Wednesday, November 26, 2008

La verdad a salvo



Esta tarde viene gente del ICAIC y tú tienes que estar porque yo no voy a estar —me dijo Alberto.
Quienes venían eran Francisco León y José Antonio González. Luego supe que a José Antonio le decían “Pepe Jruchov ” en otra época, aunque ahora asistía a los inicios de José Antonio en su misión de funcionario progresista, en momentos en que la cultura cubana entraba en su etapa más retrógrada.
Siempre hubo un nombrete acorde a José Antonio —algunos lo llamaban Pepe Antonio, pero es mejor evitar la posibilidad de confundirlo con el patriota de Guanabacoa que luchó contra los ingleses en el siglo XVIII— en cada momento de su vida. “Lloviznita” fue uno de los últimos, porque tenía un programa de televisión en que presentaba una película e interrumpía la banda sonora para intercalar sus comentarios críticos: “Observen la alineación del personaje principal, típica del cine imperialista”.
José Antonio convirtió los cambios de su guardarropa en la explicación más adecuada para entender la decadencia occidental: “La inflación capitalista demuestra la espiral en aumento de una vertiginosa caída del sistema. Mocasines, como los que traigo puesto —por ejemplo— hace un año valían veinticinco dólares en Panamá. Estos, que son los últimos que compré, me costaron cuarenta dólares en Madrid”.
Ya estaba fuera de Cuba cuando me enteré de su muerte. Fue una de las víctimas de un accidente aéreo en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Un avión que se estrelló al despegar. Por años lo consideré una muerte justiciera. Ahora me parece simplemente un acto irremediable: no se puede practicar con impunidad el vicio de perseguir tantos vuelos.
—Esta mañana tuve una reunión con Alfredo y León —me explicó Alberto.
—Tuve que darle un parón a León. Me vino a dar clases de ideología y no permito que nadie venga a darme clases de ideología —. El rostro de Alberto era cada vez más serio mientras hacía el cuento.
—Le recordé que un reloj puede estar parado, pero aún da la hora dos veces al día.
Alberto hablaba en un tono preocupado que no era común en él —siempre sonriente—, por lo que las noticias no eran tan buenas para nosotros, como sospeché luego de saber de la conversación con Fidel.
Habían pasado unas tres semanas desde esa reunión con el Comandante en Jefe, que pocos en el grupo conocían. Ahora —por primera vez desde la creación de los cine-clubs— los funcionarios del ICAIC querían reunirse con nosotros. Es más, venían a las oficinas de Extensión Universitaria. Ellos, que a veces demoraban varias semanas en aprobar una lista de solicitud de películas, de pronto se interesaban en un grupo de estudiantes a los que hasta entonces habían hecho todo lo posible por menospreciar.
Ese interés momentáneo no era bueno para nosotros. Me di cuenta durante la conversación con Alberto esa mañana. Los que asistieron a la reunión lo supieron al caer la tarde, porque los funcionarios del ICAIC llegaron puntuales y se demoraron dos horas en explicarnos que el momento era de prudencia.
Fueron generosos en su paternalismo, pero dejaron en claro que ellos eran los máximos responsables de todas las películas que se ponía en el país, sin importar que fuera una sala universitaria o un cine de barrio.
También nos hicieron saber que si se reunían con nosotros, era para salvaguardar la verdad en tiempos difíciles.
Algunos nombres no se podrán mencionar, pero la verdad hay que decirla siempre. Eso fue lo que nos expresaron, con el orgullo que se siente al salvaguardar la cultura en los momentos de mayor peligro.
—Hace poco tuvimos que hablar de la guerra de Argelia, a raíz de una proyección de La Batalla de Argel —comenzó diciendo León.
—Dijimos que hubo intelectuales franceses que se opusieron a esa guerra —agregó José Antonio.
—No mencionamos nombres —era León quien proseguía aclarando las cosas.
—No dijimos que Sartre fue uno de esos intelectuales —nos explicó José Antonio.
—El nombre de Sartre no debe mencionarse ahora —nos advirtió benévolo León.
—Pero la verdad quedó a salvo para el día de mañana, cuando de nuevo pueda volver a hablarse de Sartre —se adelantó José Antonio.
—El que sabe nos entendió. Por supuesto que nos entendió muy bien —se justificó León.
—La verdad quedó a salvo —dijo José Antonio al tratar de redondear la idea.
—Ustedes y nosotros sabemos que fue Sartre uno de los intelectuales que se opuso a la guerra de Argelia. Hay otros que también lo saben. Pero ese nombre no debe pronunciarse ahora. No es el momento adecuado —volvió a recalcar León.
La repetición resultaba el método apropiado para que los estudiantes aprendieran.
—Igual ocurre entre nosotros. Hay nombres de intelectuales cubanos que no deben pronunciarse ahora —recalcó José Antonio.
—Nadie que haya abandonado el país. Ningún traidor. Ningún contrarrevolucionario. Los apátridas no tienen cabida en la cultura revolucionaria.
León ya no daba clases: advertía.
La palabra “pronunciarse” fue lo que más me llamó la atención de ese discurso. No sólo era negarnos el derecho de hablar de Sartre, de mencionar su nombre. Como buenos maestros, habían encontrado el ejemplo perfecto.
Mencionar al autor de La Nausea cumplía varios propósitos. Su firma había aparecido en una carta de protesta de los intelectuales europeos, en que se pedía la liberación del poeta Heberto Padilla. Hacer referencia a un intelectual francés servía para recordarnos que el ICAIC había tenido razón en preocuparse por nuestra simpatía con el pensamiento y el cine de esa nación europea.
Los intelectuales franceses no estaban solos. Muchos artistas y escritores occidentales habían demostrado que eran incapaces de comprender una revolución verdadera. Y nosotros llevábamos meses alabando sus obras, citando sus ensayos, intercalando referencias de sus novelas en los cine-debates y la revista.
Pronunciarse era algo más que nombrar. Implicaba que no debíamos tomar partido por las figuras que en aquel momento el Estado cubano consideraba enemigos ideológicos. A menos de que quisiéramos convertirnos en traidores. Porque una cosa era salvaguardar la verdad y otra muy distinta era traicionar a la revolución.
Fotografía: un ciclista avanza en medio de la niebla de la mañana, en la provincia de Matanzas, el 25 de noviembre de 2008 (Javier Galeano/AP).

Wednesday, November 19, 2008

Recordando a Pello



Hola, Pello.
—Qui hubo Alex.
Apenas terminaba las palabras. Como si la voz ronca temiera que una mayor efusión la pondría en desventaja. Sin embargo, conversaban a menudo. Pedro Izquierdo —Pello el Afrokán— podía hacerlo porque estaba de regreso del triunfo, y él era el único adolescente que acudía todas las noches a la barra.
La moda del mozambique fue un fenómeno musical. Aunque en su triunfo —a finales de los 60— influyó la política. Una barrera contra la influencia extranjera y una respuesta a la decadencia de la música bailable. El mozambique no era lo que pregonaba —un nuevo ritmo—, sino una derivación de la rumba convertida en espectáculo. Crear un ritmo bailable —un sustituto del chachachá, el son y sus variantes—, tras varios años de incansables repeticiones en la música popular, agobiaba a los creadores cubanos y preocupaba al gobierno. Desprovistos del ambiente nocturno propicio —la bohemia transformada en “decadencia burguesa” y los tocadores de esquinas convertidos en una manifestación del “lumpen proletario”— los creadores e intérpretes se limitaban a repetir “ritmos” de existencia efímera: simples variaciones de la clave cubana, donde un elemento musical anecdótico pretendía justificar el nombre. Más que en el desarrollo de nuevas polirrítmias, Pello se destacó por sacarle partido al “color local” de la música popular. Un derroche de tumbadoras: seis para él al frente. Más de una decena de ejecutantes del mismo instrumento en ambos flancos. Un bombo, sartenes, cencerros, claves y más tumbadoras al fondo. Una sección de metales —trompetas y trombones— completaba una orquesta cuyo concepto no era nuevo. La agrupación no se diferenciaba del conjunto —al estilo del de Arsenio Rodríguez y luego Chapotín—, salvo en que ahora se había magnificado en número, pero no en calidad y fuerza sonora. Con su gorro de piel africano, Pello ofrecía su show: negros sudorosos tocando tambores y varias modelos —las “afrocanas”— dedicadas a enseñar unos pasos simples de baile. El se reservaba una rubia de trenza oscilante y provocadora, mientras todos en la orquesta hacían sonar sus instrumentos, al tiempo que aparentaban una furia primitiva. Despreciaba el mozambique —que para entonces ya había pasado de moda—, pero conversaba a menudo con Pello.
—Valdés, ponle un trago a Alex. Yo lo invito.
—¿Lo de siempre? —dijo Valdés, sin hacer la pregunta.
—Lo de siempre.
Tomó la copa de coñac. La calentó con el contacto de su mano. Un ligero roce y la presión adecuada sobre el cristal ayudaban a que la bebida se intensificara, a tono con la caricia. Valdés siempre trataba de servirle en la copa adecuada. A veces era imposible, porque cada vez quedaban menos.
—¿Qué hago con la que tienes por allá? —ahora sí preguntó el cantinero.
—Déjala, en seguida regreso.
—Felipe II. ¿Verdad que eso es lo que tú tomas siempre Alex? Fundador para mí Valdés.
Pello miraba la botella de Felipe II.
—En mis buenos tiempos me tomaba una de ésas todas las noches —agregó.
El Fundador era más barato que el Felipe II. Le disgustó recordarle a Pello que los tiempos habían cambiado.
—¿Algo nuevo?
—Estoy componiendo. Quiero montar un espectáculo.
—Almeida está en la mesa de diez, comiendo con su familia.
Lo dijo como un alivio. No para Pello sino para él.
—¡Va! Esa gente. Ya no les intereso.
No acertaba con Pello. Al menos no esa noche. Al menos no antes de que ambos se tomaran otras tres copas.
—Tú que andas en lo del cine. Yo también estuve en eso, pero me trataron mal.
—¿Cómo fue?
—Trabajé en una película, pero me trajo mala fama.
Intentó acertar esta vez. Aunque no sabía cómo.
—La tienes que haber visto.
—No recuerdo —mintió.
—¿Viste Memorias del Subdesarrollo?
—Ah, sí, ya recuerdo. La escena inicial.
—El director me engañó.
—Me dijeron que querían filmar a la gente bailando con mi música. Luego pusieron lo del muerto.
—Yo tocaba. La gente iba a verme y bailaba. Si se mataban no era culpa mía.
—Luego han dicho por ahí que nada más iban a verme delincuentes.
—Es sólo una escena inicial, de presentación de la película. No creo que fuera hecha con mala intención.
—Nunca me dijeron que iban a poner lo del muerto. Me trajo mala fama.
Recordó haber oído que cuando Pello fue a París —a presentar el mozambique en el teatro Olympia— varios músicos no pudieron viajar porque tenían antecedentes penales. La mala fama no venía sólo por la película. No debía hacerlo. Recordar era malo ahora. Y no sólo para Pello. Ni pensar en cuando estudiaba en la CUJAE y detestaba a sus compañeros, que se pasaban el día cantando y bailando mozambique. Esos recuerdos no eran buenos para acertar con Pello esa noche.
—Olvida eso Pello, tú eres famoso.
—Ya no.
—Bueno, tú sabes como es la música, con altibajos.
—Estoy preparando un espectáculo que es lo mejor que he hecho. Pero los hijoeputa no me hacen caso.
Pello estaba en un mal momento. Siempre se cuidaba mucho de las palabras que usaba en su presencia. ¿O es que empezaba a considerarlo algo más que un conocido?
—Ya encontrarás una salida. Valdés, repite aquí por favor. Y ponlo en mi cuenta.
Quería zafarse del mozambiquero, pero no veía cómo.
—No me dan los recursos que necesito. Sin eso no puedo hacer el espectáculo.
—Hiiiiijiiiii.
Conocía el grito. Breve e incisivo. Sin llegar a la estridencia. Porque quien lo lanzaba era un hombre educado. Para algunos, sin embargo, resultaba insoportable. Fue su tabla de salvación.
—Voy a darme un baño de juventud.
—Hiiiiijiiiii —y de nuevo el grito para prolongar las palabras.
Extremadamente flaco. Cinco pies y cuatro pulgadas de alto y un rostro arrugado que recordaba a Magoo, el ciego de los comics. Calcular la edad de Ferreto era el recurso infalible, cuando se agotaban los temas en la barra. Quienes lo conocían hacía más tiempo —dos camareros, un barman y dos o tres habituales que apenas le hablaban por considerarlo un viejo comunista— apostaban que no menos de 84 años. Todos parecían interesados en conocer esa edad. Salvo Ferreto y él. Le atraía el contraste entre el cuerpo endeble y la vitalidad que impulsaba al anciano a caminar infatigable de un extremo al otro del bar. A estar parado la mayor parte del tiempo y a hablar y beber sin parar. Venía todas las noche desde la inauguración del restaurante, sin importarle la lluvia y el frío y que su mujer estuviera enferma. Sólo en una ocasión regresó a su apartamento en L, entre 25 y 27, sin poder emborracharse y dando tumbos por la ira. Pero ese día aún no había llegado y para él y para Ferreto el futuro era algo en lo que mejor no se pensaba.

Wednesday, November 05, 2008

La librería Canelo



En pocos meses habían cerrado casi todas las librerías de viejo que conoció al llegar a La Habana. La Económica desaparecida tras unas tablas que cerraban la entrada. Tapadas por la madera las dos grandes vidrieras de los lados. Donde alcanzó a ver libros en exhibición y un día un juego de compases de dibujo —que compró y años más tarde perdería, con la muerte de un amigo al que se los prestó poco antes de que éste se suicidara. Pasarían meses antes de ver una tarde que habían serruchado las tablas. Para construir un pequeña puerta. Luego otro día vio la puerta entreabierta. Un matrimonio joven —por sus caras y cuerpos se notaba que habían llegado hacía poco a la capital— comían sentados en el suelo. Sostenían con una mano los platos de lata, mientras que con una cuchara se llevaban el arroz a la boca. Le llamaba la atención esa pareja, que aún vivían como campesinos en medio de la ciudad. Durante los fines de semana que iba a La Habana Vieja —más por el recuerdo de los meses de su llegada a la capital que esperando encontrar abierta alguna librería o a un vendedor callejero—daba vueltas alrededor de la Manzana de Gómez. Una y otra vez a la espera de que la puerta estuviera abierta y pudiera ver como se iban adaptando los guajiros a su nueva vida. En una ocasión vio a la mujer descalza, fregando una olla tiznada en una palangana de un esmalte blanco descascarado. En el suelo jugaba un bebé de apenas un año, desnudo y sucio. La mirada dura y desafiante del guajiro —que se paró en la puerta una tarde en que él llevaba más de media hora pasando por delante de la improvisada vivienda— hizo que no volviera.
Para entonces no tenía sentido recorrer Obispo y O'Reilly. Estaban clausurados todos los sitios donde a veces descubría publicaciones anteriores al triunfo de la revolución. Nadie quedaba ya en los pasillos de entrada a los edificios, Ningún viejo con un estante de madera o un cordel amarrado de un extremo al otro de una pared. Donde se colgaban las ediciones rústicas. Agarradas por palillos de tendedera como si fuera ropa recién lavada. Seguía de largo cuando veía a alguien con apariencia de mendigo —con varios libros tirados en alguna acera—, porque siempre se trataba de novelas soviéticas y manuales políticos. Sacados de algún basurero o encontrados tirados en la calle. Por los nuevos inquilinos de una vivienda hasta entonces desocupada.
La Librería Canelo —Reina, entre Lealtad y Campanario— era la única que continuaba abierta. Un local estrecho y largo. Había una vidriera a la izquierda —con un búcaro grande de flores de papel, amarillentas y sucias, donde unos libros de derecho anteriores al triunfo revolucionario acumulaban polvo— y una puerta de cristal, sobre cuyo marco aún continuaba funcionando un viejo aire acondicionado, que apenas servía para refrescar un poco el salón en el verano. Era casi imposible esquivar las gotas —de un agua herrumbrosa— que el equipo dejaba caer al que pasaba por debajo. Para entrar a Canelo había que mojarse. Un pequeño mostrador-vidriera —también de cristal, y ahora casi vacío — exhibía dos o tres tomos de las Obras Completas de Lenin en ruso. Siempre sospechó que habían sido colocados allí por los empleados, con la seguridad de que nadie pediría verlos. Una elección acertada, que evitaba las molestias y garantizaba la preservación de la ideología comunista. El resto de espacio disponible para los libros eran dos estantes, que se extendían a lo largo de ambas paredes laterales. Se prolongaban hasta el fondo de la librería. Donde otra puerta servía de entrada a una pequeña oficina. En su interior se encontraban una mesa grande y un escritorio. Sentado en la silla reclinable tras el escritorio, el administrador se levantaba sólo para cerrar a las siete y treinta de la noche. Otras dos personas trabajaban en el lugar. Una era una mujer de unos cincuenta años, que antes había sido vendedora en una quincalla —las tiendas donde con anterioridad se podía adquirir desde un lápiz hasta un perfume, y que ahora estaban desiertas salvo los días en que surtían alguna mercancía de venta regulada. El traslado a la librería era gracias a un certificado médico. Unos decían que estaba “enferma de los nervios”. Otros que convalecía de un infarto y por ello la habían mandado allí. En cualquier caso, se encontraba en el lugar ideal para curarse de sus males, pues allí nunca se formaban grandes colas a la entrada —como en las peleterías o tiendas de ropa. El otro empleado era el antiguo mozo de limpieza. Ahora ascendido a dependiente. Pero aún a cargo de barrer antes de abrir y pasar una colcha sucia por el piso los días que había agua. Ninguno de los dos trabajaban lo más mínimo la mayor parte del tiempo. Pasaban la tarde —al igual que los otros comercios de la ciudad, la librería abría de doce y media del día— conversando con Enrique Labrador Ruiz.

Ir todas las tardes a Canelo y sentarse a conversar con dos que no habían leído un libro en su vida —aunque trabajaban en una librería. Fue el destino de Labrador Ruiz durante sus últimos años en Cuba. Autor de Conejito Ulán, uno de los mejores cuentos fantásticos de la literatura cubana. De varias novelas “gasiformes”. Obras de vanguardia que nadie recordaba. Pasaba el tiempo a la espera del viaje que lo llevó a Miami. Donde vivió pobre, olvidado y abandonado. Pese a los esfuerzos de Cabrera Infante para que la ciudad le gestionara una pensión. Y a uno o dos libros que logró publicar antes de morir.
Labrador Ruiz. Su figura alargada perdida tras la vidriera de cristal. Se sentaba en una silla y sus largas piernas querían sobresalir más allá del cristal. Nunca debió mirar hacia los libros de Lenin. Con una cara risueña, daba la impresión que no le importaba que quienes entraban a la librería no lo reconocieran. ¿Cuántos que entraron buscando una novela o un libro de cuentos supieron que ese hombre era un escritor conocido? Se limitaba a hacer el papel de vecino. Vivía en la misma calle Reina, a unas pocas cuadras. No era difícil imaginarlo en una bodega de esquina, comentando el último chisme del barrio. Jamás una palabra de política. Ninguna referencia literaria, salvo cuando hablaba entre conocidos. Se limitaba a dejar pasar el tiempo de la espera. Cuanta constancia para abandonar un país en que había logrado destacarse. Para irse y nunca más regresar. No parecía que la literatura se hubiera olvidado de él. Todo lo contrario. Era él quien había decidido abandonarla. O al menos aparentar una impresión de abandono que le permitía mantenerse invulnerable. Esa distancia de abandono al descuido era su mayor fortaleza. Una fortaleza que logró conservar en Miami. Para morir de forma callada. Empeñado en asegurarle a todo el mundo en que no había nada por lo cual preocuparse. Que simplemente quedaba un escritor menos en el mundo.
El tercer hombre en Canelo era el administrador. Había sido el propietario de la Librería Martí, una de las mejores de La Habana y que él apenas logró ver a las pocas semanas de llegar a La Habana. De apellido Martínez —nunca lo conoció y puede que el nombre fuera otro y que no fuera dueño de nada y sólo es verdad el verlo sentado tras el escritorio o mirando los libros que mantenía guardados en un estante a sus espaldas—, pasaba las tardes encerrado en la pequeña oficina del fondo sin hablar con nadie. Sólo salía a la hora del cierre. Había un pequeño presupuesto para la compra de libros, que se realizaba al contado. En ocasiones pasaban los meses sin que se firmara la orden de entrega del dinero. A nadie le preocupaba porque pocos acudían a vender libros. Cuando tenía fondos y coincidía que esa semana llegaban a la librería dos o tres con grupos de libros a vender —que no se limitaban a manuales de marxismo, literatura soviética y textos de derecho en desuso—Martínez seleccionaba los ejemplares que luego pondría a la venta. Decomisaba los títulos prohibidos —según una “lista negra” renovada periódicamente por el Instituto del Libro— sin decir nada al que los traía y separaba cualquier ejemplar valioso. Con los años logró reunir una colección valiosa de primeras ediciones de libros cubanos, a la espera de la autorización para entregarlos a la Biblioteca Nacional. La entrega nunca se produjo, porque Martínez —persona meticulosa en extremo— exigía que el traspaso se realizara con la debida documentación y los funcionarios del Ministerio del Comercio Interior, el Instituto del Libro y la Biblioteca Nacional no lograban coordinar la reunión para redactar un simple papel que certificara la adquisición. Aunque nunca tomaba vacaciones, el administrador enfermó durante dos semanas. Durante su ausencia, quedó a cargo de la librería el mozo de limpieza. Dio la casualidad de que una tarde llegara al establecimiento un funcionario encargado de supervisar la venta de mercancías en el área. Le pareció sospechoso encontrar un estante lleno de libros al fondo, mientras los del frente estaban vacíos. Sin duda se trataba de un acaparamiento y tomó nota en su agenda. Ordenó que al día siguiente se pusieran a la venta esos libros. Unos pocos afortunados pudieron adquirir a dos y tres pesos ejemplares únicos de los siglos XVII, XVIII y XIX. Martínez, alejado de la librería por un simple catarro, regresó para ver que la colección acumulada durante varios años había desaparecido. A los pocos días sufrió un infarto y terminó retirándose.

Juan Carlos sostenía la cucaracha muerta sujetando con firmeza las patas traseras. “¿Y qué me dice de esto señora?” La mujer miraba asombrada. “Es la primera vez que veo una en esta casa.” La respuesta no bastaba para convencer a alguien como Juan Carlos. “Eso no quiere decir nada, señora mía. Estos repulsivos insectos no se dejan ver con facilidad. Lo sospeché desde que entré. La casa debe estar llena de ellos, aunque usted no los haya visto. Se esconden en los lugares más recónditos. Espero que nunca deje la comida fuera del refrigerador. No se ha dado cuenta, pero la ropa, que se ponen los que viven aquí, los platos en que comen, las camas en que duermen, cualquier superficie de este hogar ya ha sido recorrido una y mil veces por otras cucarachas como ésta. No tiene más que verla de cerca. Ha muerto de vieja. De seguro sus descendientes salen de noche y se pasean por todos los rincones sin que usted se dé cuenta.” La mujer sólo acertó a mirar con asombro y murmurar algunas palabras. “¡Ay Dios mío!” Conocía el truco de otras visitas —durante los fines de semana— a casas donde alguien estaba dispuesto a vender algunos libros. “La solución son unos polvos que vende un amigo mío. Precisamente acabo de comprarle una cajita. Trabaja en Relaciones Exteriores y es el veneno que usan para proteger de insectos las casas de los diplomáticos. Le aseguro que desde que comencé a poner este polvo por los rincones de mi casa, mi familia se vio libre de cucarachas, comejenes y hormigas. Es un veneno que se compra en dólares y sólo lo tienen en las casas de protocolo. Mi amigo, que es fumigador, apenas consigue un poco para él y sus amigos.” No siempre el polvo era igual. En ocasiones tenía ácido bórico, las más simple talco, tiza para escribir en los pizarrones de las escuelas pulverizada y cuando no había otro material a mano un poco de arena mezclada con material de repello para las paredes. Juan Carlos no dejaba que el cliente potencial se acercara demasiado al producto, lo tocara e incluso lo oliera. “Mucho cuidado. Es extremadamente venenoso. Tiene que asegurarme que donde lo ponga queda fuera del alcance de los niños. Ya yo estoy acostumbrado a manipularlo en mi casa. Por eso me brindo a ponerlo aquí. Pero le advierto que no lo toque ni lo retire por los próximos seis meses, para aprovecharlo al máximo.” La gente terminaba comprando el “veneno” porque Juan Carlos les aseguraba que éste no faltaba en la casa de los extranjeros. “Si quiere le cedo esta cajita. Son veinte pesos. En resumidas cuentas, a mí aún me queda suficiente en mi casa para los próximos quince días y para entonces seguro vuelvo a ver a mi amigo.”
No había semana en que Juan Carlos no apareciera por su apartamento para proponerle ir a El Cotorro, Rancho Boyeros, Guanabo o Santiago de las Vegas, en busca de alguien que quería vender unos cuantos libros. A veces iban más lejos, hasta San Antonio de los Baños y Guines. Había que destinar todo un día para esos recorridos. Esperar durante varias horas por un ómnibus. A los lugares más distantes no bastaba con uno y a medio trayecto tenían que regresar —cansados y sin esperanza de llegar al destino antes de la medianoche— o se quedaban en la estación terminal de algún pueblo hasta que amaneciera y al día siguiente reanudar el viaje. Comprobó que los habaneros tenían razón en llamar “campo” a todo aquello que existía fuera de la ciudad. Bastaba con los nombres de esos pueblos para darse cuenta que era imposible encontrar en ellos algo que se apartara de la estulticia campesina. Bauta, Caimito del Guayabal, Alquízar, Quivicán, Guira de Melena, Madruga, Aguacate.
Por lo general regresaba a su apartamento en El Vedado lamentándose de haber acompañado a Juan Carlos. En muchas ocasiones no encontraba libro alguno que le interesara. Nunca comía por el camino. Si es que encontraban algo que comer. Su acompañante siempre se las ingeniaba para entrar en cualquier fonda o pizzería. Compartiendo la mesa con quien que tenía un turno, a cambio de darle alguno de los varios artículos que siempre llevaba en una mochila sucia: pomos con dos o tres onzas de café, vasos, ceniceros, navajas de afeitar, pedazos de jabón, rollos de papel higiénico y libretas. Por lo general era él quien pagaba los pasajes y siempre temía que iban a acabar metiéndose en un lío.
Juan Carlos no sólo aprovechaba las visitas para vender sus inocuos venenos para cucarachas, sino que trataba de estafar de las más diversas formas a todo aquel con quien conversaba. Al llegar a la casa de la persona que vendía los libros —meta del largo recorrido—, parecía desentenderse de inmediato de la razón de su visita. Demoraba el darle un vistazo a los ejemplares en venta e iniciaba un interrogatorio que en más de ocasión estuvo a punto de ponerlos a ambos de paticas en la calle. Si había otras ocas en venta. ¿Tenía también discos? ¿Estaba en venta ese sillón? ¿Y ese cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, cuánto quería por él? Pedía café y agua, con el objetivo de que el dueño de la vivienda los dejara solos por un momento y entonces recorrer la sala, lanzarse sobre el puñado de libros si estaban a la vista y ver si podía llevarse algo sin que el propietario se diera cuenta.
No todos los vendían unos cuantos libros los habían leído o se interesaban por la literatura y la historia. Pero más de una vez comprobó su tendencia hacia emitir juicios a la ligera. Una tarde fueron a Regla. Juan Carlos acaba de conocer en la Biblioteca Nacional a un joven negro de unos veinte años, que le había dicho que tenía en venta casi cincuenta libros de literatura norteamericana. Por la relación de títulos que el individuo había mencionado, se trataba de obras muy difíciles de conseguir. A llegar tuvieron que esperar casi dos horas. Casi se iban a marchar cuando apareció el negro. Luego de hablar un rato supieron que trabajaba de fregador en la terminal de ómnibus interprovinciales, que quedaba a unas cuadras de la biblioteca. Finalmente el otro se decidió a mostrar los títulos. Había novelas de Nathanael West, Vladimir Nabokov, John Updike y Robert Graves. Libros de poemas de Ezra Pound y William Carlos Williams. Ensayos de Gillo Dorfles y Johan Huizinga. “Los vendo porque los he leído todos. Ya no me interesan.” Los precios eran elevados y a todos los libros los unía una característica: los cuños en sus páginas de la Biblioteca Nacional. Se decidió por una novela de un escritor que acaba de descubrir, La Mansión de William Faulkner. Juan Carlos se la había recomendado. “Tienes que leer La Mansión. Es lo mejor de Faulkner.” Al regreso el negro los acompañó. Dio la casualidad que se sentaron juntos. No le gustaba el individuo, porque le recordaba a otros parecidos que estudiaban con él en la universidad y antes durante la segunda enseñanza. Pensaba que estaba al lado de un simple ladrón de libros. Quiso comprobar si era verdad lo que le había dicho. “¿Qué te pareció La Mansión?” Su conocimiento de Faulkner se limitaba a Mientras Agonizo, publicada en la isla, y Pylon, adquirida un portal de O'Reilly durante sus primeras semanas en la capital. “Es muy buena.” De sus otras obras sólo conocía lo escrito por John Brown en el Panorama de la Literatura Norteamericana. “¿Mejor que Pylon?” Tampoco conocía sus cuentos. “¡Por favor! Pylon es la obra de un principiante. Tiene que meterte en el ciclo de novelas que giran en torno al condado de Yoknapatawpha si quieres conocer a Faulkner” Decidió mirar por la ventanilla durante el resto del viaje.
Una vez fueron a Marianao, a ver a un hombre de unos cincuenta años, que vivía solo y había decidido vender su biblioteca poco a poco, para sacar el dinero suficiente que le permitiera dedicarse todo el tiempo a escribir una historia del cine norteamericano. Cuando conoció el plan de quien tenían delante le pareció absurdo. Era imposible escribir en Cuba sobre un cine que estaba casi completamente prohibido exhibir. Pero el otro contaba con su memoria, un archivo lleno de recortes de periódicos y la generosidad de sus amigos en el extranjero, que le escribían largas cartas contándole los últimos estrenos. Por supuesto que la mayoría de las cartas no llegaban al destinatario, pero éste se las arreglaba con las que recibía para redactar su obra. Juan Carlos interrumpió la descripción del capítulo dedicado a la Serie Negra de los años cincuenta. “¿No hay café. Es para mí. Alex no toma café fuera de su casa.” El historiador detuvo su análisis sobre la actuación de Humphrey Bogart en El Halcón Maltés para una aclaración y luego pasó a explicar las similitudes entre ésta y el papel desempeñado por el actor en El Sueño Eterno. “No tomo café. Mi cuota se la mando a mi hermana, que vive en Matanzas.” El dudaba si comprar un libro de cuentos de Hawthorne, porque el precio de veinte pesos le parecía excesivo. “¿Té entonces?” Sólo conocía uno de los relatos, Wakefield. La historia del hombre que desaparece de su hogar durante veinte años y se dedica a espiar a la esposa —para al cabo de ese tiempo entrar por la puerta como si no hubiera pasado nada— le atraía poderosamente desde la primera vez que la leyó durante el bachillerato. “Frío. Hay una jarra en el refrigerador. Ve a la cocina y sírvete.” Esperaba que el otro dejara de hablar sobre cine para hacerle una propuesta. Pero estaba seguro que iba a acabar cediendo, que pagaría los veinte pesos sólo para volver a leer ese cuento. “¿Toma mucho café tu hermana? Casualmente tengo conmigo un pomo con cinco onzas de café en polvo. Podríamos llegar a un acuerdo.” Desde el primer momento se dio cuenta que el dueño del apartamento era homosexual. Le preocupaba también que no se ocultara para decir que estaba a la espera de la salida del país. Tenía la baja laboral y buscaba la manera de sacar por una embajada los capítulos que ya tenía escritos de su libro. “¿Encontraste una cucaracha? No te preocupes, hay montones.” Al salir, llevaba el libro de Hawthorne. No se había equivocado. Por veinte pesos ahora podía volver a leer el cuento. Juan Carlos estaba molesto. Mientras esperaban el ómnibus en la parada, se lamentó del tiempo perdido. “Clase tipo. ¿Sabes lo único que tenía en el refrigerador? Un pomo con agua y una jarra sucia con un poco de té. Ni lo probé''.
Fotografía: un hombre revisa libros de uso en La Habana (Archivo).