Todos comentaron la carta en la sala de redacción, pero era un asunto interno. El hijo del escritor famoso sabía que, para hacer notar su presencia entre los lectores, no bastaba con cambiar la frecuencia de publicación de algunos columnistas. Echó mano al recurso más socorrido que tiene un editor para darse a conocer: cambió el diseño de las páginas editoriales, que a partir de entonces se semejaron a las del New York Times.
Junior decía que la decisión de alargar la frecuencia de publicación de las columnas de “los escritores de la casa” no era suya sino del editor del periódico en inglés, que era al mismo tiempo el presidente de la compañía. El diario tenía que abrirse a nuevos colaboradores del exterior. Era una necesidad reflejada en las encuestas que con frecuencia realizaba el diario, en la que los lectores se quejaban de estar hartos de leer siempre los mismos columnistas. Por otra parte, las páginas debían enfocarse más en los asuntos locales y menos en el tema cubano (el preferido de quienes trabajaban en el periódico). La empresa estaba empeñada en lograr una mayor diversidad, tanto de puntos de vista como de contenido. Nosotros creímos que además de la diversificación —que en la práctica evidenciaba el interés de atraer lectores de otras nacionalidades, cuya presencia en Miami estaba en aumento según las estadísticas—, lo que se intentaba era tratar de acallar las voces de quienes trabajábamos en la compañía. Pensamos que se hacía con dos objetivos muy bien definidos: impedir que nos diéramos a conocer —y el día de mañana independizarnos o conseguir un trabajo mejor— y cerrar toda posibilidad de que se fuera a identificar al periódico con nuestros criterios. Confiábamos, sin embargo, en que Junior iba a barrer con algunos pésimos columnistas, cuya única razón de permanencia en las páginas era que pertenecían a organizaciones exiliadas o repetían los criterios de la “línea dura”, los cuales solo eran populares entre una población anciana de lectores seguros, cuya relevancia disminuía a diario gracias a la transformación que experimentaba la comunidad con la llegada de nuevos inmigrantes.
No nos equivocamos en lo primero. A partir de ese momento y bajo diversas “administraciones” —de forma similar a cuando un negocio cambia de dueño o de gerente, y lo primero que este hace es colocar un cartel bien visible: “Bajo nueva administración”—, el periódico continuó la política de no ver con buenos ojos a los empleados que trataban de publicar artículos de opinión en sus páginas.
Pronto nos dimos cuenta de que estábamos errados en lo segundo. La mayoría de los columnistas habituales —que no eran miembros del staff, o como él nos llamaba “escritores de la casa” — no fueron eliminados y continuaron publicando sus columnas semanales sin cambio alguno.
Mientras tanto, las páginas editoriales se vieron llenas de un variado número de colaboradores, que solo tenían en común su relación con Junior o su padre. En primer lugar, comenzaron a aparecer columnas de prestigiosos autores latinoamericanos, como Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Camilo José Cela. Pero no se trataba de artículos originales sino de “refritos”, que originalmente habían aparecido en El País, Vuelta y otras publicaciones similares. Junto a ellos, hicieron su entrada un buen número de escritores izquierdistas de todo tipo —desde Mario Benedetti hasta varios intelectuales puertorriqueños—, que hasta ese momento no habían visto figurar sus criterios o aparecer su nombre en el periódico más importante de Miami. Pero sobre todo, empezaron a publicar un grupo de desconocidos, con temas de poca importancia para la comunidad —un festival de cine latinoamericano en Ontario, la llegada del verano en cualquier ciudad europea—, cuya única razón de aparecer en las páginas era su amistad con el director de opiniones.
Por otra parte, la empresa inició una fuerte campaña para promover la figura de Junior —que incluyó dos presentaciones semanales en el principal canal de la televisión en español. En poco tiempo, este entró en contacto con los grupos más influyentes del exilio, especialmente con la Fundación Nacional Cubano Americana, algo que le rendiría frutos personales posteriormente. Mas Canosa, el director de esa organización —la más poderosa en la historia del exilio cubano—, aparecía por primera vez en las páginas editoriales del diario en español, expresando sus criterios y no respondiendo a uno de los frecuentes “ataques” del periódico en inglés. Pero además, Junior se reservó el derecho de dar a conocer su punto de vista en toda ocasión que estimaba pertinente. No solo comenzó a escribir una columna semanal los sábados (los domingos aparecían la columna del hispanic token, que fungía como editor de la versión en español del diario y la del americano que era el editor del periódico en inglés), sino que en ocasiones publicaba otra los días entre semana. A veces artículos serializados para su aparición en días sucesivos. Ese mismo año hizo un viaje a China de más de un mes de duración. Al regreso publicó una columna en tres partes sobre “La China”.
Comenzó el nuevo año y tres columnistas —miembros del staff— se reunieron con Junior para preguntarle por qué no había cumplido su promesa de una reestructuración general de los columnistas. Querían saber si existía la posibilidad de devolverles su columna semanal. Este respondió que no y los tres renunciaron a seguir colaborando. Esto no alteraba su situación laboral, ya que no eran empleados de la sección de opiniones. Los despidió con un apretón de manos y agregó que en una situación similar probablemente él hubiera hecho lo mismo. Sin embargo, al abandonar estos su oficina fue a ver al editor de la versión en español y le pidió que los botara. El editor —que se comentaba había llevado al presidente de la compañía la propuesta de contratarlo, a sugerencia del columnista y exdirector de las páginas editoriales, quien aspiraba a ser presidente de Cuba— se negó. Fue la primera ocasión en que Junior vio que no le iba a resultar fácil imponerse. Él también formaba parte de una gran empresa, que como tal, tomaba en cuenta diversos criterios, y entre cuyos directivos se podía encontrar no solo a ejecutivos capaces sino a personas que respondían a los más diversos intereses y puntos de vista.
El editor (publisher) del periódico en español era un anciano con fama de inepto. Preocupado sobre todo de obedecer las órdenes de los americanos, era conocida su frase: “No tengo nada que agregar a lo dicho por Mr. ...”, a la cual se reducía su participación en cualquier reunión, para así evitar problemas. A esa actitud —tan saludable a la hora de mantener un puesto y un salario envidiable e inmerecido— se sumaba un detalle afectivo, casi de abuelo bondadoso: uno de los insubordinados era su preferido —conocido por su vocación de hacer chistes y su destreza para caer simpático— y otro había tenido la delicadeza de escribirle el prólogo a un libro en que recogía algunas de sus columnas dominicales, publicado por el propio periódico. El disgusto de Junior no era causa suficiente para despedir a tres buenos empleados, que también gozaban de popularidad entre los lectores del periódico.
Con el paso de los meses —al tiempo que la sección de opiniones se volvían cada vez más aburrida, según el criterio generalizado de lectores y periodistas—, Junior se dedicó cada vez más a sus asuntos personales, entre ellos y en primer lugar a divulgar sus criterios políticos. Poco a poco restó atención a las páginas a su cargo, y dejó la ejecución diaria a una eterna aspirante a la jefatura de la sección, quien a su llegada lo había detestado con odio profundo y callado —y que lo consideraba un usurpador del puesto que en la práctica ella venía desempeñando desde hacía años, sin demostrárselo nunca porque era conocedora de la disciplina burocrática—, pero ahora convertida en su cómplice y beneficiada, ya que este había logrado que la nombraran subdirectora de la sección.
Solo un día a la semana, Junior se encerraba en su oficina y trabajaba varias horas arduamente. Era el viernes por la tarde, cuando editaba la columna del editor del periódico en español: una labor de responsabilidad que corría a su cargo. Aunque me desempeñaba en la mesa de noticias —había entrado al periódico como traductor y era ahora redactor de mesa—, me preguntaban con frecuencia si quería hacer horas extras en la sección editorial. Siempre decía que sí, porque el trabajo era fácil y solo tenía que revisar los textos y hacer pequeñas correcciones, sin alterar el estilo del autor aunque este resultara lamentable. Cada vez que veía que Junior se encerraba en su oficina, y dedicaba varias hora a la labor de editar al publisher del periódico en español, pensaba en la integridad periodística del director de la sección: alguien que supervisaba el material de sus páginas sin distinciones de ninguna clase, sin detenerse a pensar si los párrafos ante su pantalla habían sido escritos por la persona responsable ante la comunidad y la empresa de un órgano periodístico hispano de tanto prestigio —un diario que salía todos los días a la calle para informar de lo que ocurría en el mundo a los que no podían leer en inglés: “El mejor y más grande periódico en español” editado en Estados Unidos— con objetividad y ética periodística a toda prueba.
La realidad era otra. Más prosaica. Muy a tono con la ciudad en que vivía. La columna que el editor hispano entregaba para ser publicada estaba llena de disparates, faltas de ortografía garrafales y errores de todo tipo. Como era puesta en el sistema por su secretaria —una joven cubanoamericana que carecía de un dominio adecuado del español, quien se limitaba a copiar textualmente lo que su jefe escribía en un par de cuartillas—, los disparates llegaban hasta la mesa editorial sin ser corregidos. Junior siempre se empeñaba en ser él quien arreglara los dislates, para evitar que trascendiera a la calle que el editor del periódico era un anciano casi analfabeto.
En una ocasión en que estaba de viaje —¿recorriendo “La China”?— y la subdirectora enfermó, los editores de mesa pudieron descorrer el manto de piedad que encerraba la labor de Junior al recibir el disquette que la secretaria entregaba puntual los viernes por la tarde. No quedó más remedio ese día que poner el texto en manos de un simple editor de mesa. Al poco rato, la verdad era conocida por unos cuantos y luego por todos. Fue entonces que mis compañeros ocasionales —sin proponérselo— me hicieron sentirme estúpido, al comentar el descubrimiento. Lo que yo creía era una muestra de independencia, expresaba un gesto de servidumbre. ¿Puedo agregar que envejecí un poco?
Un comentario casi al margen que no lo es. Ese publisher del diario en español se retiró pocos años más tarde, con todos los honores del cargo, para decirlo de forma casi cursi. Entre dichos honores abundaron las cestas de regalos cargadas con vinos y bebidas, especialmente botellas de whisky del que se comentaba era muy aficionado, y que también recibía anualmente durante la temporada navideña y hacía llevar a su automóvil por el copyboy del periódico.
Dos detalles surgieron durante su breve retiro. Uno es que nunca más escribió otra breve columna dominguera; él que se ufanaba en haber quedado como el único columnista semanal del periódico, con sus textos siempre de un marcado carácter anticastrista. Otra es que ese anticastrismo se eclipsó a su partida, pues al poco tiempo viajó a Cuba, permaneció en la isla casi un mes y allí pasó el tiempo en encuentros con sus antiguos condiscípulos y amigos, muchos de los cuales se habían convertido en importantes funcionarios del gobierno durante los años de exilio del columnista semanal anticastrista y publisher del periódico en español: reuniones que según se comentó entonces no pasaron de simples comelatas y borracheras pagadas por el hijo —digo, amigo— prodigo. Al volver a Miami. falleció poco después. Al parecer, murió satisfecho y feliz.
Junior también estaba envejeciendo, porque cada vez más fue dejando esa labor de profesor de español de escuela primaria en manos de la subdirectora, al tiempo que crecían sus diferencias con la dirección general, al percatarse los ejecutivos de la compañía matriz que no era una persona “fácil de manejar”.
Sin embargo, no fue hasta el estallido del conflicto fronterizo entre Perú y Ecuador que los gritos de batalla se oyeron en Miami. No estaba en la redacción el día en que el presidente de la compañía subió a anunciar la renuncia de Junior. Dicen que estaba rojo como un tomate. Por entonces corrió la versión de que el hijo del escritor famoso entró en la oficina del editor en inglés y le dejó la renuncia, en esta ocasión definitiva —semanas antes había renunciado por primera vez y lo habían convencido de que volviera— sobre el escritorio.
El editor y presidente no se encontraba en la oficina. Junior salió sin esperarlo. Al minuto de este regresar, la secretaria le avisó de que tenía la llamada de una periodista. Como esta había trabajado en el diario, el editor aceptó la llamada inesperada. Luego del saludo, la periodista le preguntó si era cierta la noticia de la renuncia del director de opiniones. Entonces el editor miró los papeles colocados sobre su escritorio y vio la carta.
El presidente de la compañía anunció la salida de Junior, y pese a su acostumbrada cortesía y buenas maneras tuvo un momento para dejar en claro que a partir de ese momento le importaban un carajo las opiniones e ideas de este. El editor en español, que ya preparaba su retiro, no hizo más que repetir una frase esperada: “No tengo nada que agregar a lo que ha dicho Mr. ...”.
Unos que salieron ganando con la partida fueron los tres periodistas que habían renunciado a sus columnas, pues les ofrecieron publicarlas de nuevo. Eso sí, aclarándole que quincenalmente, pues el anciano de las columnas llenas de falta de ortografía le había cogido el gusto a una frase: “El único que publica semanalmente en el periódico soy yo, además de Mr. …”.
No trato de ser imparcial ni objetivo. Estas son mis impresiones de mis años en el periódico. Al tiempo que las escribo, trato de recuperar mi rencor, mis actitudes y percepciones del momento, sin preocuparme de si luego estas fueron modificadas y si era injusto e inmaduro. Todas las situaciones están vistas a través de un prisma subjetivo. Cuando Junior renunció les dije a algunos que, pese a lo mal que nos caía, había que reconocerle un mérito: en él el periodista se impuso sobre el burócrata. Demostró que no le interesaba el poder al precio que se lo ofrecían. Me respondieron que había actuado como un niño malcriado. Era fácil renunciar contando con la posibilidad de vivir en Londres o en Madrid, y no en Miami, y con un apellido que abría la puerta de cualquier periódico. Todavía creo que la experiencia le resultó amarga. También pienso que —de haber sido director— hubiera resultado mucho mejor que todo lo que vino después. Pero no es bueno hablar sobre el futuro, aunque el futuro ya sea pasado.
“Tengo que encontrar el password. Voy a llevarla a algún lugar donde puedan entrar al disco duro. A lo mejor los libros están dentro, ya terminados, y esto son solo páginas que sacaba a veces para entretenerse, para verlas impresas. Lo del periódico está bastante avanzado, pero más bien es un diario personal. No sirve para publicarlo así. ¿Cuándo lo hizo? Unas veces parece escrito de memoria y luego hay varias páginas que son simples anotaciones”. Dejó los papeles donde los había encontrado.
Al salir del apartamento se dirigió a la oficina de edificio. El encargado del inmueble le extendió la mano y puso una cara de pesar que le pareció excesiva. Decidió ser breve, porque descubrió que el hombre era cubano y sabía que tras el pésame vendrían dos o tres comentarios triviales para terminar en la pregunta conocida. O lo que temía más, en la sugerencia de que se postulara para las próximas elecciones en la isla.
—Voy a pagar la renta por un mes, si no hay inconvenientes. Todo ha sido muy repentino. Necesito tiempo.
—No faltaba más. Todos sentimos mucho lo ocurrido. Su hermano no era muy hablador, pero todos los queríamos mucho.
El encargado le hablaba en español. Había abandonado el inglés al reconocerlo luego del saludo. Sacó la chequera. Cambio de idea de nuevo, cuando puso la cifra tras escribir el nombre de la compañía encargada del edificio y la fecha.
—Tres meses. Necesito tres meses antes de cambiar las cosas de mi hermano.
Lo dijo como siempre, acostumbrado a mentir en la literatura y en la política, pero confiado en que estos tres meses serían suficientes para cambiarlo todo.
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