Saturday, November 26, 2022

Exilio (II)

  

Enfrentarse con el problema fue el resultado de comprender la farsa que era el exilio. El oportunismo existió en Cuba hasta el fin de Castro. La palabra se puso de moda tras el primero de enero de 1959. Fue languideciendo con los años. No volvió a escucharla desde su llegada a Miami. No había oportunistas que caminaran por las calles. En su lugar estaba llena de automovilistas hipócritas. No era un fenómeno reducido al sur de Florida. Era una característica nacional, propia de la sociedad norteamericana.
Tal y como él la conoció durante su vida profesional, la sociedad norteamericana no se regía por una politización política extrema. Era una de sus virtudes y uno de sus defectos. La mayoría de los americanos desconocía el tipo de oportunismo que imperaba en Cuba. Se podía insultar al presidente, maldecir al alcalde y renegar del gobernador. Sin embargo, pocos se atrevían a decirle un par de verdades al jefe. Ahora tampoco se atreven. El estadounidense critica el lugar donde trabaja, aunque dentro de unos límites que con los años se han vuelto cada vez más restringidos, a medida que los sindicados han ido desapareciendo. Hay un factor ideológico que dificulta la crítica. Tiene que ver con la concepción pragmática que rige la vida, que se expresa de acuerdo a normas sociales. 
No se veía bien eso de andar criticándolo todo. No era de buen gusto el opinar mal y señalar defectos. Se trataba de establecer un hecho, no de imponer un punto de vista: “Fulano dice tal cosa, aunque Mengano dice otra, Ha ocurrido esto y aquello, Los datos estadísticos dicen lo siguiente”. No se acusaba a fulano de mentiroso. No era de buena educación; además de peligroso: fulano podía establecer una demanda. De los que gobernaban se podía hablar mal, porque por ley son figuras públicas y no pueden demandar a los que los critican. Los legisladores se pueden insultar sin problema. En los hemiciclos del Congreso no se admiten demandas judiciales. Insultar allí es un acto impune.
Todo cambió con la llegada del siguiente siglo, pero para entonces el rumbo político, social y económico del país le importaba poco porque la idea de morirse había pasado de ser una realidad futura a un evento presente.
La impunidad ante lo mal hecho tiene también un aspecto moral y religioso. Dios juzga y recompensa no según las acciones de cada cual, sino de acuerdo a sus preferencias. Las acciones solo se condenan cuando perjudican a los demás. Pero lo que beneficia y perjudica es muy difícil de precisar. No hay “acusados” sino “defendidos”. No hay que demostrar la inocencia. Hay que probar la culpabilidad. Nadie es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Lo demás queda en manos de abogados, jueces electos y jurados ignorantes. Un comerciante no puede engañar al consumidor con la declaración de que una mercancía contiene determinado producto. Pero pocos conocen la cantidad mínima necesaria para que esta declaración sea legal. La solución final estaba en hacer una etiqueta llamativa y utilizar distintos tamaños de letra. La legalidad resumida en un problema de espejuelos.
¿Espejuelos para diferenciar a los farsantes de las personas con principios en el exilio? No existían. Bastaba la presencia de un micrófono en la radio o de una página impresa en el periódico para otorgarle veracidad a un mentiroso. Todo lo contrario de Cuba, donde se había acostumbrado a juzgar las cosas de forma contraria: todo lo que aparecía en la prensa escrita o repetían por la radio era mentira. Tampoco la solución era negarse a creer la totalidad de lo que leía o escuchaba. Porque eso implicaba un desarraigo aún mayor del que había tratado de escapar.
Escapar ya no era posible.   

Exilio (I)

 

Con el tiempo el exilio llegó a representar para él un solo problema. No era un problema fácil. La dificultad radicaba en que era un problema filosófico y él se negaba a verlo de esa manera. Sabía que a partir del momento en que le buscara una explicación —en base a cualquier concepto, categoría o sistema—, la respuesta escaparía de sus manos. Sabía también que otros —los filósofos, por ejemplo— se había planteado la cuestión muchas veces. Conocía algunas de las conclusiones a las que habían llegado. Pero creía que todas esas conclusiones no hacían más que esquivar el problema. Porque estaba seguro de que el problema no era filosófico sino práctico. Y este era su error.
Por eso, cuando un técnico logró encontrar la clave y su hermano pudo leer todo lo escrito en la computadora, no encontró un escrito que siquiera bosquejara lo que a este le preocupaba más en la vida. Aunque todos los fragmentos —de narraciones no concluidas, ideas apenas desarrolladas, anotaciones de conversaciones y memorias de sus años de trabajo en un periódico o emisoras de radio y televisión— no eran más que aspectos de una búsqueda que nunca supo cómo comenzar.
Una búsqueda que nunca llevó a cabo porque sabía lo conduciría a la derrota. ¿Pero no estaba derrotado precisamente por no emprender esa búsqueda? Nunca se lo planteó en esos términos. No por pesimismo. Quería conservar la esperanza del fracaso.
Fracasar era estar preparado para resolver el problema. Le permitía vivir. Hallar la solución, en cambio, abría la puerta al suicidio. Como cuando le dio por manejar por las autopistas con los ojos cerrados. Recorrer un tramo del viaje esperando un choque. Dejó de hacerlo al comprobar que lo que buscaba era una excitación neurótica y que siempre terminaba por abrir los ojos. Si insistía en esa práctica solo conocería nuevas molestias: dañar o destruir el automóvil, asesinar o herir a cualquiera, ir a parar a un hospital. Para eso estaban los seguros. Los seguros que pagaba —de salud, del automóvil, contra robo e incendio— no eran más que un reconocimiento de que no valía la pena cerrar los ojos. O de que podía hacerlo si ello le divertía.
Divertirse era la mejor forma de quitarse el problema de la mente. Al menos eso pensó por un tiempo. Tener siempre una mujer que le gustara llevar a la cama. Comer bien. Conocer qué botella de vino era la adecuada a cada comida. Viajar, leer, ver una buena película. Escuchar jazz —oír a Monk, Bill Evans y a veces a Miles— era la mejor forma de no pensar en aquello. Porque sabía que ellos —sobre todo Monk— también pensaron en ello. 
Pensar en el problema era simple. Lo difícil era aceptar que no tenía solución. O que la solución también era simple. Pero él no podía plantearlo en términos simples. Esa era su incapacidad. Su esperanza. Era lo único que le debía a Castro. Sin la revolución jamás habría llegado a conocer que existía algo tan difícil —o tan fácil— de explicar. Ya ni siquiera era necesaria la existencia del exilo para descubrirlo.
Descubrir —como todo exiliado salió de su país con la esperanza de lograr fuera lo que no había conseguido en su patria— que siempre quedaba algo más allá del placer del triunfo por pequeño y transitorio que este fuera no valió la pena. 
Para él el exilio significó algo más: la posibilidad de que existiera la justicia. No como recompensa al justo. Se limitaba a verla como un castigo contra lo mal hecho.
Abandonarlo todo y empezar de nuevo era un acto de reafirmación. Comprobar que en verdad su forma de pensar era la correcta, que lo que dejaba detrás no servía y que lo que tenía por delante sí. A partir de ese momento, su triunfo no sería obra del engaño.
En Miami se dio cuenta de su error. Actuar de forma correcta no era regirse por principios. Era acomodarse a la situación. Conocer las reglas del juego. No con el fin de cumplirlas. Lo importante era saber cuándo era el momento adecuado de violarlas impunemente. No se trataba de jugar bien. Lo único que había que conocer eran las trampas. Cuales eran permitidas y cuales no. En qué momento poner una zancadilla a otro jugador y en qué momento esquivar el que se la pusieran a uno. Saber además cuándo permitirla. El instante adecuado para caerse antes del golpe. A uno siempre le quedaba el dedicarse a la protesta.
Protestar era una trampa más. Eso sí lo descubrió a tiempo. Que le ponían a uno y era mejor esquivarla. Porque tras la protesta, el siguiente golpe era más doloroso. Los que sabían no protestaban. O protestaban solo de lo que no valía la pena protestar, cuando se veía bien a los que protestaban.
Era fácil comprender todo esto desde el punto de vista político. Pero él sabía que el problema tampoco era político. La filosofía y la política solo servían para ocultar el problema.
Por un tiempo cayó en la trampa de la protesta. Siguió repitiendo el error durante varios años. Lo hizo por desconocimiento, pero también por obstinación y soberbia.
Se aferró a esa esperanza. La ciudad estaba en manos de los batistianos. Habían llegado antes —algunos de ellos con dinero— e iniciaron los primeros negocios y establecieron los vínculos políticos necesarios para que esos negocios salieran adelante. Después vinieron otros que no eran batistianos, pero que estaban dispuestos a olvidarse de que sus nuevos vecinos eran los responsables de que todos estuvieran allí. Se creó el mito de que Castro los había engañado. Los batistianos —o al menos buena parte de los batistianos y de los hijos de los batistianos— eran dueños de la ciudad. Aunque en el fondo no era una conquista sino una tarea. Se levantaban a diario para aparentar ser los dueños de la ciudad. Porque la ciudad nunca dejó de ser americana. Batista era una cuestión de los cubanos. Los americanos no se sentían responsables de lo que ellos contribuyeron a crear. Hablar mal de Batista era hacerle un favor a los batistianos, que entonces podían representar el papel de víctimas. Nada despreciable esa ayuda.
Ayudar a los batistianos fue durante años una de las razones principales para que Miami siquiera creciendo. Cada día llegaban más exiliados. Ahora eran otros. Los que —luego de irse Batista— habían luchado contra los ganadores. Después los que ganaron para al poco tiempo perder y también los que volvieron a ganar y acabaron perdiendo. No llegaron como perdedores. Traían unas ganas inmensas de intentar ganar de nuevo. Más motivos para que los batistianos pudieran repetir una y otra vez su papel de víctimas. Solo que ahora otros reclamaban que en realidad las víctimas eran ellos. Todos querían ser víctimas. Aunque nadie quería ser un perdedor. Fueron muchos los que llegaron primero. Tantos, que cuando a él le tocó el turno carecía de sentido diferenciarlos.
El diferenciar a diario a los ganadores y perdedores en Cuba alimentaba los odios del exilio. También carecía de sentido. Al poco tiempo de vivir en Miami comenzó a darse cuenta de que algo no andaba bien. Lo que él creía sería una reafirmación empezó a agrietarse. Al principio no se dio cuenta. Se enfrentaba al problema más grave de su vida y no lo sabía. Si el paso al exilio era un viaje a las antípodas, era lógico que los que allá estaban arriba aquí estuvieran abajo. Que los triunfadores en el otro extremo fueran los fracasados en este. Que quienes alimentaron el error ahora sufrieran las consecuencias.
Equivocado. Supo de su error a la hora de encontrar empleo. Varias veces pasaron por alto su solicitud antes de darle trabajo en el periódico. Al menos en dos ocasiones le negaron una plaza para dársela a un recién llegado. En ambos casos adujeron una mayor experiencia periodística. Solo que él veía esa experiencia como resultado de la participación en un régimen cuya destrucción el exilio proclamaba a diario era su objetivo primordial.
Acabar con el castrismo parecía ser la razón de existir de Miami. Al menos eso era lo escuchaba y leía por todas partes. Pero también había otra realidad que no se ocultaba. La veía a diario en los noticieros. Si desertaba un funcionario del régimen era notica. Si llegaba un preso político más solo se enteraban los familiares. Si un general daba el brinco tenía garantizada una recompensa económica, otorgada por el gobierno de Ronald Reagan. El mayor anticomunista del mundo premiaba a los equivocados e ignoraba a los justos. Si el inmigrante era alguien que se había negado a militar en las filas del Partido Comunista —y a desempeñar funciones de responsabilidad en favor del régimen—, las posibilidades de encontrar empleo dependían de su suerte. Si se trataba de un funcionario, lo más probable era que al poco tiempo contara con las relaciones suficientes para procurarse un buen salario. Si alguien llegaba al exilio, luego de publicar varios libros en Cuba, era recibido como un escritor —no importaban las alabanzas a Castro y a la revolución que contenían esos libros. El que venía sin una obra —porque se había negado a  someterse a los criterios imperantes en la isla sobre la literatura y el arte— era un simple desconocido.
Desconocer su error le costó años de amargura. Lo importante no era que el que llegaba hubiera sido o no funcionario, escritor o general. Aceptar y celebrar la llegada de los desertores era un paso de avance en el exilio, logrado tras el éxodo del Mariel.
Alimentar el resentimiento era una actitud malsana. Entendía a los presos políticos, que —tras pasar la juventud y parte de su vida encerrados— se veían obligados a desempeñar labores mal pagadas. No contaban con la preparación suficiente. Sus años de estudio malgastados en las prisiones. Pero lo justificaba emocionalmente, no como una forma de conducta adecuada.
Ese, además, no era su caso. No se trataba de argumentar que había vivido engañado. Repetir: “Yo creí en aquello, pero un día me di cuenta de mi error, bla, bla, bla”. Tampoco de recurrir a la consabida autocrítica: “Pido perdón al exilio. porque yo estaba equivocado y ahora lo que quiero es una segunda oportunidad, trabajar en tierras de libertad, bla, bla, bla”. Quienes se dedicaban por un tiempo a recriminarse —y a inventar justificaciones — siempre despertaban la sospecha de estar buscando un perdón fácil, que les permitiera integrarse con rapidez a la sociedad que hasta ayer habían rechazado. De lo que se trataba —lo realmente importante— era renunciar a una vida de engaño. Tratar en lo adelante de avanzar por méritos propios. No permanecer a la caza de una oportunidad para alcanzar un empleo y un lugar destacado en la comunidad apelando a las palabras convenientes, ocultando sentimientos y motivos con el fin de escalar posiciones. Cuando así lo supo, comenzó un enfrentamiento sin solución. 

La santa y la puta

  


El concepto de autoritarismo democrático comenzó a ganar adeptos en Washington luego de la reelección de Bush. En sus inicios el concepto se aplicó a Irak. Una salida forzada al estancamiento político en el país árabe, las divisiones étnicas y la continuidad de los atentados terroristas, luego del simulacro de traspaso de poder a los nacionales. Ahora la junta militar cubana utilizaba la idea para prorrogar las elecciones en la isla, con el beneplácito norteamericano y del exilio de Miami.
El establecimiento de una dictadura militar en Irak produjo una oleada de protestas en todo el mundo, pero pocas críticas en Estados Unidos. El Partido Republicano logró imponerse en las elecciones presidenciales de 2004 —retener la Casa Blanca aunque perdió el control de Congreso—, pese a los vaticinios en contra. El argumento de la necesidad de un gobierno poderoso y temido se impuso a las críticas sobre la gestión del mandatario. La economía estaba en pleno proceso de recuperación, los precios del petróleo habían disminuido para finales de ese año y la avalancha de anuncios políticos pagados resultó decisiva. Pero Bush logró el triunfo con un mensaje simple: prometer que el pueblo norteamericano no sería humillado y golpeado de nuevo, como había ocurrido el 11 de septiembre de 2001. 
Aunque Bush había enfatizado la necesidad de llevar la “libertad” a la región, el argumento fue abandonado tras el discurso del “Estado de la Unión” de 2005, donde planteó la necesidad de un mayor control para lograr la estabilización de la producción petrolera iraquí, ya que para enero de ese año el precio del crudo había comenzado a elevarse de nuevo vertiginosamente —ya para entonces se sospechaba que la drástica reducción del valor del crudo, entre finales de septiembre y comienzo de noviembre no había sido más que una maniobra de las grandes compañías petroleras, con el apoyo de Arabia Saudí, imposible de mantener a la larga— y amenazaba con invertir la marcha ascendente de la economía. Un gobierno militar en Irak era necesario además para poner fin a los asesinatos y secuestros de norteamericanos y otros extranjeros.
 El concepto de libertad pasó a ser utilizado de una forma más vaga aún que en los comienzos del conflicto, cuando sirvió de nueva justificación de la invasión tras la imposibilidad de hallar armas de destrucción masiva. La jugada tenía una lógica aplastante desde el punto de vista político, lo que no le impedía ser al mismo tiempo inmoral. Los norteamericanos sabían de antemano que la celebración de elecciones libres  en Irak acarreaba el peligro del establecimiento de un gobierno islámico, o al menos de que los islamitas ganaran una considerable cuota de poder en un parlamento elegido democráticamente. Fue entonces que volvió a cobrar vigencia un criterio formulado por Jeane Kirkpatrick en 1979.
En un artículo aparecido ese año en la revista Comentary, titulado Dictaduras y Doble Moral, Kirkpatrick había justificado las dictaduras latinoamericanas bajo una distinción del agrado de los conservadores. Los gobiernos como la dictadura de Somoza en Nicaragua —escribió entonces la Kirkpatrick — eran autoritarios, no totalitarios en el sentido de los regímenes imperantes en los países comunistas. Por lo tanto, debían ser apoyados por Estados Unidos, porque existía la esperanza de que evolucionaran hacia la democracia. No era una idea nueva. Se trataba de la vieja aserción de que algunos dictadores latinoamericanos eran unos hijos de puta, pero “nuestros hijos de puta”. Formulado en un lenguaje académico, sirvió de fundamento ideológico a los conservadores que poco tiempo después llegaban al poder con el gobierno de Ronald Reagan.
Al contrario del regreso al poder de los militares de la época de Sadam Husein, que para imponer la calma en Irak tuvieron que llevar a cabo varias matanzas, en las que los norteamericanos se limitaron al papel de asesores, el resurgimiento de las dictaduras militares en Latinoamérica —entre mediados de 2005 y finales de 2006— se caracterizó por evitar en lo posible los derramamientos de sangre. Los nuevos dictadores se empeñaron en no repetir los aspectos más criticados de las guerras sucias en los países sudamericanos: sesiones de tortura y desaparición de opositores, ni tampoco las violaciones indiscriminadas de los derechos humanos que caracterizó la lucha contra la insurgencia izquierdista en Centroamérica. Fueron ellos lo que en realidad convirtieron en forma de gobierno el concepto de autoritarismo democrático, un oxímoron similar al conservadurismo compasivo que Bush repetía a veces para caracterizar su programa social. Lo que nunca aceptaban estos dictadores de nuevo cuño era el nombrar al  verdadero padre del concepto:  Fidel Castro. Tampoco admitían en público que se los comparara con Augusto Pinochet. Muertos ambos déspotas, su legado político continuaba vigente, aunque de forma anónima.
—Temo que por el camino que vas, a nadie le va a interesar lo que escribes.
—¿No te interesa a tú? ¿No estás tratando de reivindicar a una puta?
— Estoy empeñada en divulgar la corrección de un error histórico. María Magdalena nunca fue una puta. Eso tú lo sabes bien. Si lo dices ahora es para pincharme. Puta era yo y no tengo interés en reivindicarme.
—Pregúntale a unos cuantos católicos. Verás como la mayoría aún cree que era una puta.
—Ignorancia.
—Hace unos años un libro se refirió al tema. Solo sirvió para que su autor se enriqueciera. Lo leyeron millones, y luego siguieron pensando igual. Claro que alguna gente encontró un buen motivo para enriquecerse también.
—Lo que hacemos nosotros es una labor educativa —esquivó el tema del dinero. No porque careciera de respuesta. Para ella el dinero nunca había sido importante. Él lo sabía, pero no le gustaba desperdiciar una ocasión para tirar un golpe bajo. También sabía que eso la excitaba. Al menos en una época.
—No me gusta lo que hacen ustedes. La imagen de una puta lavándote los pies con sus lágrimas y después secándotelos con sus cabellos, para luego ponerles un aceite aromático, tiene un contenido erótico tremendo. Varias veces me masturbé imaginando la escena.
—Puedes seguir masturbándote con tu María Magdalena o con María Betania o con cualquier María que encuentres en internet.
—A mi la que no me gusta es la María Magdalena que ustedes quieren politizar. Prefiero la otra. A esa los pintores del Renacimiento siempre la pintaban con las tetas al aire. Era mucho mejor que esa noble matrona que ahora intentan convertir en Verdadera Creadora de la Religión Católica y Soberana de los Apóstoles.
—No te metas con las mujeres casadas.
—No te metas con la Iglesia. En otra época a todas ustedes las habrían quemado.
—Todavía intentan hacerlo, pero con otros medios.
La Hermandad de María Magdalena acaba de abrir otro centro en La Habana y su visita no era desinteresada. Quería que Gladys Montero le diera una carta de presentación. El documento era necesario, aunque no suficiente, para poder entrevistar a varias sacerdotisas en la isla. Gladys y él nunca habían sido amantes ni podía decirse que fueran realmente amigos, pero se acostaron dos o tres veces. Aunque ella nunca lo invitó a las reuniones de finales de los años noventa donde nació el culto que ahora se extendía por toda Cuba. En una ocasión alguien había escrito un artículo sobre el primer seminario dedicado a la mujer bíblica: “María Magdalena: una aproximación holística y posmoderna en la desconstrucción de un error antinogsticista”. Él había hablado del encuentro, celebrado en un hotel de Coral Gables en mayo de 2004, dedicado varios párrafos a la comida y a la ropa de los participantes —como si se tratara de una reunión social— y sin hacer referencia a las ponencias de Emilio Ichikawa, Ileana Fuentes y Orlando Estébanez, al que a última hora llamaron a participar por ser el delegado del Dalai Lama en Hialeah, pero con la advertencia de que su mujer quedaba fuera de las presentaciones y la prohibición expresa de dejar fuera del local un cajón lleno de campanas tibetanas, que este quería repartir entre el público para lograr un acompañamiento sonoro adecuado a sus palabras. A Gladys no le gustó el tono de artículo —más parodia de crónica social que reseña de lo ocurrido—, pero al final se lo agradeció porque fue la única referencia del evento aparecida en la prensa de la ciudad, debido a las presiones de la Iglesia Católica.
Gladys Montero creó la Hermandad de María Magdalena a comienzos de 2004, pocos meses después de la muerte de su padre. Esteban Montero se había enriquecido vendiendo libros escolares en español en Miami, Puerto Rico y Venezuela; editando a autores exiliados con los recursos necesarios para cubrir los gastos de impresión y colocando en farmacias y supermercados latinos un curso para aprender inglés, que durante muchos años mantuvo el precio de cincuenta dólares en el mercado. El curso —que también podía adquirirse por internet y a través de llamadas telefónicas— se anunciaba como una posibilidad única de dominar el idioma en seis semanas, sin necesidad de aprender gramática. Repitiendo palabras que aparecían escritas en inglés —a su lado el significado y una llamada “transcripción fonética” que pretendía ser el equivalente en español de la pronunciación inglesa. El lema del curso era: “Aprenda sin gramática y leyendo en su idioma. Si usted sabe leer en español, usted también puede leer en inglés: solo es cuestión de darle vuelta a las letras”.
El curso El Inglés de Cabeza tuvo una amplia aceptación durante varias años entre los inmigrantes recién llegados. No por el recurso de la transcripción fonética, que otros similares también ofrecían, sino porque incluía una pequeña grabadora con un aditamento para colocar debajo de la almohada. “Aprenda mientras duerme. Sáquele provecho a su sueño”, era otro eslogan de la propaganda. Montero además hizo fortuna con un negocio muy simple, que logró extender por toda la América latina. Por sólo diez dólares —menos en algunos países— daba a conocer el sexo de una criatura por nacer. 
“Resultados garantizados. Le devolvemos su dinero si nos equivocamos”. Y realmente las devoluciones se efectuaban con rapidez una vez que se recibía el certificado de nacimiento correspondiente —como aval de la equivocación— y el original de la predicción errónea enviada meses antes. La ganancia —mejor sería decir el truco— consistía en un simple cálculo estadístico: existía un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar. Se contaba además con la inercia del cliente, la posibilidad de que al nacimiento de la criatura se hubiera extraviado el documento con la predicción y el hecho comprobado estadísticamente de que los padres desistían de enviar una inscripción de nacimiento debido al trámite a realizar o por el costo de la misma.
Pero para que el negocio funcionara tenía que realizarse a gran escala y Montero era un verdadero organizador, que viajaba con frecuencia a Latinoamérica. Para costearse los gastos de sus giras promocionales recurría a otra de sus actividades: se mantenía muy activo en la lucha anticastrista y había creado un partido político. Con frecuencia realizaba recogidas de fondos para la lucha contra Castro, que en realidad servían para cubrir los gastos de sus viajes. Luego se entrevistaba con uno o dos políticos y regresaba para anunciar por la radio de Miami —sus buenas relaciones con quienes dirigían programas radiales era otro aval en su empresa— el avance de los esfuerzos para presionar al régimen de La Habana en la arena internacional.
 Al morir Estaban Montero algunos escritores de Miami creyeron que finalmente surgiría una editorial, o al menos una colección que recogiera sus obras. Gladys llevaba varios años administrando el negocio paterno y era amiga de la mayoría de los que escribían y pintaban en la ciudad. Aunque la ilusión duró poco. Gladys sufrió lo que algunos consideraron una “transformación mística” y otros un capricho. Se separó de su amante, dejó de acostarse con cuanto hombre y mujer le gustaba —al menos nadie más pudo decir que lo hizo a partir de entonces— y fundó la Hermandad de María Magdalena. Las fiestas de fin de semana, realizadas por años en su amplia casa cerca de Haulover Beach, y que muchos rumoraban terminaban en orgías —aunque otros achacaban estos comentarios a la envidia y a la mojigatería reinante en la comunidad exiliada— fueron sustituidas por sábados dedicados por entero al culto de María Magdalena.
La Hermandad nunca ganó mucha fuerza en Miami, pero por entonces Gladys comenzó a viajar con frecuencia a Cuba y en poco tiempo adquirió una casa en la playa de Jaimanitas, en La Habana. Al principio fue un viejo sueño que su padre —que alardeaba de ser un anticastrista vertical— le había impedido realizar, primero apelando al amor filial y luego amenazándola con desheredarla. El culto creció en la isla y en la actualidad tenía centros en todas las provincias y varios en La Habana. El último de los templos había sido inaugurado apenas dos semanas atrás. Él quería aprovechar ese pretexto para realizar un reportaje.
Tema de discusión entre especialistas y teólogos, varios libros reivindicaban el papel de María Magdalena junto a Jesús. Su imagen de pecadora arrepentida —propia de catecismos y películas— considerada como una tergiversación histórica y religiosa, que evidenciaba el carácter machista de la Iglesia Católica. En realidad María Magdalena no había sido prostituta sino una mujer rica, a la cual el Mesías había librado de siete demonios mediante un exorcismo. La confusión entre María Magdalena y María Betania —la verdadera prostituta— era parte de una conspiración surgida durante los primeros años de la Iglesia, para restarle importancia a la mujer que había sido testigo de la resurrección de Cristo y usurpar su posición entre los primeros cristianos en favor de Pedro. Algunos iban más allá y la consideraban la esposa de Jesús, que la había fecundado. Tras la crucifixión, María Magdalena había marchado a Europa, llevándose el cáliz con la sangre de Cristo —el célebre Santo Grial— y fundado la rama de los merovingios. Esto la entroncaba con la Princesa Diana, que también tenía sangre merovingia, y justificaba que las mujeres pudieran dedicarse al sacerdocio. 
Al principio Gladys quiso crear un instituto que se dedicara al estudio de María Magdalena y de los Evangelios Gnósticos —uno de los cuales era precisamente el Evangelio de María Magdalena— en Miami. Pronto abandonó esta idea descabellada por fines más prácticos. Su primera visita a Cuba fue fundamental en esta transformación. Le propuso al gobierno cubano la creación de un instituto dedicado a la integración social de las prostitutas, las llamadas “jineteras” cubanas. Al principio la trataron con desconfianza, pensando que se trataba de una nueva penetración de la “mafia de Miami”. La aceptación se inició tras aparecer —en distintos periódicos y revistas de Estados Unidos y Cuba— las primeras declaraciones de Gladys en que se destacaban los logros sociales a partir del primero de enero de 1959, los avances en la cultura durante las décadas revolucionarias —para reafirmar sus palabras publicó en su editorial, limitada ahora a textos sobre el culto, una antología de discursos de Fidel Castro — y su repudio al pasado anticastrista paterno. Un año antes de la muerte del gobernante cubano, junto al centro de rehabilitación se estableció el primer local de culto. El gobierno de La Habana le dio luz verde a la idea. Pero solo con el objetivo de sumar otra manifestación espiritual a la lucha contra la presencia, cada vez mayor, del catolicismo en Cuba. En pocos meses —y pese a las burlas en la isla y en Miami, que consideraban el magdalenismo como “una religión de putas”— el culto comenzó a extenderse, sobre todo a partir de la conversión al culto de la hija de Raúl Castro y Vilma Espín. Y si bien era cierto que una buena parte de los adeptos eran jineteras o exjineteras, también comenzaron a integrar sus filas profesionales y escritoras. Se debe aclarar que estas no actuaron impulsadas por el mismo interés que años atrás movió a algunos en Miami —pues Gladys acaba de vender  la editorial y todos los negocios del padre, depositado el dinero en varios bancos fuera de Estados Unidos y repudiado también su “pasado capitalista”—, sino alentadas por los seminarios de formación de seis meses que se realizaban en Miami, New Jersey y Puerto Rico.
Si él le había enseñado aquel escrito esa tarde a Gladys no era por pretensiones intelectuales o para que ella diera una impresión sobre lo escrito, sino porque consideraba al destino de María Magdalena como un ejemplo más de ironía histórica o mejor vital. La mujer rica que por siglos todos creyeron que no era más que una puta cualquiera. Gladys evidentemente no lo había entendido así. Se dio cuenta que para esa mujer no existía problema alguno, porque había encontrado un objetivo con que llenar su vida, unas cuantas reglas que imponer al mundo. Ella siempre había sabido qué límites traspasar y cuales no. Pero ahora contaba además con una justificación para hacerlo.
A él no le interesaban las justificaciones. Si lo correcto y lo incorrecto eran conceptos relativos, las justificaciones salían sobrando. No era que la vida se rigiera por un relativismo total. Era que no existía ningún absoluto. Vivir no era más que dedicarse a realizar pruebas de “ensayo y error”. Quienes triunfaban eran los que no repetían errores, los no se arriesgaban a los ensayos, los que tenían suerte y no se equivocaban de pura casualidad. Pero eso tampoco tenía sentido. Un predicador callejero podía terminar convertido en objeto de culto durante milenios y figura central de una religión que poco tenía que ver con él. Una histérica —que por su riqueza fue respetada durante buena parte de su vida— considerada una puta durante dos mil años tras su muerte y  luego ser reclamada como fundadora de una iglesia y compañera de un hombre al que conoció gracias a su enfermedad. No solo carecía de sentido catalogar las acciones de un oportunista en Cuba o de un político demagogo de Miami. Tampoco era justo.
 Hablar de Cuba era fácil. Se había pasado buena parte de su vida hablando de Cuba. Escribiendo sobre Cuba. Él y otros muchos. El castrismo había resultado el mejor negocio desde la llegada de Cristóbal Colón. A cuanta gente dio de comer ese dictador que no sabía nada de economía. Aunque si analizaba su vida la cosa se complicaba. ¿Detestaba a su hermano mayor o lo envidiaba?¿Le tenía lástima al más chiquito o en el fondo se alegraba de que nunca le hiciera sombra? No tenía sentido irle de frente a la vida, porque no existía un frente ni un revés. ¿Qué justificaba la honestidad, sino un acto de soberbia?
Gladys Montero no le dio la carta. Le dijo que ya no tenía autoridad alguna sobre el magdalenismo. Dentro de pocas semanas iba a hacer pública su renuncia. Al culto no, porque para ella María Magdalena era lo más grande. Lo que había definido su vida. El debía ir a Cuba, entrar a cualquier templo de las magdalenas y confiarse a las hermanas. La entrevista había sido tiempo perdido. ¿Qué sentido enseñar esas páginas llenas de dudas? Aprovechó para hacerle una última pregunta a Gladys. Quería saber si eran ciertos los rumores de que el nuevo Papa tenía una actitud más abierta hacia la participación de las mujeres en el sacerdocio. Incluso había escuchado de que a la vuelta de unos pocos años, el culto magdaleno podría convertirse en una orden. Ella le sonrió con el mismo rostro de quien conocía las trampas.
—No es eso. Es que estoy cansada. Voy a retirarme. No voy a decir que a meditar. Para eso no sirvo. No sé. ¿Qué tú crees si te digo que a lo mejor vuelvo a ser puta?

Friday, November 25, 2022

Escribir de política



—Hizo bien en dejar de escribir de política.
—Era muy joven.
El anciano lo miró incrédulo.
—Maduré.
No le importaba que el viejo entendiera su ironía. Pero el hecho de que lo recordara le llamó la atención.
—Eso de hablar mal de Reagan después de muerto fue imperdonable.
—Dije la verdad.
—Nunca se puede decir la verdad. Usted es cubano, como yo. Debe saber que nunca se puede decir la verdad.
—Quería que hablaran mal de mí. Una forma de realizarse en Miami.
—Hizo bien en dejar de decir la verdad. Ahora es famoso
—El famoso es mi hermano.
—Bueno conocido. A mis amigos no les gustaba lo que usted escribía entonces. Creo que alguno se lo dijo al director del periódico.
—Nunca me lo dijeron.
—Esas cosas no se dicen.
—Ahora lo leen más. Me imagino que de vez en cuando hasta lo felicitan.
Poco después de la primera reelección de George W. Bush decidió dejar de criticar al exilio de Miami. No fue sólo el desencanto. El giro del electorado norteamericano —iniciado con la llegada de Ronald Reagan al poder y detenido en parte por los dos períodos de Bill Clinton— era irreversible. Estados Unidos estaba condenado a una dictadura de derecha. Eso era lo que querían los votantes. Sentirse seguros en medio de la opresión. Se preguntaba a veces si esa justificación no era más que una muestra de cobardía.
—Eran tiempos difíciles. Tras la victoria contra Husein llegaron otros atentados terroristas y más guerras. Había que definirse. Hizo bien.
—Por lo menos no me botaron, como parece que lo iban a hacer según dice usted.
—¿Quien habló de botarlo? Vivimos en una democracia. Es lo que no acaban de comprender en Europa. Claro que en tiempos de guerra hay que imponer ciertas restricciones, porque de lo contrario el enemigo se aprovecha.
—Quince años en guerra.
—Y los que faltan mi amigo. Desgraciadamente.
—Bueno, al menos no con Castro.
—Varias veces se discutió si meterle mano. Pero siempre hubo otras prioridades. Eso me decían los amigos de mis hermanos, que en paz descansen.
El ingeniero Santiago G. Ugarte era el menor de los tres Ugarte y el único sobreviviente. Aunque esa mañana de octubre en Rum Key no sabía que le quedaban pocos días de vida. El cáncer avanzaba sin dar señal alguna y dos semanas después del regreso de las Bahamas despertaría una mañana sin ganas de levantarse de la cama. Tres días después sus cenizas partirían rumbo a La Habana en el primer vuelo, para incrementar la tradición del “vuelo de los muertos”, que despegaba puntual al amanecer del aeropuerto de Miami. Un avión cargado de ataúdes, urnas, ejemplares de El Nuevo Herald y el diario Las Américas, ejecutivos y funcionarios. Estos eran los únicos pasajeros que adquirían boletos a esa hora. Todo el que iba de visita o a ver a sus familiares prefería viajar más tarde. Hasta los turistas norteamericanos —incluso los que no vivían en Miami o en Florida conocían ya el hecho— respetaban la superstición de esperar una hora más antes de partir.

Wednesday, November 16, 2022

«Junior» (I)


“Así que también pensó en escribir sobre eso”. Revisaba los papeles. Varias carpetas donde su hermano había ido guardando apuntes, sin preocuparse por darle un orden. A veces las hojas encerraban diálogos sin continuación, descripciones que no llegaban a concretarse, personajes que aparecían con distintos nombres pero que se asemejaban demasiado. “Ese fue su problema. Nunca fue capaz de terminar nada. Un par de libros publicados ya de viejo, para no molestarse demasiado cuando alguien lo llamara escritor”. Se sentó de nuevo frente a la computadora e intentó con varias direcciones: la de casa donde habían vivido en La Habana durante la infancia, los diferentes apartamentos de Miami. Probó con nombres de mujeres, restaurantes, escritores. Pensó que a lo mejor tenía más suerte con títulos de libros y películas. Decidió anotar los intentos cuando se dio cuenta de que se repetía. “Quizá en el disco duro de la computadora esté un orden, una clasificación. Al menos el esbozo de un proyecto. Pero tengo que encontrar la clave”.  
Cuando en 1991 empecé de traductor freelance en el periódico, la sección de opiniones ocupaba un espacio reducido. La edición en español no contaba con un área mayor que la destinada a cualquier subsección del diario en inglés. Los cuatro redactores de opiniones trabajaban en el turno de la mañana y compartían sus escritorios y computadoras con los de la mesa de noticias, quienes entraban por la tarde. Esas páginas eran responsabilidad del director del periódico, pues el cargo de director de opiniones estaba vacante. Como consecuencia, la división clásica entre el contenido informativo y editorial —propia de cualquier órgano de prensa norteamericano— existía solo en la plantilla de personal, no en la práctica. Con el tiempo iba a conocer diversas etapas donde esta división continuó omitiéndose y otras donde existió realmente, hasta desaparecer por completo cuando los ejecutivos de la empresa matriz decidieron apoyar el proyecto de un periódico independiente para la comunidad latina. Este plan, que al principio algunos pensaron otorgaría una voz propia al diario en español, en realidad fue concebido —y luego desarrollado hasta sus últimas consecuencias— para vender un conjunto de anuncios con un formato noticioso. No un periódico con anuncios, sino una gaceta publicitaria con algunas noticias. Páginas donde una o dos informaciones cubrían los huecos que quedaban sin vender por el Departamento de Publicidad. Una publicación diaria donde en la portada aparecía —al menos dos o tres veces por semana— un reportaje que no era más que un derroche de publicidad por otros medios: la inauguración de una mueblería; el auge de un centro comercial; el lanzamiento de una línea de ropa o de perfume con el nombre de una artista famosa; la publicación del libro de cocina de una presentadora de televisión o de la biografía de un magnate; el anuncio de la gira de una estrella nacional o de la ciudad  y la salida al mercado del último disco de un cantante de moda.
Antes de mi llegada al diario, el director de opiniones había sido un conocido columnista, que por entonces vivía entre Miami y Madrid. Nunca supe lo que influyó en su partida. Si el hecho de que mientras fue director de opiniones mantuvo su editorial y una agencia de venta de artículos periodísticos, además de una destacada labor política. Es posible que los americanos no vieran con agrado a un ejecutivo que publicaba en las páginas editoriales columnas de opinión escritas por los colaboradores de su propia agencia, que le pasara la cuenta por estas al órgano de prensa a su cargo, lo que equivalía en parte a cobrar un salario por una labor que contemplaba una dedicación semanal atenta a la tarea fructífera de pagarse a sí mismo y que al mismo tiempo aspiraba a ser presidente de Cuba. Quizá ese director de opiniones pensó que el fin de Castro estaba cercano (hablar de “la última hora de Castro” se puso de moda por aquellos días, y alguien ganó fama y fortuna con el vaticinio erróneo) y decidió concentrar sus empeños en la labor política. Lo cierto es que se comentaba que de su paso por el periódico solo quedaba su columna dominical, la de su hija los lunes y artículos ocasionales que aparecía bajo el copyright de su agencia. Había un rumor peor intencionado. Un par de empleados gustaban repetirlo a todo recién llegado: en dos o tres ocasiones habían tratado de comunicarse con quienes escribían algunos de los artículos distribuidos por la agencia del exdirector de opiniones, con el fin de aclarar alguna duda —pienso ahora que tales dudas fueron un pretexto, que la intención era descubrir si existían realmente los autores— y siempre fue en vano. Resultaba imposible localizar a esos periodistas, que de forma ocasional o cada semana contribuían con su firma a orientar a los lectores. Incluso una vez un artículo de Guillermo Cabrera Infante apareció como distribuido por la agencia del destacado columnista dominical, hecho que provocó la protesta del escritor cubano.
Fue tras del traslado del periódico a sus nuevas oficinas —en el sexto piso del edificio a orillas de la bahía— que finalmente se anunció el nombramiento de un director de la sección de opiniones. Era el hijo de un escritor famoso. También él quería ser escritor. Pero había más: codiciaba ser al menos tan famoso como su padre. Llegó de España acompañado del prestigio de su apellido y con un propósito que pronto se hizo evidente a todos: estar al frente de la sección de opiniones no era más que el paso previo para ocupar en poco tiempo la dirección del periódico. En Madrid había rechazado la oferta de un empleo —como reportero en Londres del diario ABC— para partir a la conquista de América. Lo hizo desoyendo el buen consejo de un matrimonio amigo, que en Europa le advirtieron que no aceptara el cargo porque iba a enfrentarse a un mundo nuevo para él. Llegaría a una ciudad y a una empresa donde reinaban la intriga, el rencor y la desidia, con una peligrosa desventaja anticipada por todos: desconocía las complejidades del exilio cubano de Miami. El sueldo prometido, la ambición y la necesidad de comenzar una carrera propia —lejos de la sombra del padre— pudo más que los buenos consejos. Quizá también pensó que luego de ser secretario de prensa de la campaña presidencial del padre —quien por unos años confundió a sus lectores con los electores de su país de origen y quiso agregar una victoria política a sus triunfos literarios— estaba curado de intrigas y zancadillas. También —como demostró después— le atraía enormemente la comunidad exiliada.
Ya antes de llegar, su presencia comenzó a crear resquemores y envidias. Al ser extranjero —y de acuerdo a las leyes de inmigración vigentes—, el diario se vio obligado a colocar en un lugar visible la solicitud al Servicio Nacional de Inmigración norteamericano, en donde se especificaba su salario: 100.000 dólares anuales.
Poco tiempo después, otro editor (publisher) echaría por tierra esos “escrúpulos”, que él consideraba un vicio tan estadounidense como la cocaína en piedra, y se dedicaría por tres años a dirigir el periódico como hace el dueño de una bodega con su negocio: sin informar públicamente a quien contrataba, al descartar la política de anunciar las plazas disponibles y omitir el dar a conocer la plaza entre los ciudadanos de la ciudad y el país antes de realizar una solicitud especial, y así lograr que alguien que no residía ni en Miami ni en Estados Unidos —pero era de su agrado en más de un sentido— pasara a formar parte del equipo.
Pero esa época aún no había llegado, y entonces la cifra provocó descontentos. El jefe de redacción —por cierto, un español: la madre patria como cantera del periodismo miamense— me dijo que no había proporción entre el salario que iba a ganar el recién llegado y el suyo; que en resumidas cuentas la parte editorial se limitaba a cuatro páginas y cinco empleados, mientras que él tenía a su cargo toda la sección informativa —que los domingos superaba las treinta y en ocasiones alcanzaba las cuarenta páginas— y la responsabilidad de muchos más empleados.
Antes de que apareciera por el periódico, al hijo del escritor famoso le construyeron una oficina del mismo tamaño que la del director. También crearon una plaza de secretaria ejecutiva, para que la nueva empleada atendiera de forma independiente los asuntos de la sección y se encargara de coordinar la compleja agenda del flamante director de opiniones, que esperaba impaciente el visto buena de inmigración.
El día de su llegada, le trajeron envuelta en celofán una silla para el escritorio. Nunca en la redacción se había visto una silla tipo ejecutivo tan lujosa, de cuero reluciente y madera barnizada. Parecía propia del presidente de un banco importante. Fuera que le resultara incomoda o que la encontrara demasiado pomposa, al hijo del escritor no le gustó y mandó retirarla a los pocos días.
Los cambios no se limitaron a la cálida bienvenida. Gracias al poder que habían colocado en sus manos, el recién llegado transformó la sección de opiniones de arriba a abajo. Primero la movió a un área más amplia. Se apropió para sus empleados del sitio donde hasta ese momento habían estado los encargados de las páginas de deportes. Incluso le quitaron dos televisores a los reporteros deportivos y los giraron para que estuvieran a la vista de quienes se encargaban de las páginas editoriales, que como no los necesitaban para su trabajo optaron por dejarlos encendidos en cualquier canal. No pasaron dos meses sin que añadiera a su equipo otro editor de mesa, a tiempo completo, y un traductor a tiempo parcial.
La empresa había puesto todas sus esperanzas en ese hijo de padre famoso. Él se lo dijo a los miembros de su equipo: traía el encargo de realizar un informe semanal sobre lo que encontraba bien y mal en el periódico. También de entregarlo personalmente al presidente de la compañía, para discutirlo con él en privado.
Desde el primer día, el nuevo director de opiniones no fue bien visto por el resto de la redacción del periódico, y él dejó bien a las claras que no le importaba y no hizo nada para modificar dicha percepción. Aunque su trato era amable, su figura y actitud delataban al “hijo de papá”: era un ejemplo clásico del muchacho rico acostumbrado a que sus deseos fueran satisfechos de inmediato y sus órdenes cumplidas al pie de la letra; su actitud de joven ambicioso, educado en buenos colegios, que se sentía muy superior al grupo diverso de inmigrantes que formábamos la redacción.
Las burlas sobre su forma de caminar se hicieron notables. Pronto se acuñó el apodo de Junior. Todos los días llegaba vestido como si fuera un gerente bancario: traje oscuro, camisa de cuello —blanca o de colores claros— y una corbata discreta pero elegante. La ropa evidenciaba su procedencia exclusiva, y al mismo tiempo cumplía con el código ejecutivo: vestir correctamente, de forma tal que pusiera en claro la importante posición social del dueño del traje, pero sin sobresalir y caer en excesos. Los ejecutivos del periódico y de la empresa matriz creían que habían encontrado al burócrata adecuado. No pasaría mucho sin que se dieran cuenta de su error.
Lo había conocido tres años antes en un almuerzo. En aquella ocasión se mostró interesado en que lo ayudara, con el fin de colaborar en una revista, Hombre de Mundo, en la que yo publicaba reportajes ocasionales. Cuando lo saludé, a los pocos días de él llegar al periódico, me dijo: “Aquí estoy, muy contento de poder trabajar en esta empresa”. Fue cordial, aunque dejó en claro la distancia entre nosotros. No esperaba un trato familiar ni amigable, pero me molestó el aire de superioridad, que hizo evidente —más en gestos que en palabras— su declaración de fidelidad ejecutiva y su interés de no extender el encuentro tras el saludo formal. 
Luego de aquel almuerzo habíamos hablado en un par de ocasiones y apenas nos conocíamos. Sin embargo, siempre el diálogo había incluido la posibilidad de una ampliación del intercambio, en base a intereses comunes y puntos de vista coincidentes. Ahora esa posibilidad había quedado atrás. La frialdad del estrechón de manos conque me recibió en su oficina dejó en claro la relación que él quería mantener conmigo, y la distancia entre uno y otro a la que ambos siempre fuimos fieles.
Nunca trabajé directamente con él. Entre los que lo hicieron las opiniones estaban divididas. Unos lo consideraban un jefe democrático, que realizaba reuniones semanales con los miembros de su sección, intercambiaba criterios y tomaba en cuenta las sugerencias. Otros lo tenían por un producto clásico de la oligarquía latinoamericana, pese a que tanto él como su padre se declaraban enemigos jurados de esta. Alguien que no admitía replicas, quejas ni negativas. Al poco tiempo de aquel primer encuentro, un redactor de la sección me contó que la semana anterior había intercambiado criterios con Junior sobre política latinoamericana. Después de cada cual expresar abiertamente sus puntos de vista sobre el tema, la conversación había girado hacia la preferencia que ahora se otorgaba a ciertos columnistas. Abandonando el tono amable, Junior había respondido de forma brusca: “Renuncia ahora mismo si no estás de acuerdo”. El redactor —que se caracterizaba por mantenerse siempre distante de los problemas laborales y  las intrigas cotidianas del periódico— se limitó a responder: “Estás equivocado. Aquí en Estados Unidos estas cosas se conversan y se discuten. No estamos en Latinoamérica. No voy a renunciar. Tú tienes que botarme”. El hijo del escritor famoso dejó las cosas así, pero también el redactor se limitó a su trabajo y nunca más emitió una opinión propia delante de él.
Hubo una medida que le ganó el odio de varios de los que trabajaban en la mesa de información editando reportajes, diseñando páginas y titulando noticias. Con el tiempo supe que la decisión que los afectó no había sido adoptada por el director de opiniones sobre la base de criterios propios, que en gran parte este se limitó a seguir las órdenes del presidente de la compañía. Más tarde pude comprender que la norma en cuestión era similar a la existente en la mayoría de los periódicos —no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Pero entonces disgustó mucho a quienes luchábamos por publicar artículos en el diario. Fue una comunicación que pasó a los pocos días de hacerse cargo de las páginas editoriales. Convertía a todos los columnistas semanales —que a la vez eran empleados a tiempo completo del periódico— en quincenales. El objetivo manifiesto era abrir las páginas a los colaboradores de afuera. Hasta ese momento, los editores de mesa expresaban sus criterios mediante sus artículos. Algunos eran escritores con libros publicados o aspiraban a serlo. El trabajo en el periódico era el medio de ganarse el sustento. Las columnas de opiniones que publicaban constituían la única manera —disponible en aquel momento— de canalizar intereses más amplios. Para evitar un conflicto de intereses, un editor de mesa no podía escribir reportajes, salvo en casos muy excepcionales. Tampoco un reportero podía publicar en las páginas de opiniones. Estas también estaban cerradas a los empleados a tiempo parcial, quienes si lo deseaban podían aparecer ocasionalmente en la sección Tribuna, que era la misma que estaba a disposición de los lectores.
Algunos columnistas semanales —trabajadores también del periódico— recibían un pago por sus escritos, mientras que otros colaboraban gratuitamente. Junior cambió las normas por completo. A partir de su llegada, todas las columnas comenzaron a ser pagadas. La medida, por otra parte, obedecía también a un proceso de reestructuración salarial que el periódico llevaba a cabo a consecuencia de los resultados negativos de una encuesta realizada entre los empleados —la cual demostró la existencia de un descontento generalizado, una baja moral de trabajo y la percepción de los empleados de ser discriminados respecto al personal del periódico en inglés. Las nuevas páginas editoriales no estaban limitadas a los redactores de mesa. También podían publicar reporteros y traductores. Sin embargo, las posibilidades de que un artículo apareciera impreso eran muy remotas. Luego del reajuste de los columnistas semanales fijos a una columna quincenal, solo quedaba abierto el espacio para un artículo dos martes al mes, destinado a los columnistas del periódico que carecían de una columna fija. Sus trabajos tenían que competir con los presentados por reporteros, traductores y cualquier otro empleado que quisiera expresar sus criterios. En la misma carta en que se comunicaba el cambio, se anunciaba que la medida era temporal —hasta comienzos del próximo año— y que una reestructuración similar se llevaría a cabo con los columnistas que no eran miembros del staff. En los primeros meses del próximo año se definiría quienes se quedaban como columnistas fijos del periódico y con qué frecuencia, terminaba diciendo el documento.

«Junior» (II)



Todos comentaron la carta en la sala de redacción, pero era un asunto interno. El hijo del escritor famoso sabía que, para hacer notar su presencia entre los lectores, no bastaba con cambiar la frecuencia de publicación de algunos columnistas. Echó mano al recurso más socorrido que tiene un editor para darse a conocer: cambió el diseño de las páginas editoriales, que a partir de entonces se semejaron a las del New York Times.
Junior decía que la decisión de alargar la frecuencia de publicación de las columnas de “los escritores de la casa” no era suya sino del editor del periódico en inglés, que era al mismo tiempo el presidente de la compañía. El diario tenía que abrirse a nuevos colaboradores del exterior. Era una necesidad reflejada en las encuestas que con frecuencia realizaba el diario, en la que los lectores se quejaban de estar hartos de leer siempre los mismos columnistas. Por otra parte, las páginas debían enfocarse más en los asuntos locales y menos en el tema cubano (el  preferido de quienes trabajaban en el periódico). La empresa estaba empeñada en lograr una mayor diversidad, tanto de puntos de vista como de contenido. Nosotros creímos que además de la diversificación —que en la práctica evidenciaba el interés de atraer lectores de otras nacionalidades, cuya presencia en Miami estaba en aumento según las estadísticas—, lo que se intentaba era tratar de acallar las voces de quienes trabajábamos en la compañía. Pensamos que se hacía con dos objetivos muy bien definidos: impedir que nos diéramos a conocer —y el día de mañana independizarnos o conseguir un trabajo mejor— y cerrar toda posibilidad de que se fuera a identificar al periódico con nuestros criterios. Confiábamos, sin embargo, en que Junior iba a barrer con algunos pésimos columnistas, cuya única razón de permanencia en las páginas era que pertenecían a organizaciones exiliadas o repetían los criterios de la “línea dura”, los cuales solo eran populares entre una población anciana de lectores seguros, cuya relevancia disminuía a diario gracias a  la transformación que experimentaba la comunidad con la llegada de nuevos inmigrantes.
No nos equivocamos en lo primero. A partir de ese momento y bajo diversas “administraciones” —de forma similar a cuando un negocio cambia de dueño o de gerente, y lo primero que este hace es colocar un cartel bien visible: “Bajo nueva administración”—, el periódico continuó la política de no ver con buenos ojos a los empleados que trataban de publicar artículos de opinión en sus páginas.
Pronto nos dimos cuenta de que estábamos errados en lo segundo. La mayoría de los columnistas habituales —que no eran miembros del staff, o como él nos llamaba  “escritores de la casa” — no fueron eliminados y continuaron publicando sus columnas semanales sin cambio alguno.
Mientras tanto, las páginas editoriales se vieron llenas de un variado número de colaboradores, que solo tenían en común su relación con Junior o su padre. En primer lugar, comenzaron a aparecer columnas de prestigiosos autores latinoamericanos, como Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Camilo José Cela. Pero no se trataba de artículos originales sino de “refritos”, que originalmente habían aparecido en El País, Vuelta y otras publicaciones similares. Junto a ellos, hicieron su entrada un buen número de escritores izquierdistas de todo tipo —desde Mario Benedetti hasta varios intelectuales puertorriqueños—, que hasta ese momento no habían visto figurar sus criterios o aparecer su nombre en el periódico más importante de Miami. Pero sobre todo, empezaron a publicar un grupo de  desconocidos, con temas de poca importancia para la comunidad —un festival de cine latinoamericano en Ontario, la llegada del verano en cualquier ciudad europea—, cuya única razón de aparecer en las páginas era su amistad con el director de opiniones.
Por otra parte, la empresa inició una fuerte campaña para promover la figura de Junior —que incluyó dos presentaciones semanales en el principal canal de la televisión en español. En poco tiempo, este entró en contacto con los grupos más influyentes del exilio, especialmente con la Fundación Nacional Cubano Americana, algo que le rendiría frutos personales posteriormente. Mas Canosa, el director de esa organización —la más poderosa en la historia del exilio cubano—, aparecía por primera vez en las páginas editoriales del diario en español, expresando sus criterios y no respondiendo a uno de los frecuentes “ataques” del periódico en inglés. Pero además, Junior se reservó el derecho de dar a conocer su punto de vista en toda ocasión que estimaba pertinente. No solo comenzó a escribir una columna semanal los sábados (los domingos aparecían la columna del hispanic token, que fungía como editor de la versión en español del diario y la del americano que era el editor del periódico en inglés), sino que en ocasiones publicaba otra los días entre semana. A veces artículos serializados para su aparición en  días sucesivos. Ese mismo año hizo un viaje a China de más de un mes de duración. Al regreso publicó una columna en tres partes sobre “La China”.
Comenzó el nuevo año y tres columnistas —miembros del staff— se reunieron con Junior para preguntarle por qué no había cumplido su promesa de una reestructuración general de los columnistas. Querían saber si existía la posibilidad de devolverles su columna semanal. Este respondió que no y los tres renunciaron a seguir colaborando. Esto no alteraba su situación laboral, ya que no eran empleados de la sección de opiniones. Los despidió con un apretón de manos y agregó que en una situación similar probablemente él hubiera hecho lo mismo. Sin embargo, al abandonar estos su oficina fue a ver al editor de la versión en español y le pidió que los botara. El editor  —que se comentaba había llevado al presidente de la compañía la propuesta de contratarlo, a sugerencia del columnista y exdirector de las páginas editoriales, quien aspiraba a ser presidente de Cuba— se negó. Fue la primera ocasión en que Junior vio que no le iba a resultar fácil imponerse. Él también formaba parte de una gran empresa, que como tal, tomaba en cuenta diversos criterios, y entre cuyos directivos se podía encontrar no solo a ejecutivos capaces sino a personas que respondían a los más diversos intereses y puntos de vista.
El editor (publisher) del periódico en español era un anciano con fama de inepto. Preocupado sobre todo de obedecer las órdenes de los americanos, era conocida su frase: “No tengo nada que agregar a lo dicho por Mr. ...”, a la cual se reducía su participación en cualquier reunión, para así evitar problemas. A esa actitud —tan saludable a la hora de mantener un puesto y un salario envidiable e inmerecido— se sumaba un detalle afectivo, casi de abuelo bondadoso: uno de los insubordinados era su preferido —conocido por su vocación de hacer chistes y su destreza para caer simpático— y otro había tenido la delicadeza de escribirle el prólogo a un libro en que recogía algunas de sus columnas dominicales, publicado por el propio periódico. El disgusto de Junior no era causa suficiente para despedir a tres buenos empleados, que también gozaban de popularidad entre los lectores del periódico.
Con el paso de los meses —al tiempo que la sección de opiniones  se volvían cada vez más aburrida, según el criterio generalizado de lectores y periodistas—, Junior se dedicó cada vez más a sus asuntos personales, entre ellos y en primer lugar a divulgar sus criterios políticos. Poco a poco restó atención a las páginas a su cargo, y dejó la  ejecución diaria a una eterna aspirante a la jefatura de la sección, quien a su llegada lo había detestado con odio profundo y callado —y que lo consideraba un usurpador del puesto que en la práctica ella venía desempeñando desde hacía años, sin demostrárselo nunca porque era conocedora de la disciplina burocrática—, pero ahora convertida en su cómplice y beneficiada, ya que este había logrado que la nombraran subdirectora de la sección.
Solo un día a la semana, Junior se encerraba en su oficina y trabajaba varias horas arduamente. Era el viernes por la tarde, cuando editaba la columna del editor del periódico en español: una labor de responsabilidad que corría a su cargo. Aunque me desempeñaba en la mesa de noticias —había entrado al periódico como traductor y era ahora redactor de mesa—, me preguntaban con frecuencia si quería hacer horas extras en la sección editorial. Siempre decía que sí, porque el trabajo era fácil y solo tenía que revisar los textos y hacer pequeñas correcciones, sin alterar el estilo del autor aunque este resultara lamentable. Cada vez que veía que Junior se encerraba en su oficina, y dedicaba varias hora a la labor de editar al publisher del periódico en español, pensaba en la integridad periodística del director de la sección: alguien que supervisaba el material de sus páginas sin distinciones de ninguna clase, sin detenerse a pensar si los párrafos ante su pantalla habían sido escritos por la persona responsable ante la comunidad y la empresa de un órgano periodístico hispano de tanto prestigio —un diario que salía todos los días a la calle para informar de lo que ocurría en el mundo a los que no podían leer en inglés: “El mejor y  más grande periódico en español” editado en Estados Unidos— con objetividad y ética periodística a toda prueba.
La realidad era otra. Más prosaica. Muy a tono con la ciudad en que vivía. La columna que el editor hispano entregaba para ser publicada estaba llena de disparates, faltas de ortografía garrafales y errores de todo tipo. Como era puesta en el sistema por su secretaria —una joven cubanoamericana que carecía de un dominio adecuado del español, quien se limitaba a copiar textualmente lo que su jefe escribía en un par de cuartillas—, los disparates llegaban hasta la mesa editorial sin ser corregidos. Junior siempre se empeñaba en ser él quien arreglara los dislates, para evitar que trascendiera a la calle que el editor del periódico era un anciano casi analfabeto.
En una ocasión en que estaba de viaje —¿recorriendo “La China”?— y la subdirectora enfermó, los editores de mesa pudieron descorrer el manto de piedad que encerraba la labor de Junior al recibir el disquette que la secretaria entregaba puntual los viernes por la tarde. No quedó más remedio ese día que poner el texto en manos de un simple editor de mesa. Al poco rato, la verdad era conocida por unos cuantos y luego por todos. Fue entonces que mis compañeros ocasionales —sin proponérselo— me hicieron sentirme estúpido, al comentar el descubrimiento. Lo que yo creía era una muestra de independencia, expresaba un gesto de servidumbre. ¿Puedo agregar que envejecí un poco?
Un comentario casi al margen que no lo es. Ese publisher del diario en español se retiró pocos años más tarde, con todos los honores del cargo, para decirlo de forma casi cursi. Entre dichos honores abundaron las cestas de regalos cargadas con vinos y bebidas, especialmente botellas de whisky del que se comentaba era muy aficionado, y que también recibía anualmente durante la temporada navideña y hacía llevar a su automóvil por el copyboy del periódico.
Dos detalles surgieron durante su breve retiro. Uno es que nunca más escribió otra breve columna dominguera; él que se ufanaba en haber quedado como el único columnista semanal del periódico, con sus textos siempre de un marcado carácter anticastrista. Otra es que ese anticastrismo se eclipsó a su partida, pues al poco tiempo viajó a Cuba, permaneció en la isla casi un mes y allí pasó el tiempo en encuentros con sus antiguos condiscípulos y amigos, muchos de los cuales se habían convertido en importantes funcionarios del gobierno durante los años de exilio del columnista semanal anticastrista y publisher del periódico en español: reuniones que según se comentó entonces no pasaron de simples comelatas y borracheras pagadas por el hijo —digo, amigo— prodigo. Al volver a Miami. falleció poco después. Al parecer, murió satisfecho y feliz.
Junior también estaba envejeciendo, porque cada vez más fue dejando esa labor de profesor de español de escuela primaria en manos de la subdirectora, al tiempo que crecían sus diferencias con la dirección general, al percatarse los ejecutivos de la compañía matriz que no era una persona “fácil de manejar”.
Sin embargo, no fue hasta el estallido del conflicto fronterizo entre Perú y Ecuador que los gritos de batalla se oyeron en Miami. No estaba en la redacción el día en que el presidente de la compañía subió a anunciar la renuncia de Junior. Dicen que estaba rojo como un tomate. Por entonces corrió la versión de que el hijo del escritor famoso entró en la oficina del editor en inglés y le dejó la renuncia, en esta ocasión definitiva —semanas antes había renunciado por primera vez y lo habían convencido de que volviera— sobre el escritorio.
El editor y presidente no se encontraba en la oficina. Junior salió sin esperarlo. Al minuto de este regresar, la secretaria le avisó de que tenía la llamada de una periodista. Como esta había trabajado en el diario, el editor aceptó la llamada inesperada. Luego del saludo, la periodista le preguntó si era cierta la noticia de la renuncia del director de opiniones. Entonces el editor miró los papeles colocados sobre su escritorio y vio la carta.
El presidente de la compañía anunció la salida de Junior, y pese a su acostumbrada cortesía y buenas maneras tuvo un momento para dejar en claro que a partir de ese momento le importaban un carajo las opiniones e ideas de este. El editor en español, que ya preparaba su retiro, no hizo más que repetir una frase esperada: “No tengo nada que agregar a lo que ha dicho Mr. ...”.
Unos que salieron ganando con la partida fueron los tres periodistas que habían renunciado a sus columnas, pues les ofrecieron publicarlas de nuevo. Eso sí, aclarándole que quincenalmente, pues el anciano de las columnas llenas de falta de ortografía le había cogido el gusto a una frase: “El único que publica semanalmente en el periódico soy yo, además de Mr. …”. 
No trato de ser imparcial ni objetivo. Estas son mis impresiones de mis años en el periódico. Al tiempo que las escribo, trato de recuperar mi rencor, mis actitudes y percepciones del momento, sin preocuparme de si luego estas fueron modificadas y si era injusto e inmaduro. Todas las situaciones están vistas a través de un prisma subjetivo. Cuando Junior renunció les dije a algunos que, pese a lo mal que nos caía, había que reconocerle un mérito: en él el periodista se impuso sobre el burócrata. Demostró que no le interesaba el poder al precio que se lo ofrecían. Me respondieron que había actuado como un niño malcriado. Era fácil renunciar contando con la posibilidad de vivir en Londres o en Madrid, y no en Miami, y con un apellido que abría la puerta de cualquier periódico. Todavía creo que la experiencia le resultó amarga. También pienso que —de haber sido director— hubiera resultado mucho mejor que todo lo que vino después. Pero no es bueno hablar sobre el futuro, aunque el futuro ya sea pasado. 
“Tengo que encontrar el password. Voy a llevarla a algún lugar donde puedan entrar al disco duro. A lo mejor los libros están dentro, ya terminados, y esto son solo páginas que sacaba a veces para entretenerse, para verlas impresas. Lo del periódico está bastante avanzado, pero más bien es un diario personal. No sirve para publicarlo así. ¿Cuándo lo hizo? Unas veces parece escrito de memoria y luego hay varias páginas que son simples anotaciones”. Dejó los papeles donde los había encontrado.
  Al salir del apartamento se dirigió a la oficina de edificio. El encargado del inmueble le extendió la mano y puso una cara de pesar que le pareció excesiva. Decidió ser breve, porque descubrió que el hombre era cubano y sabía que tras el pésame vendrían dos o tres comentarios triviales para terminar en la pregunta conocida. O lo que temía más, en la sugerencia de que se postulara para las próximas elecciones en la isla.
—Voy a pagar la renta por un mes, si no hay inconvenientes. Todo ha sido muy repentino. Necesito tiempo.
—No faltaba más. Todos sentimos mucho lo ocurrido. Su hermano no era muy hablador, pero todos los queríamos mucho.
El encargado le hablaba en español. Había abandonado el inglés al reconocerlo luego del saludo. Sacó la chequera. Cambio de idea de nuevo, cuando puso la cifra tras escribir el nombre de la compañía encargada del edificio y la fecha.
—Tres meses. Necesito tres meses antes de cambiar las cosas de mi hermano.
Lo dijo como siempre, acostumbrado a mentir en la literatura y en la política, pero confiado en que estos tres meses serían suficientes para cambiarlo todo.  

Monday, November 14, 2022

Cubileteo

 


Sabe que es ella. De inmediato la reconoce. Sin recordar las veces anteriores en que la contempló de lejos. Sin tiempo apenas en el primer instante para pensar en el escritor, que a partir de ese momento le ayudará a tratar de que también sea suya. Ajena e  indestructible. Como sabe por primera vez que será siempre. Ella que golpea el fondo del yate, a la que se entrega con una mezcla de impotencia y alegría que no logran opacar los tres vasos de Johnny Walker Etiqueta Negra a la roca. Ni el mareo que llega poco a poco, que resiste porque sabe lo espera desde que se negó a ponerse un parche la noche anterior y luego el otro que le ofrecieron al subir. Terco en su intención de sentirse indefenso, como ahora se siente. Pese a los dos motores poderosos que sin derrotarla logran avanzar en su contra. Y el estar sentado en el segundo piso. Sin atreverse a bajar a cubierta o subir al puesto de mando. Ella, la Corriente del Golfo.
El cayo tiene una playa larga, que se extiende por toda su costa. Puede recorrerse en una mañana, ya que mide casi 4,4 kilómetros de largo y 3,2 kilómetros de ancho. Su suelo apenas se eleva a unos 18 metros sobre el nivel del mar. Nada dificulta el andar, porque su vegetación se limita a la hierba de duna y el lino de la costa, la uva caleta y el hicaco. Aquí y allá aparecen palmas de pequeño tamaño. Al poco rato de caminar surge una laguna, que cubre casi toda su superficie. En ella abundan los peces y las tortugas, Nadie va allí a pescar. Son especies menores y los pescadores prefieren el mar.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —Bejor se le ha acercado al verlo detenerse. Se sientan en el suelo arenoso
—Dinero.
—¿Cómo?
—Me pagan bien por este reportaje. Quería hacerlo desde mi casa, pero me dijeron que si no venía se lo daban a otro.
—Bueno, entonces para usted esto tiene sentido. Pero yo maldigo la hora en que me metí en este enredo.
Bejor Asseo era judío pero maldecía. También comía carne de cerdo. Eso lo supo después. El día que Morales le dijo a Bejor que cocinara, ya que alardeaba de ser tan buen cocinero. Morales sacó un costillar de la nevera del yate. “Lo hizo para humillarme, pero se jodió. A mi qué coño me importa cocinar cerdo u otra cosa. Para la cantidad de bichos raros que he comido en tantas guerras que he estado”. 
—¿Por qué vino entonces?
—No quiero dejar solo a Morales. Me tiene que devolver las piezas. Si lo dejo solo y me desentiendo de este rollo lo va a tomar como excusa. Entonces se hace el ofendido y no me da las piezas.
—Puede demandarlo.
—No creo en abogados. Tampoco en jueces. Al final, se queda con las piezas.
Bejor era el propietario de una de las mejores colecciones de artefactos de la cultura taína del mundo. Eso era lo él decía. Lo que venía repitiendo desde que se montó en el yate.
—Se las presté como parte del proyecto. Para que las tuviera en su casa por un tiempo. Así él podía exhibirlas y pasar como un especialista en las culturas aborígenes. De lo contrario, nadie iba a financiarle esta expedición. Dijo que me iba a pagar. Me las alquiló. Pero cuando le dieron el dinero no me devolvió nada. Tampoco me pagó. Ahora dice que me va a pagar el doble cuando venda la película. Llevamos una semana dando vueltas como idiotas por estas islas de mierda, y no veo que tenga un plan ni nada por el estilo. Estamos perdiendo el tiempo.
—A lo mejor tiene un plan y no quiere decirlo.
—¿Qué plan ni un carajo? Es un imbécil. Y más imbécil fui yo en prestarle las piezas.
—Como Colón.
—¿Cómo?
—Como Colón. También tenía un plan y no se lo dijo a la tripulación. Somos la tripulación de Colón.
—Colón era un buen cabrón ¿Sabe que era judío?
—He oído decir eso. También que era cubano.
—¿Cómo?
—Colón era cubano.
—Está bueno eso. Así que Colón era cubano. Peor que un judío. Entonces sí estamos jodíos. De verdad que estamos jodíos.
Cree ver una luz y comienza a llamar a la tripulación, que se agolpa sobre cubierta. Otros creen verla también. ¿O lo dicen sólo para congraciarse con su jefe? La visión se repite. Luego se aferrará a lo ocurrido para reclamar los 10.000 maravedíes, ofrecidos por los Reyes al primer expedicionario que divisara tierra. Un gesto de avaricia. Posiblemente. Lo criticarán por ello. Ese día el sol se había puesto a las 5:30 p.m. El “crepúsculo náutico” —que marca con su culminación el comienzo de la oscuridad total— ocurrió a las 6:15 p.m. Soplaba un viento que se conoce como “alisio reforzado”. Ese es un viento que levanta gran oleaje en el mar, pero que no afecta a las carabelas, porque lo llevan de popa mientras avanzan rumbo oeste. A esta hora se encontraba a unos 81 kilómetros de la isla Watling. Distingue las luces a 10:00 de la noche, cuando ha rebasado la zona del litoral del este y está pasando por el sur de la isla. Dos horas después de la medianoche, la tierra aparece a la distancia de dos leguas. Decide esperar hasta el amanecer para tomar posesión de la tierra en nombre de la corona española. La nombra San Salvador. No sabe —lo sabrá después pero nunca le importará— que esa tierra ya tiene nombre: Guanahaní en el lenguaje de los lucayos. El nombre, sin embargo, será importante siglos después, cuando los historiadores no se pongan de acuerdo en identificar a Guanahaní, y disputen su origen en varias islas, islotes y cayos.
No era porque estaban sentados en la popa del yate. Cada uno con un trago en la mano. Tampoco porque eran los únicos que aquella mañana decidieron permanecer a bordo. No desembarcar en esa otra isla y dedicar el día a caminar, a posar con mapas en la mano delante de la cámara de vídeo digital. Fingir que cribaban la arena y descubrían cerámicas aborígenes. Piezas de la colección de Asseo enterradas un rato antes por Morales.
En 2007 el realizador Manoel de Oliveira se empeñó en un proyecto singular: dar una muestra de que Cristóbal Colón era cubano y de las obsesiones que se derivaban de ello: Cristóvão Colombo - O Enigma. Moriría ocho años más tarde, en 2015.
Hay varias Cuba. No solo una isla y un archipiélago sino también dos pueblos y un poblado. Un pueblo es el cubano y el otro el cubense; en el poblado no hay cubanos.
 Una isla en el Caribe, una villa en Europa, una pequeña población en Estados Unidos, con más pasado que futuro.
En la película, Oliveira —quien hasta morir a los 106 años en Oporto, el mismo lugar donde había nacido en 1908, pudo ufanarse de ser el director de cine más longevo existente, y de realizar varios filmes meritorios aunque casi nunca extraordinarios— se refiere a la Cuba portuguesa.
La trama de Cristóvão Colombo - O Enigma se fundamenta en Cristovão Colon (Colombo) era Português, del historiador lusitano Manuel Luciano da Silva y su esposa Silvia Jorge, quienes sostienen que el descubridor nació en la localidad de Cuba, en la región portuguesa de Alentejo. Uno de los argumentos que esgrimen es, precisamente, el hecho de que Colón le otorgara ese nombre a la mayor de las islas descubiertas en su primer viaje. Pero la hipótesis parte de un dato erróneo: Colón bautizó a Cuba con el nombre de Juana.
Algunos estudiosos argumentan que el nombre de Cuba deriva de una voz indígena, “Cubanacán”. También está el hecho de que Colón escribiera en su Diario de Navegación, refiriéndose a “otra isla grande mucho, que creo que debe ser Cipango, según las señas que me dan estos indios que yo traigo, a la cual ellos llaman Colba”. (A partir de esa primera mención, el almirante comienza a mencionar siempre a Cuba, como el nombre que le dan los nativos a la “isla grande”, por lo que se considera un error esa primera referencia).
Pese a que llama Juana a Cuba, no por ello Colón deja de usar el segundo nombre para referirse a la isla. Juana, por otra parte, no resulta una nominación afortunada. El almirante dice que lo hace en memoria del Príncipe de Castilla, Juan. Aunque el Príncipe de Castilla no era el único con ese nombre, ya que también por entonces estaba Juan II de Portugal. Además, la hija de los Reyes Católicos se llamaba Juana. Y fue precisamente Juana, Reina de Castilla, quien se casó con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria; tuvo con él un hijo, el emperador Carlos V, y fue encerrada al morir su esposo en una historia de amor y traición que le ganó para siempre el apodo de “Juana la Loca”.
Sin duda, el rey Fernando no estaba muy contento con llamar Juana a Cuba, porque ya viudo, el 28 de febrero de 1515, dispone cambiarlo por Fernandina.
Este nuevo nombre tampoco logra imponerse y Cuba termina siendo Cuba.
La tesis más favorecida es la de que la palabra Cuba tiene un origen siboney o taíno, pero difieren las interpretaciones de su significado, así como las variaciones del nombre.
El gentilicio tiene también una historia de cambios y dificultades. Está unido a la idea de nacionalidad y no comienza a ser utilizado hasta el siglo XIX. Somos antes indianos, isleños y criollos, pero no cubanos.
Por su parte, la Cuba portuguesa se llama así por la existencia de agua en el lugar, rodeado por una zona desértica. Esa agua se encuentra recogida en grandes agujeros, que hacen la función de enormes cubos. Una cuba en portugués es una tina.
La tesis del supuesto origen portugués de Colón está vinculada a la hipótesis de que fuera un agente doble al servicio de las dos metrópolis peninsulares. Primero apareció en el libro Cristóvão Colombo, agente secreto do rei Dom Joao II, de Mascareñas Barreto, publicado en 1988. Luego en la obra de Luciano da Silva. Entre otros datos se apoya en un hecho curioso: al regreso de su primer viaje de descubrimiento, el navegante llega a Lisboa y tras pedir ver a “su” rey Juan II, pasa una semana en palacio antes de ir al encuentro de los Reyes Católicos, para rendir cuenta de sus hallazgos.
En Miami, el capitán Jorge Navarro Custín, un exoficial de la marina mercante cubana exiliado en Miami, décadas atrás publicó en el Diario Las Américas dos artículos sobre la “cubanidad” de Colón.
La película de Oliveira —quien al estrenó declaró que la película no tenía pretensiones científicas ni históricas, sino que era “una ficción de tenor romántico, evocadora de la gesta del descubrimiento de América”— fue rodada en locaciones de Estados Unidos y algunos sitios de Portugal, como la isla de Porto Santo (Madeira) y la propia villa alentejana de Cuba.
Cristóvão Colombo - O Enigma fue estrenada en el Festival de Venecia de 2007, donde recibió el premio Bisato de Oro, otorgado por la crítica independiente. La cinta no es una biografía de Colón sino una evocación novelística de la empresa del descubrimiento. Manuel Luciano, quien había emigrado a Estados Unidos en 1940, regresa a Portugal para reanudar los estudios y se casa con Silvia. Vuelve a Estados Unidos una vez graduado de médico, pero en sus viajes se muestra más interesado en la investigación histórica que en su carrera, en especial el lugar de nacimiento de Colón. Cree encontrar la solución al enigma en la isla de Porto Santo, donde vivió Colón.
De Oliveira es un director para minorías, por lo general intelectuales, y lo que podría llamarse una figura de culto. Sus películas son en ocasiones demasiado discursivas, pero en conjunto es un director con una filmografía interesante y más de un logro. No es un realizador capaz de conquistar un gran público, pero más de una gran actriz de belleza y prestigio ha preferido trabajar con él (Catherine Deneuve, Stefania Sandrelli, Irene Papas, Leonor Silveira). Sus cintas han sido nominadas en importantes festivales internacionales pero no galardonadas, quizá con excepción del premio del jurado en el festival de Cannes por su cinta La lettre, basada en la novela La Princesse de Clèves, de Madame de La Fayette. Sin embargo, en su país durante décadas fue el director más premiado. Algunos portugueses dicen que también el más “odiado” entre los creadores jóvenes, porque siempre conseguía una mayor ayuda financiera para sus filmes, y por supuesto dejaba a otros con menos.
El origen “cubano” de Colón ha sido en buena medida una operación de mercadeo turístico. En octubre de 2006 el periodista español José F. Ferrer se trasladó a esa pequeña villa de unos 5.000 habitantes y escribió un reportaje sobre lo que fue posiblemente uno de los momentos más importantes de la historia del lugar. El sábado 28 de octubre, justo 514 años después de que Colón descubriese la isla caribeña, la ministra de cultura de Portugal, Isabel Pires de Lima, inauguró el primer monumento dedicado al descubridor en suelo lusitano. “Un monumento en la villa —explicó entonces Ferrer— donde los defensores del origen portugués de Cristóbal Colón sitúan su nacimiento”.
Ferrer es un periodista español con una singular curiosidad por historias en que el tema cubano aparece tangencialmente. En una ocasión escribió en El Mundo sobre una cooperativa cañera española que en 2000 cultivaba unas 1.000 hectáreas de tierra entre Motril y Salobreña, una zona que en una época llegó a llamarse “la pequeña Cuba”. El ingenio de Salobreña, en Granada, España, el último que quedaba funcionando en Europa, cerró en 2006.
Pero hay además otra Cuba: un yacimiento petrolero y ser un cruce de caminos.
Desde la época en que los indios recorrían praderas y terrenos montañosos— definieron la existencia de esta Cuba, que para quienes nacieron en la isla puede ser considerada la Otra Cuba o la Tercera Cuba, si no se olvida a la portuguesa.
Thomas Taylor, alcalde del poblado, afirma que Cuba se desarrolló a partir de los senderos que los nativos americanos recorrían a pie. Los indios daban vueltas alrededor del área donde el petróleo brotaba en un diámetro de apenas unos 20 pies. Se cree que los aborígenes colocaban sus mantas encima de la fuente de combustible, y dejaban que se empaparan en el líquido, para luego utilizarlas con fines medicinales.
En 1627 el sacerdote franciscano francés Joseph de la Roche d’Allion recorría la región con el objetivo de evangelizar a los indios hurones, cuando fue conducido al yacimiento. Se considera que el testimonio escrito del sacerdote registra la primera vez que se dio a conocer la existencia de un yacimiento de petróleo en el hemisferio occidental, de acuerdo a Cuba Centennial: 1850-1950.
El historiador David Crowley considera a Cuba un punto esencial, desde el cual iniciaban las peripecias del viaje quienes viajaban del este al oeste, en busca de un lugar donde vivir, encontrar fortuna y algunas veces la muerte. A medida que el movimiento de los pioneros fronterizos fue creciendo, Cuba se encontraba allí, dice Crowley. La historia de Cuba aparece detallada en un artículo escrito por John Loyd en el Olean Times Herald.
El lugar es famoso por su queso cheddar. No se conoce de la presencia de cubanos en la zona.
—Bueno señores, y ahora una última pregunta: ¿Traen armas?
—No.
Ese es otro de sus problemas: ser siempre lento y apresurarse cuando no hay que apresurarse. Ve como sus compañeros empiezan a depositar sobre la mesa una Glock 19, una Beretta 92FS, una Walter PPK, una Bronning A-Bolt y un Colt 1119AM, calibre 45. No basta con las pistolas y el revolver. También aparecen la carabina Winchester, Model 94 Tradicional-CW, calibre 30-30, con un magazine 44 Remington, y el fusil Bronnig A-Bolt, con cartuchos 12" 25-06 Remington.
Todos sacan las licencias correspondientes. Se siente desnudo.
—Bien señores. Todo está en orden. Muchas gracias y que tengan una estancia placentera en Nassau.
Los aduaneros vuelven a darle la mano al grupo. Salen y saltan al bote, que se aleja rápido. El yate entra lentamente en la bahía y se dirige a uno de los muelles. No es de los primeros en salir. Lo hace luego que el capitán y su ayudante terminan de amarrar la embarcación. Colocan en uno de los costados el grueso cable eléctrico. Desenrollan una manguera para limpiar la embarcación. Busca un taxi para dirigirse al casino. No hay ninguno libre. Dos que han salido antes que él tomaron el último momentos antes. Se dispone a esperar cuando ve que el taxi retrocede y sus compañeros de viaje le dicen que monte. Se niega. Cuando le insisten teme ser descortés y se une a ellos. Le prometen que luego de comer irán a jugar. Se alejan del puerto para yates de recreo y atraviesan por calles de viviendas humildes. El automóvil se detiene ante una especie de almacén. No escucha la música que sale del local, pero tampoco logra escapar del estruendo.
—Esto es mejor que el casino —le dicen a la vez sus dos compañeros. Uno paga la entrada. El portero le acerca un puntero electrónico, del que ve salir un diminuto rayo laser. Pasa por un detector que enciende una señal de color verde y sigue adelante. Con ellos ha entrado varias muchachas, que estaban en la puerta del local. Se da cuenta que sus acompañantes también les han pagado la entrada a ellas, porque las mujeres no se separan del grupo. Una se acerca y le dice:
I want fuck you.
How much a blowjob? —le responde.
One Hundred.
Do you have a friend?
Girlfriend o boyfriend?
Fucking bitchYou and another fucking bitch?
—Two Hundred. Three for licking you ass too.
OK. Three Hundred, fucking bitches.