Thursday, October 30, 2008

Azúl y negro



—A ver, ¿cuál es el mejor libro de historia de Cuba?
—El de Ramiro Guerra. Aunque creo que ahora hay otros, como el de Ibarra y Le Riverend.
—No hablo de manuales. Te pregunté por libros.
—¿Cuál es?
All the Best in Cuba de Sydney Clark. ¿No lees inglés? Deberías aprenderlo.
—¿Es un libro de historia?
—¿Y quien dice que la historia se aprende en los libros de historia? Es una guía turística.
Nunca había visto una guía turística sobre Cuba, ni en inglés ni en español. Sólo conocía su viejo mapa.
—Nadie como ese americano para captar la realidad de este país. Y después gritan que nos despreciaban. Clark dice que al lado de la travesía de Gómez y Martí para llegar a Cuba y unirse a la guerra, y luego el desembarco por Playitas, el famoso cruce del Delaware por Washington no pasa de ser un simple evento deportivo. ¿Te imaginas a un americano diciendo eso? ¿Quién era el dueño del Sloppy Joe’s? ¿Un americano? No señor. Un gallego llamado José Abeal Otero. El de Cayo Hueso surgió luego del de La Habana. Después Hemingway lo hizo famoso y todos hablan de la penetración imperialista. Siempre hemos sido buenos en tres cosas: en crear música, en hacer tragos y en fabricar héroes. Sangre y Sandunga. Esa es la batalla que siempre se ha librado en Cuba. Quiero ver quién va a resultar vencedor al final. Por eso no me voy.
Para él no cabían dudas sobre el vencedor. Meses atrás, en la barra de El Monseigneur, había escuchado un discurso de Fidel Castro donde anunciaba el cierre de los bares, la extinción de cualquier pequeño negocio privado, hasta de los puestos de frita callejeros, el fin de la vida nocturna y los clubes y cabarets. Si los restaurantes de lujo seguían abierto —el propio Fidel lo había expresado claramente— era para sacarle el dinero a los pocos viejos siquitrillados que quedaban en el país. Al irse muriendo éstos, irían cerrando para dar paso a comedores obreros y cafeterías populares. No se lo dijo todo a Vera, pero lo suficiente para que éste repondiera:
—Hay un cuadro que me gusta mucho. Es de un pintor flamenco. Se llama El combate entre el carnaval y la cuaresma. Lo vi en Viena cuando era un adolescente. Pues bien, en Cuba nunca ha existido un combate entre el carnaval y la cuaresma. Eso es propio de los países donde impera la tradición protestante. Nuestra cuaresma es también un carnaval. Lo que siempre hemos tenido es un vaivén entre el carnaval y la matanza, un movimiento pendular entre la rigidez y el desenfreno.
—La época de las mulatas con maracas ya pasó. Para bien y para mal —agregó él.
—No lo creo ¿Conoces la filosofía de Nietzsche? Ahora no se menciona. Nietzsche habla de lo apolíneo y lo dionisíaco, porque era alemán y no cubano. Los cubanos sólo conocemos lo dionisíaco. Claro que Dionisio no sólo era el dios del vino y la orgía, sino también un asesino y un vengador terrible.
—Estamos sumidos en la austeridad. Este restaurante, todos los restaurantes de lujo, sobre todo El Monseigneur, no son más que una aberración que irá desapareciendo de este país, que cada día se parece más a un inmenso cañaveral. Mi problema es que tengo un desfasaje en el tiempo. Me siento más viejo de lo que soy. Participo de la decadencia y me gusta. Pero reconozco que paso las noches dentro de un mundo que se acaba. Añoro la generación anterior a la mía. Quisiera haber sido adolescente en los cincuenta, disfrutado de la vida nocturna habanera, haber tenido la oportunidad de incorporarme a la lucha contra Batista. Ahora todo es soso y formal. El heroísmo es organizado: ser miliciano, hacer guardia, ir al campo. Ni siquiera tuve edad para combatir durante los primeros meses de la revolución. Me hubiera gustado ir a Girón. Mis padres no me dejaron ser Boy Scout cuando niño. Dijeron que era muy chiquito. Y cuando ya no fui muy chiquito, tampoco me dejaron ser explorador ni joven rebelde, porque ya habían botado a los curas y los Boy Scouts estaban en Estados Unidos mandados por los padres para que no les quitaran la patria potestad. Y luego fue demasiado tarde, porque al que no le interesaba ser joven rebelde, que ya no era joven rebelde sino joven comunista, era a mí.
—No tengas envidia por mi generación. Es una generación maldita.
—¿Por hacer la revolución?
—La revolución no es más que la consecuencia. Somos la generación que más daño le ha hecho a este país. Un grupo de resentidos y envidiosos. Eso es lo que somos. Siempre criticando a los americanos. En este país a nadie se le ha ocurrido hacerle un monumento a Horatio Rubens, que fue el que exigió que en la Joint Resolution del Congreso de Estados Unidos quedara establecida la libertad de Cuba. A lo mejor ni siquiera sabes quién fue. No te lo critico, porque nunca te lo deben haber enseñado. Años y años protestando contra la Enmienda Platt, sin preocuparnos por aprender a gobernarnos bien. Mi generación es la culminación de tanto resentimiento inútil. Ojalá y nunca nos hubiéramos independizado de España. Los patriotas lo único que han hecho es joder a esta isla. Verdad que los españoles no eran unos santos. Pero lo que vino después fue peor. No nos cansamos de protestar, y ahora tenemos un hijo de gallego que no nos deja levantar la cabeza y hace bien. Nos lo merecemos.
De tener más años habría respondido que jamás había escuchado una reafirmación más revolucionaria en un lenguaje más gusano, y compartido el pesimismo de Vera —mucho después, ya en Miami sentiría con frecuencia la necesidad de escribirle o llamarlo por teléfono, de decirle que aquella tarde en La Torre tenía razón. Pero nunca lo hizo porque sabía que Vera estaba muerto, que a finales de los setenta, luego de vegetar por seis meses en un hospital y de recuperarse parcialmente tras una trombosis, un infarto evitó a tiempo un deterioro mayor en aquel hombre nacido para triunfar y cuya vida transcurrió mayormente en la frustración.
Entonces sólo le dijo:
—De cualquier forma, hubiera preferido nacer quince años antes.
—No lo creas —se limitó a responder Vera. Quizá sintió lastima por él, porque luego de acabar el trago agregó:
—Representas a la avanzada del futuro. Tú problema es que nunca te lo reconocerán.
Fotografía: El Malecón de noche.

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