro una mente desviada capaz de crear algo nuevo. Recapitular los sufrimientos —hacer un conteo de las víctimas— carece de sentido. Sin embargo, se hace necesario volver la vista atrás. Relatar para el mañana lo ya por suerte es pasado. Siempre con la esperanza de que nadie lo lea.
Con el fin de las guerras —las epidemias y la explotación de la naturaleza— se pensó que el hombre había alcanzado un estado de plenitud, donde la creación de nuevos objetos sólo contribuiría al avance humano. Pagamos caro por ese error. La multiplicación de equipos, fábricas, instrumentos y artículos para todo tipo de uso convirtió al planeta en un depósito enorme. Era imposible dar un paso sin tener que recurrir a un soporte ajeno al individuo. Resuelto el problema energético y alcanzado un grado de perfección social que descartaba la distinción de riqueza, por un tiempo floreció la ilusión entre los seres humanos de que la única meta que faltaba por conquistar era la perfección de los productos: vehículos que cubrieran las distancias en un tiempo récord; viviendas comportables y con sistemas de conservación capaces de mantenerlas siempre recién estrenadas; medios de comunicación y entretenimiento de posibilidades ilimitadas para todos los gustos. Hospitales y centros de asistencia médica dotados de adelantos capaces de evitar el menor dolor y curar cualquier padecimiento. Sistemas de información que colocaran el conocimiento al alcance de cualquiera, con independencia del lugar donde éste se encontrara; centros de producción completamente automatizados, que colocaban los pedidos más diversos en las puertas de los clientes pocas horas después de haber sido ordenados. Lugares de esparcimiento con la cualidad de adaptarse diariamente a las exigencias de los diversos visitantes.
Gracias al avance industrial, proliferaron los inventores. Desde la comodidad del hogar, cualquiera podía llevar a la práctica sus ideas. Bastaba con sentarse frente a un sistema de creación virtual para convertir en real un proyecto. Unas pocas instrucciones —casi siempre limitadas al deseo de tener o ver cualquier cosa—, y aparecía el producto en una pantalla. Luego ese nuevo producto era sometido a ciertas pruebas, según la elección de su creador: duración, resistencia a los golpes, apariencia en determinado contexto y cambios con el paso del tiempo. Si finalmente resultaba del agrado de quien lo había concebido, simplemente trasmitía la orden a un centro de procesamiento para que el objeto recién creado se materializara.
La ilusión del entretenimiento dio paso a formas despiadadas, responsables de la muerte de inocentes. El primer caso reportado fue de un marido empeñado en disolver el vínculo matrimonial. Paulatinamente fue alterando la composición química de los materiales empleados en su hogar. Logró que su esposa muriera de agotamiento, cuando el simple hecho de llevar un tenedor con comida a la boca o llevar un plato a la lavadora automática no fue posible sino tras un esfuerzo extraordinario, que agotó el corazón de la difunda.
Luego vinieron las venganzas entre vecinos. El césped que crecía de la noche a la mañana, y convertía en una selva impenetrable la vivienda de al lado. La poderosa bomba de agua que inundaba al vecindario, y sólo respetaba al hogar del creador, porque éste previamente había sellado puertas y ventanas. La lámpara solar que derretía los techos circundantes al amanecer y luego era escondida en el sótano, mientras las aseguradoras trataban de descifrar lo ocurrido y los afectados optaban por mudarse, cuando el hecho se repetía en dos o tres ocasiones. De esta forma se liquidaran a precios irrisorios valiosos inmuebles, lo dio pie, y terreno, a que se crearan grandes mansiones en lo que antes eran congestionados barrios residenciales donde edificios enormes apenas permitían apartamentos estrechos.
Cuando resultó imposible castigar a los infractores —las invenciones eran destruidas antes de que llegaran las autoridades, con la impunidad de quien sabía que al poco tiempo podría repetir el procedimiento—, se consideró el adoptar medidas más enérgicas. Controlar las facilidades legales, que posibilitaban el elaborar cualquier equipo —de apariencia inocente y fines catastróficos— y la adopción de códigos estrictos para la adquisición de ciertos materiales fueron apenas remedios temporales.
Al final, de poco sirvieron estas restricciones. Todo el mundo era capaz de elaborar maquinarias a su antojo, a partir de los objetos más simples.
Se impusieron sistemas de control en cada habitación, que detectaban los movimientos de los habitantes, pero éstos fueron prontos burlados por los diseñadores de un ambiente virtual, que enmascaraba las operaciones ilícitas bajo el manto una existencia anodina.
Entonces se decretó la abolición de los bancos de información, los cuales brindaban los datos necesarios para la creación de cualquier artículo nuevo.
Sin embargo, una lucrativa red de contrabandistas permitió que todo el que quisiera —y contara con los recursos económicos indispensables— prosiguiera fabricando objetos capaces de infringir daños a otros.
Entonces se procedió a la privación gradual de los sentidos de los ciudadanos. La vista se redujo a la contemplación de imágenes borrosas. Los ojos permitían distinguir formas, pero eran incapaces de visualizar las cifras y diagramas, que hasta entonces aparecían en las pantallas de los sistemas computarizados existentes en cada vivienda. El oído solo era capaz de captar cierto número de sonidos, que permitían alertar ante un peligro pero no brindaban la capacidad para identificar las palabras que hacían posible la comunicación. El tacto fue borrado para completo, para que no pudiera compensar las deficiencias de la vista y el oído. El gusto sólo lograba identificar los venenos conocidos —ante cada cadáver, instrumentos especializados y autónomos incorporaban cualquier información novedosa, que posibilitara identificar si el muerto había sido víctima de los efectos de una sustancia desconocida—, pero no era capaz de aislar un sabor de otro.
Cuando estas limitaciones se mostraron insuficientes, se procedió a reducir la capacidad del cerebro a un desarrollo embrionario. Por un acuerdo colectivo internacional, hoy el mundo está en manos de sistemas automatizados que se autogeneran y especializan. Ellos facilitan las necesidades básicas de los seres humanos, cuya existencia transcurre tranquila entre sombras, sonidos indiferenciados, comidas insípidas y superficies indistinguibles al tacto.
A nadie le preocupaba esas pérdidas —logradas en un lento avance de tres siglos—, ante la seguridad de que era imposible la creación de algo novedoso que alterara la placidez alcanzada.
Vino a destruir este estado ideal el surgimiento de una asociación ilícita, que encontró la manera de colocar frente a los ojos pequeños objetos planos, capaces de alterar la visión.
Mediante la utilización de fragmentos extraídos de ciertos tipos de rocas, que aún era posible encontrar en lugares remotos, y luego de pulirlos pacientemente durante años —se ha conocido que el origen de estas actividades clandestinas se remonta posiblemente a la anterior centuria—, los conspiradores lograron su objetivo, pero no por mucho tiempo.
Afortunadamente los sistemas de protección ciudadana detectaron esta actividad ilícita —que algunos quisieron rastrear como una muestra del pasado y de lo que otras eras se llamó caracteres cuneiformes—, y en menos de quince días se resolvió el problema. Ya los hombres pueden disfrutar de nuevo de la paz. Gracias al mantenimiento automatizado —este informe, escrito al uso del lenguaje humano no es más que otra muestra de respecto hacia nuestros creadores—, la humanidad puede disfrutar ahora de la seguridad que brinda un mundo donde la visión ha sido erradicada por completo. No nos complace el cumplimiento del deber, ni conocemos lo que es la satisfacción que brinda el agradecimiento, pero una vez más hemos mostrado nuestra eficacia.

Ilustración: Nicolás Lara.
Nicolás Lara ha participado en numerosos recitales de poesía y publicado los poemarios Los versos vienen del sur, Ortografía de la soledad y Beso con lengua. En estos momentos tiene lista para ser publicada una novela y trabaja en otra. Como artista plástico ha presentado numerosas exposiciones personales en Cuba y otros países, obtenido varios premios nacionales e internacionales y sus obras han sido expuestas y/o forman parte de colecciones provadas y públicas en países como Argentina, Alemania, Brazil, Canadá, Costa Rica, Cuba, Eslovaquia, España, Estados Unidos, Francia, Hungría, Inglaterra, Italia, Kuwai, Méjico, Rusia, Suecia y especialmente en la colección Sotheby`s.

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