Wednesday, November 26, 2008

La verdad a salvo



Esta tarde viene gente del ICAIC y tú tienes que estar porque yo no voy a estar —me dijo Alberto.
Quienes venían eran Francisco León y José Antonio González. Luego supe que a José Antonio le decían “Pepe Jruchov ” en otra época, aunque ahora asistía a los inicios de José Antonio en su misión de funcionario progresista, en momentos en que la cultura cubana entraba en su etapa más retrógrada.
Siempre hubo un nombrete acorde a José Antonio —algunos lo llamaban Pepe Antonio, pero es mejor evitar la posibilidad de confundirlo con el patriota de Guanabacoa que luchó contra los ingleses en el siglo XVIII— en cada momento de su vida. “Lloviznita” fue uno de los últimos, porque tenía un programa de televisión en que presentaba una película e interrumpía la banda sonora para intercalar sus comentarios críticos: “Observen la alineación del personaje principal, típica del cine imperialista”.
José Antonio convirtió los cambios de su guardarropa en la explicación más adecuada para entender la decadencia occidental: “La inflación capitalista demuestra la espiral en aumento de una vertiginosa caída del sistema. Mocasines, como los que traigo puesto —por ejemplo— hace un año valían veinticinco dólares en Panamá. Estos, que son los últimos que compré, me costaron cuarenta dólares en Madrid”.
Ya estaba fuera de Cuba cuando me enteré de su muerte. Fue una de las víctimas de un accidente aéreo en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Un avión que se estrelló al despegar. Por años lo consideré una muerte justiciera. Ahora me parece simplemente un acto irremediable: no se puede practicar con impunidad el vicio de perseguir tantos vuelos.
—Esta mañana tuve una reunión con Alfredo y León —me explicó Alberto.
—Tuve que darle un parón a León. Me vino a dar clases de ideología y no permito que nadie venga a darme clases de ideología —. El rostro de Alberto era cada vez más serio mientras hacía el cuento.
—Le recordé que un reloj puede estar parado, pero aún da la hora dos veces al día.
Alberto hablaba en un tono preocupado que no era común en él —siempre sonriente—, por lo que las noticias no eran tan buenas para nosotros, como sospeché luego de saber de la conversación con Fidel.
Habían pasado unas tres semanas desde esa reunión con el Comandante en Jefe, que pocos en el grupo conocían. Ahora —por primera vez desde la creación de los cine-clubs— los funcionarios del ICAIC querían reunirse con nosotros. Es más, venían a las oficinas de Extensión Universitaria. Ellos, que a veces demoraban varias semanas en aprobar una lista de solicitud de películas, de pronto se interesaban en un grupo de estudiantes a los que hasta entonces habían hecho todo lo posible por menospreciar.
Ese interés momentáneo no era bueno para nosotros. Me di cuenta durante la conversación con Alberto esa mañana. Los que asistieron a la reunión lo supieron al caer la tarde, porque los funcionarios del ICAIC llegaron puntuales y se demoraron dos horas en explicarnos que el momento era de prudencia.
Fueron generosos en su paternalismo, pero dejaron en claro que ellos eran los máximos responsables de todas las películas que se ponía en el país, sin importar que fuera una sala universitaria o un cine de barrio.
También nos hicieron saber que si se reunían con nosotros, era para salvaguardar la verdad en tiempos difíciles.
Algunos nombres no se podrán mencionar, pero la verdad hay que decirla siempre. Eso fue lo que nos expresaron, con el orgullo que se siente al salvaguardar la cultura en los momentos de mayor peligro.
—Hace poco tuvimos que hablar de la guerra de Argelia, a raíz de una proyección de La Batalla de Argel —comenzó diciendo León.
—Dijimos que hubo intelectuales franceses que se opusieron a esa guerra —agregó José Antonio.
—No mencionamos nombres —era León quien proseguía aclarando las cosas.
—No dijimos que Sartre fue uno de esos intelectuales —nos explicó José Antonio.
—El nombre de Sartre no debe mencionarse ahora —nos advirtió benévolo León.
—Pero la verdad quedó a salvo para el día de mañana, cuando de nuevo pueda volver a hablarse de Sartre —se adelantó José Antonio.
—El que sabe nos entendió. Por supuesto que nos entendió muy bien —se justificó León.
—La verdad quedó a salvo —dijo José Antonio al tratar de redondear la idea.
—Ustedes y nosotros sabemos que fue Sartre uno de los intelectuales que se opuso a la guerra de Argelia. Hay otros que también lo saben. Pero ese nombre no debe pronunciarse ahora. No es el momento adecuado —volvió a recalcar León.
La repetición resultaba el método apropiado para que los estudiantes aprendieran.
—Igual ocurre entre nosotros. Hay nombres de intelectuales cubanos que no deben pronunciarse ahora —recalcó José Antonio.
—Nadie que haya abandonado el país. Ningún traidor. Ningún contrarrevolucionario. Los apátridas no tienen cabida en la cultura revolucionaria.
León ya no daba clases: advertía.
La palabra “pronunciarse” fue lo que más me llamó la atención de ese discurso. No sólo era negarnos el derecho de hablar de Sartre, de mencionar su nombre. Como buenos maestros, habían encontrado el ejemplo perfecto.
Mencionar al autor de La Nausea cumplía varios propósitos. Su firma había aparecido en una carta de protesta de los intelectuales europeos, en que se pedía la liberación del poeta Heberto Padilla. Hacer referencia a un intelectual francés servía para recordarnos que el ICAIC había tenido razón en preocuparse por nuestra simpatía con el pensamiento y el cine de esa nación europea.
Los intelectuales franceses no estaban solos. Muchos artistas y escritores occidentales habían demostrado que eran incapaces de comprender una revolución verdadera. Y nosotros llevábamos meses alabando sus obras, citando sus ensayos, intercalando referencias de sus novelas en los cine-debates y la revista.
Pronunciarse era algo más que nombrar. Implicaba que no debíamos tomar partido por las figuras que en aquel momento el Estado cubano consideraba enemigos ideológicos. A menos de que quisiéramos convertirnos en traidores. Porque una cosa era salvaguardar la verdad y otra muy distinta era traicionar a la revolución.
Fotografía: un ciclista avanza en medio de la niebla de la mañana, en la provincia de Matanzas, el 25 de noviembre de 2008 (Javier Galeano/AP).

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