Thursday, June 26, 2008

Apto



—Tengo que decirte algo —dijo Magaly, pero él lo sabía desde la noche anterior.
—Se acabaron los juegos de canasta.
Estaba contrariada, como si temiera el fin de las visitas al sótano. Porque la canasta era un pretexto, como antes el monopolio y mucho antes las damas.
—La culpa es de Elvira. No digas que no te lo advertí.
—No me di cuenta, lo siento.
—La culpa es de Elvira, lo hizo para joderme.
—¿Crees que sepa algo?
—Sospecha. ¿No te acuerdas la otra noche, que tiró la carta al suelo y se agachó de pronto?
—Por poco me coge.
—No debiste hacerlo. Tenemos que cuidarnos más.
—Bueno, está bien.
—No debiste hacerlo y tampoco debí dejarte. Soy mayor que tú y conozco a Elvira. Ahora ya no importa. Se acabaron los juegos de canasta.
—Pensé que lo iba a pasar por alto. Fue sólo una vez. Hasta creí que no se había dado cuenta.
—Siempre se da cuenta y no le gusta. No me hiciste caso. Ya pasó con la vecina del tercer piso. Subían todas las noches y de pronto se acabó, como ahora.
—¿Y si le pido disculpas? A lo mejor me perdona.
—Ni se te ocurra. No se lo menciones. Tú le caes de lo más bien. La culpa es de Elvira. Es una hijaeputa. El se lo dijo, que ella tenía la culpa. Baja como si nada, conversa con él, pero ya sabes que se acabaron los juegos de canasta.
La miró alejarse por el pasillo. Las piernas eran la parte más fea de su cuerpo. “Dos palitroques. Las piernas de esa Magaly son dos palitroques”, le oyó al encargado pocos días después de mudarse.
Hacía dos años de su llegada a La Habana. Desde el campo, su familia le mandaba comida en abundancia. Matilde se había brindado para cocinarle.
A él no le gustaba esa comida preparada a la carrera y prefería irse a un restaurante. La mujer era costurera y tenía que pasarse el día haciendo vestidos y arreglando ropa de hombre para poder mantenerse ella y sus dos hijas. Sus padres le enviaban dinero suficiente para comer en la calle todos los días.
Pronto se acostumbró a dejar a Matilde todo lo que traían los paquetes de alimentos que le enviaban desde el campo. Era una lástima que esas cosas se echaran a perder con la escasez que había en la capital. Además, el empleado de ferrocarril prefería dejar abajo las pesadas cajas y no tener que subirlas por la escalera hasta el segundo piso.
Todas las noches lo avisaban por teléfono y bajaba y comía con Magaly. A veces se quedaba a jugar a las cartas con ella, Elvira y el médico. Cuando comenzaba el juego Matilde se iba a dormir. Luego se marchaban Elvira y el médico y él se quedaba solo con Magaly.
Había pasado un mes desde la mañana en que fue a ver al médico y le enseñó el pene. Una noche se quedaron solos por un momento en la sala del pequeño apartamento. Magaly había salido con un ingeniero, profesor de la universidad. Una vez a la semana venía a buscarla para llevarla a comer. Elvira y su madre discutían en el cuarto. Decidió aprovechar la ocasión. “Ve mañana a La Covadonga, a las doce”, le dijo el médico.
El consultorio era una habitación pequeña, con un escritorio y un par de sillas. El doctor acaba de almorzar y antes de hacer la primera pregunta abrió una gaveta del escritorio. Sacó una caja de tabacos. Le brindó uno. El negó con una sonrisa. Nunca lo había visto fumar. Elvira se lo tenía prohibido. Tampoco había visto a nadie fumarse un tabaco tan grande en un hospital. El médico lo escuchaba con actitud profesional, esforzándose en impedir que la mirada se le perdiera tras el humo que comenzaba a llenar el cuarto. “¿Me lo quieres mostrar?” Llevaba meses sin atreverse a hacer la pregunta. “¿Has tenido dificultades al realizar el acto sexual?” Le pedía que retirara el prepucio para dejar al descubierto el glande. “No tienes ningún problema, es perfectamente normal.”
—Siempre lo he hecho con mujeres que ya se han acostado antes.
Quiso decirle que sólo se acostaba con prostitutas. No se atrevió. Esa otra mentira era muy grande, porque entonces no había putas en La Habana, o al menos no eran fáciles de encontrar. Dejó que el médico se imaginara con quien se acostaba.
—Tengo miedo de tener problemas si me acuesto con una virgen. Nunca me he acostado con una virgen. ¿Usted cree que pueda doctor?
Sintió alivio al decir una verdad. Volvió a preguntarse si quien escuchaba y miraba, con rostro comprensivo pero indiferente, creía que él se estaba acostando con Magaly. El hombre que en esos momentos disfrutaba de un tabaco era psiquiatra y urólogo. Estaba casado y vivía con Elvira que había sido su paciente y ahora era su amante. “Para Elvirita, mi paciente preferida”, leyó un día la dedicatoria en una edición en rústica de Los cuatro gigantes del alma. Todavía era posible adquirir el ejemplar por veinte centavos entre los libros viejos y casi siempre sucios que los vendedores callejeros colocaban con desgano en las aceras de La Habana Vieja. Elvira y el médico daban la impresión de ser un matrimonio; el otro matrimonio, como si no bastara con uno. Nunca se miraban ni se besaban y lo único que a éste no le gustaba era que ella era muy mal hablada. No resistía las malas palabras. Si alguien decía una en su presencia, daba la vuelta y se iba.
El médico llegaba y se tomaba dos o tres jaiboles mientras esperaba a Elvirita para salir a comer. A veces se encontraba con ellos en la barra de un restaurante. Era cuando Matilde no se acostaba temprano y él no podía quedarse solo con Magaly. Sin razón entonces para continuar en aquel apartamento caluroso y estrecho —al que siempre llegaba vestido de traje, luego de darle brillo a los zapatos y demorarse lo suficiente delante del espejo para que el nudo de la corbata ajustara perfecto al centro del cuello de la camisa—, salía a la Avenida de los Presidentes y cruzaba a la amplia senda para peatones del centro.
Con sus árboles y bancos —en los que siempre encontraba algunos enamorados— la zona de peatones de la avenida era un buen inicio para la noche habanera, que pronto le hacía olvidar el sótano y el tiempo que gastaba a menudo a la espera de que Matilde se acostara. Comenzaba a sentir la brisa mientras caminaba dos o tres cuadras hasta la calle 23, para doblar allí a la derecha hacia el mar. En La Rampa, antes de llegar a El Malecón, buscaba un lugar donde permanecer en la barra de un restaurante hasta que cerraran.
—No te preocupes, eres normal.
Cuando se lo contó a Magaly, ésta tampoco le hizo más preguntas. Pese al tiempo que llevaba insistiendo en lo mismo. “Tienes que lavártelo muy bien. Los hombres no se lavan bien esa cosa”, decía Magaly. Abría el agua caliente de la ducha al máximo y casi cerraba por completo el agua fría. Hasta que no podía soportar más el chorro. Era otro reproche que le hacía a sus padres: no haberlo circuncidado.
No fue hasta llegar a La Habana que el asunto comenzó a preocuparle. En las duchas del estadio universitario, durante las movilizaciones militares y en los trabajos agrícolas, veía a otros cuyos órganos sexuales exhibían el glande al desnudo. El suyo estaba cubierto por esa piel que tenía que retirar a la hora de orinar. De lo contrario era incapaz de dirigir el chorro, que terminaba mojando el pantalón. También estaba seguro de que ese trozo de pellejo había impedido que su pene adquiriera proporciones mayores. No estar circuncidado era una muestra de atraso, una costumbre bárbara y una falta de higiene. En todos los hospitales se practica la circuncisión en la actualidad. Lo había leído en un libro. Lamentó el haber nacido en un pueblo de campo, donde aún no habían llegado esos adelantos. La operación era muy sencilla cuando se le realizaba al recién nacido. En el adulto era un procedimiento doloroso, que demoraba días en sanar.
Conocía el sitio. Había vuelto a La Covadonga. La diferencia era que ahora nadie lo obligaba. ¿Y la insistencia de Magaly? ¿No era ella la causante de esta visita? Al menos en esta ocasión ningún telegrama había llegado a su puerta, casi a las doce de la noche, luego del mensajero gritar su nombre a la entrada del edificio y él salir al balcón y los vecinos asomarse a las ventanas para enterarse de la noticia. “Tengo suerte con este hospital, siempre salgo apto”, se dijo.
A los pocos meses de inscribirse en el servicio militar, fue llamado para un examen médico. A las cinco de la mañana en La Covadonga. Antes de la revolución la clínica era una institución privada y daba servicio a los que pagaban una cuota mensual de tres pesos. Ahora era un hospital público —como todos en Cuba—, aunque conservaba el nombre antiguo.
Luego de llenarle varios formularios lo pasaron a un consultorio dental. Le revisaron la boca. Tenía varias caries. Le asombró que tuviera caries. Nunca había pensado que eso pudiera ocurrirle a él. Las caries eran cosa de viejos, como sus padres. En su familia era raro que alguien se hiciera un empaste. Cuando una muela estaba mala se sacaba. Sus abuelos y muchos de sus tíos tenían la dentadura postiza. Su padre también. Ese era uno de sus mayores miedos: perder los dientes y que su boca se convirtiera en una franja rosada e inútil, solo apta para recibir una prótesis. La dentista —la última mujer que vio por las próximas tres horas, antes de que comenzaran a examinarle el resto del cuerpo— hizo una cruz en una casilla para caracterizar la higiene bucal. Señaló que era buena. Se lavaba los dientes sólo una vez al día. No era verdad que su higiene bucal fuera buena. Quizá tampoco tenía tantas caries.
Después le dijeron que fuera a un salón grande, con un biombo colocado al pasar la entrada. El biombo era de tela y tenía una armazón de metal, similar al que había visto en una película. Recordaba la escena en que éste servía para separar a la protagonista —que agonizaba— del resto de los pacientes. Tras el biombo el salón le pareció enorme. En las paredes laterales se abrían varias puertas. Luego supo servían de entrada a pequeñas habitaciones. En la del fondo habían colgado varios carteles. Las letras no se distinguían desde donde él estaba. Sólo veía varios puños en alto y manos que alzaban armas hacia el cielo. En la primera habitación, a la derecha, se encontraba un oficial que anotaba nombres en una lista. Un mostrador de madera separaba al oficial de los jóvenes que iban entrando. “Desvístase.” Un recluta tomaba la ropa y entregaba una ficha. Luego caminaba hasta el fondo del cuarto, doblaba a la izquierda y entraba en otro. Debían ser varios reclutas. No tuvo tiempo para diferenciarlos. “Todo, zapatos, medias. Desvístase completo.” El recluta no hablaba. Era el oficial el que impartía las órdenes. “Siéntese en aquel banco. Preséntese cuando oiga su número.” El número estaba en la ficha. A cada momento lo miraba para no olvidarlo. En el banco —de madera sin pulir—había diez o doce hombres de su misma edad, sentados desnudos. Nadie hablaba. Nadie miraba al otro. Al ser llamado por el número, se entraba en otra habitación. Luego en otra y en otra y en otra. Dos o tres veces tuvo que esperar antes de poder pasar. Entonces volvía desnudo al banco. En algunos cubículos había una mesa de reconocimiento. En otros una silla. Una o dos veces debió permanecer de pie y contestar las preguntas que le hacían desde detrás un escritorio. Un médico le mandó acostarse boca arriba y boca abajo, mientras le palpaba diversos órganos. Luego le separó las nalgas para observar el orificio del ano. Después le dijo que se parara y le presionó los testículos. Otro lo auscultó. Le mandaron caminar y mantenerse en la posición de firmes, con los pies juntos. En otro cuarto le examinaron la visión. El asiento del equipo óptico se le pegó a las nalgas y al levantarse pudo ver las pequeñas gotas de su sudor en la cubierta. Por último le preguntaron de pesadillas, temores y obsesiones. Al final del recorrido —pues sin darse cuenta le había dado una vuelta al salón, de derecha a izquierda— otro oficial revisó el expediente, mientras le devolvían la ropa y él se vestía presuroso.
—Habla con el médico. Está completamente borracho. Quiero irme —le pidió Elvira—. Tú te vas con nosotros.
No quería marcharse con ellos. Le había dicho a Matilde que iba a comer en la calle porque no quería enfrentarse de nuevo a la cara de reproche de Magaly. Para colmo, en el restaurante se había encontrado a quienes menos quería ver esa noche.
—No te preocupes, siempre toma igual.
—Es que luego se va solo para su casa. Un día se va a matar o se va a quedar dormido o lo van a coger y se lo van a llevar preso o le van a robar la máquina. Hoy además faltó a la guardia diciendo que se sentía mal. Si tiene un accidente y se enteran en la clínica lo botan.
—Lo he visto tomar más otras veces, no te preocupes.
—Díselo, a lo mejor a ti te hace caso. Está del carajo.
—No.
Al médico no le gustaba que Elvira hablara así. Sobre todo mientras jugaban canasta. “Vamos a ver, ¿cuál es la cabrona cartica que vas a tirar ahora Alex?” La miraba disgustado y se limitaba a un breve regaño. “Elvirita, Elvirita.” A esa mujer le gustaba joder. “Aquí tienes la cabrona cartica Elvirita.” Había caído en la trampa. Sabía que ella sospechaba que él quería acostarse con la hermana. Era una razón poderosa para que jodiera más aún.
Al día siguiente bajó a comer al sótano. El médico llegó a las diez. Se tomó un par de tragos y peleó con Elvira, que aún no estaba lista para salir. Una hora después se marcharon. Luego Matilde se acostó a dormir.
Pensó quedarse, pero Magaly le dijo que estaba muy cansada
“Completamente apto.” El oficial lo dijo sonriendo. El sonrió también porque se sabía inmune al ejército mientras estudiara en la universidad. Una semana después le escribió a sus padres, contándole del examen médico, y les dijo que estaba contento de su estado físico. “Hubiera sido mejor que tuvieras algún defecto”, le contestó su madre.
Fotografía: vista del malecón habanero al amanecer, el 17 de agosto de 2007 (Alejandro Ernesto/EFE).

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