Sabe que es ella. De inmediato la reconoce. Sin recordar las veces anteriores en que la contempló de lejos. Sin tiempo apenas en el primer instante para pensar en el escritor, que a partir de ese momento le ayudará a tratar de que también sea suya. Ajena e indestructible. Como sabe por primera vez que será siempre. Ella que golpea el fondo del yate, a la que se entrega con una mezcla de impotencia y alegría que no logran opacar los tres vasos de Johnny Walker Etiqueta Negra a la roca. Ni el mareo que llega poco a poco, que resiste porque sabe lo espera desde que se negó a ponerse un parche la noche anterior. Y luego el otro que le ofrecieron al subir. Terco en su intención de sentirse indefenso, como ahora se siente. Pese a los dos motores poderosos que sin derrotarla logran avanzar en su contra. Y el estar sentado en el segundo piso. Sin atreverse a bajar a cubierta o subir al puesto de mando. Ella, la Corriente del Golfo.
—Bueno señores, y ahora una última pregunta: ¿Traen armas?
—No.
Ese es otro de sus problemas: ser siempre lento y apresurarse cuando no hay que apresurarse. Mira a sus compañeros, que empiezan a depositar sobre la mesa una Glock19, una Beretta92FS, una Walter PPK, una Bronning A-Bolt y un Colt 1119AM, calibre 45. No basta con las pistolas y el revolver. También aparecen la carabina Winchester, Model 94 Tradicional-CW, calibre 30-30, con un magazine 44 Remington, y el fusil Bronnig A-Bolt, con cartuchos 12" 25-06 Remington.
Todos sacan las licencias correspondientes. Se siente desnudo.
—Bien señores. Todo está en orden. Muchas gracias y que tengan una estancia placentera en Nassau.
Los aduaneros vuelven a darle la mano a cada uno de los miembros del grupo. Salen y saltan a la lancha patrullera que se aleja rápida.
El yate entra lentamente en la bahía y se dirige a uno de los muelles. No es de los primeros en salir. Lo hace luego que el capitán y su ayudante terminan de amarrar la embarcación y colocan en uno de los costados el grueso cable eléctrico. Observa como ambos desenrollan una manguera para limpiar la embarcación. Busca un taxi para dirigirse al casino. No hay ninguno libre. Dos que han salido antes que él tomaron el último momentos antes. Se dispone a esperar cuando ve que el taxi retrocede y sus compañeros de viaje le dicen que monte. Se niega. Cuando le insisten teme ser descortés y se une a ellos. Le prometen que luego de comer irán a jugar. Se alejan del puerto para yates de recreo y atraviesan por calles de viviendas humildes. El automóvil se detiene ante una especie de almacén. No escucha la música que sale del local, pero tampoco logra escapar del estruendo.
—Esto es mejor que el casino —le dicen a la vez sus dos compañeros. Uno paga la entrada. Con ellos ha entrado varias muchachas, que estaban en la puerta del local. Se da cuenta que sus acompañantes también les han pagado la entrada a ellas, porque las mujeres no se separan del grupo.
—Esta noche va a ser lo mejor de la expedición— le dice uno de los hombres que acaba de conocer la madrugada de ese día. Pero comprueba con alivio que apenas puede escucharlo.
Cree ver una luz y comienza a llamar a la tripulación, que se agolpa sobre cubierta. Otros creen verla también. ¿O lo dicen sólo para congraciarse con su jefe? La visión se repite. Luego se aferrará a lo ocurrido para reclamar los 10,000 maravedíes, ofrecidos por los Reyes al primer expedicionario que divisara tierra. Un gesto de avaricia. Posiblemente. Lo criticarán por ello. Ese día el sol se había puesto a las 5:30 p.m. El “crepúsculo náutico” —que marca con su culminación el comienzo de la oscuridad total— ocurrió a las 6:15 p.m. Soplaba un viento que se conoce como “alisio reforzado”. Ese es un viento que levanta gran oleaje en el mar, pero que no afecta a las carabelas, porque lo llevan de popa mientras avanzan rumbo oeste. A esta hora se encontraba a unos 81 kilómetros de la isla Watling. Distingue las luces a 10:00 de la noche, cuando ha rebasado la zona del litoral del este y está pasando por el sur de la isla. Dos horas después de la medianoche, la tierra aparece a la distancia de dos leguas. Decide esperar hasta el amanecer para tomar posesión de la tierra, en nombre de la corona española. La nombra San Salvador. No sabe —lo sabrá después pero nunca le importará— que esa tierra ya tiene nombre: Guanahaní en el lenguaje de los lucayos. El nombre, sin embargo, será importante siglos después, cuando los historiadores no se pongan de acuerdo en identificar a Guanahaní, y disputen su origen en varias islas, islotes y cayos.
El cayo tiene una playa larga, que se extiende por toda su costa. Puede recorrerse en una mañana, ya que mide casi 4,4 kilómetros de largo y 3,2 kilómetros de ancho. Su suelo apenas se eleva a unos 18 metros sobre el nivel del mar. Nada dificulta el andar, porque su vegetación se limita a la hierba de duna y el lino de la costa, la uva caleta y el hicaco. Aquí y allá aparecen palmas de pequeño tamaño. Al poco rato de caminar surge una laguna, que cubre casi toda su superficie. En ella abundan los peces y las tortugas, Nadie va allí a pescar. Son especies menores y los pescadores prefieren el mar.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —el hombre de unos cincuenta años se le había acercado al verlo detenerse. Ambos se sentaron en la arena.
—Dinero.
—¿Cómo?
—Me pagan bien por escribir sobre lo que va a pasar aquí. Quería hacerlo desde mi casa, pero me dijeron que si no venía se lo daban a otro. La revista en que colaboraba lo había enviado para hacer un reportaje sobre la expedición, organizada por un grupo de exiliados cubanos para determinar cuál había sido en verdad la isla en que Colón había desembarcado por vez primera, durante su primer viaje de descubrimiento. Desde el principio le llamó la atención que nadie se presentara como historiador, investigador, antropólogo o académico. El grupo estaba formado por agentes de bienes raíces, empresarios de televisión y hasta oficiales de la policía local. El no era el único periodista que acompañaba la expedición. Venían también un camarógrafo y un reportero de una emisora de televisión de la ciudad, con el objetivo de realizar un programa especial sobre la llegada de los españoles a América. Había además otro camarógrafo y una especie de asistente que se hacía llamar productor de cine, pero que en realidad su labor se limitaba la mayoría de las veces a hacer funciones de sonidista y a cargar una batería adicional para la cámara. Estos dos últimos estaban dedicados a filmar una película sobre la primera expedición científica de exiliados cubanos dedicada da desentrañar “el misterio de Colón”.
—Bueno, entonces para usted esto tiene sentido. Pero yo maldigo la hora en que me metí en este enredo—, dijo Daniel Bejar.
Bejar era judío y maldecía. También comía carne de cerdo. Eso lo supo después. Un día Antonio Morales le dijo a Bejar que cocinara, ya que tanto alardeaba de ser tan buen cocinero. Entonces había sacado un costillar de carne de cerdo de la nevera del yate.
—Lo hizo para humillarme, pero se jodió. A mi qué coño me importa cocinar cerdo u otra cosa. Para la cantidad de bichos raros que he comido en tantas guerras que he estado— le había contado al día siguiente Bejar.
—¿Por qué vino entonces?
—No quiero dejar solo a Morales. Me tiene que devolver las piezas. Si lo dejo solo y me desentiendo de este rollo lo va a tomar como excusa. Entonces se hace el ofendido y no me da las piezas.
—Puede demandarlo.
—No creo en abogados. Tampoco en jueces. Al final, se queda con las piezas.
Bejar era el propietario de una de las mejores colecciones de artefactos de la cultura taina del mundo. Eso era lo él decía. Lo que venía repitiendo desde que se montó en el yate. Morales tenía una oficina de bienes raíces y era el organizador de la expedición.
—Se las presté como parte del proyecto. Para que las tuviera en su casa por un tiempo. Así él podía exhibirlas y pasar como un especialista en las culturas aborígenes. De lo contrario, nadie iba a financiarle esta expedición. Dijo que me iba a pagar. Me las alquiló. Pero cuando le dieron el dinero no me devolvió nada. Tampoco me pagó. Ahora dice que me va a pagar el doble cuando venda la película. Llevamos una semana dando vueltas como idiotas por estas islas de mierda, y no veo que tenga un plan ni nada por el estilo. Estamos perdiendo el tiempo.
—A lo mejor tiene un plan y no quiere decirlo.
—¿Qué plan ni un carajo? Es un imbécil. Y más imbécil fui yo en prestarle las piezas.
—Como Colón.
—¿Cómo?
—Como Colón. También tenía un plan y no se lo dijo a la tripulación. Somos la tripulación de Colón.
—Colón era un buen cabrón ¿Sabe que era judío?
—He oído decir eso. También que era cubano.
—¿Cómo?
—Colón era cubano.
—Está bueno eso. Así que Colón era cubano. Peor que un judío. Entonces sí estamos jodíos. De verdad que estamos jodíos.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.
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