Pocos conocen su nombre, pero es difícil que quien visite Nueva York no encuentre su rostro. Y lo que es mejor, su cuerpo. Una figura de cobre de veinte pies que representa la “Fama Cívica”, con la mirada vigilante sobre el edificio de la municipalidad. También en la entrada de la Galería Frick, donde se muestra desnuda. Guía con firmeza la carroza, tirada por tres furiosos corceles, en el Monumento al Maine, en Columbus Circle.
No alcanzan estos sitios para contener a una mujer que no tiene reparos en exhibirse. Se repite en todas las figuras femeninas, como si las esculturas fueran incapaces de contener tanto ímpetu. Representa la paz en la corte de apelaciones neoyorquina y reaparece en un ventanal de colores de la Iglesia de la Ascensión. Vuelve a estar desnuda en la fuente Pulitzer, frente al hotel Plaza. Se muestra lánguida en el memorial a Isa y Isidor Strauss en el Strauss Park. Sirve de inspiración para treinta obras de artes en el Museo de Arte Metropolitano. Su cara se reproduce en las estatuas Miss Manhattan y Miss Brooklyn a la entrada del Museo de Arte de Brooklyn. Idealiza la hermosura en el frente de la Biblioteca Pública de Nueva York.
Nunca le bastó la ciudad: adorna las mansiones de John D. Rockefeller y George Vanderbilt, el yate de J. P. Morgan y las monedas de diez y cincuenta centavos. Se convierte en la principal modelo para la Exposición Internacional Panamá Pacífico en San Francisco. Aparece una y otra vez, en los 24,000 pies de murales decorativos y vuelve a figurar en varios grupos estatuarios. Es el símbolo de esa exposición, y no permite a otras mujeres que usurpen su encanto. Luego inicia una carreta de actriz de cine y aparece desnuda en películas ahora perdidas.
Es famosa. Repetida hasta el cansancio durante su momento de mayor esplendor. Una cara familiar en un país enorme, cuyas fronteras parecen incapaces de apresarla, Una figura reconocida por todos los hombres. Luego la reclusión y un largo silencio.
Audrey Munson vivió hasta cumplir 15 años en Providence, Rhode Island. Entonces soñaba con estudiar música y danza. Al divorciarse sus padres, la madre se la lleva para Nueva York.
Fue una tarde de 1906. Madre e hija recorren las tiendas del centro de la ciudad, cuando un hombre comienza a seguirlas. No dice nada, pero tampoco deja de mirar a la adolescente. La madre le pregunta qué desea, le pide que se vaya, que deje de perseguirlas. El responde que es fotógrafo. Les da la dirección de su estudio, donde quiere retratar a Audrey.
Van al otro día. Bajo la mirada vigilante de la madre, Audrey es fotografiada una y otra vez. Cara y cuerpo. Poses ingenuas que no despiertan la menor sospecha. Nada más ocurre.
Ambas mujeres lo han olvidado por completo, cuando un día el fotógrafo regresa. Ahora pide algo distinto. Desea mostrar las fotos a un amigo, un escultor de origen húngaro. El artista quiere que la joven pose desnuda.
La madre se resiste al principio, pero cede poco después. ¿Por dinero?, ¿por complacer a su hija?, ¿convencida por el escultor? Audrey no ha cumplido aún los 16 años. La escultura tiene un nombre emblemático: Las Tres Gracias.
Nunca será suficiente una figura para encerrar el cuerpo de Audrey. El hotel Astor adquiere la pieza y la coloca en su elegante vestíbulo.
Es el comienzo. Años más tarde, ella se referirá a la obra como “un souvenir del consentimiento materno”.
A partir de ese momento, Audrey comienza a ser codiciada por los artistas. Pronto se convierte en “La Reina de los Estudios”. Siente una inclinación peculiar por despojarse de la ropa. No tiene reparos en permanecer desnuda durante largas horas. Atrae por igual al arte y a la censura. Comienza en el país la era de la Prohibición y las cruzadas morales. “Esta joven debería avergonzarse”, exclama Elizabeth Gannis, la presidente de la Liga Nacional Cristiana para la Promoción de la Pureza. “Es posible que tenga unas facciones y una figura perfectas, como dicen los escultores, pero ello no le da permiso para exhibir sus encantos delante del público”, agrega con resentimiento.
Audrey no la oye. O finge no oírla. Al ser entrevistada por un periódico, expresa que asume su desnudez como “un sacrificio en favor del arte”. Invierte los valores de tantas cruzadas morales y de todas las ligas cristianas que la atacan. No responde con desenfado. Asume una actitud ética: “Comenzamos a usar ropa sólo cuando los pensamientos malignos y de culpabilidad se alojan en nuestra mente. Los vestidos son dañinos para nuestros cuerpos y aún peores para nuestras almas”. ¿Convencimiento, inocencia o astucia?
Nadie, sin embargo, se preocupa por destacar su entereza moral. Nadie la escucha. Prefieren mirarla.
La vida de la modelo es deslumbrante, pero no basta para engañarla. Pronto se da cuenta que va a ser breve. Cuando los artistas empiezan a cansarse, cuando se da cuenta que ya no sirve de musa, descubre que hay muchos que aún desean seguir viendo su cuerpo. Entonces empieza su carrera cinematográfica.
En su primera película, Inspiration, repite muchas de las poses que han inmortalizado su cuerpo sin ropa en las estatuas. Por primera vez —y bajo el socorrido pretexto del arte— aparece una mujer desnuda en una cinta norteamericana. Ya para entonces sabe que otros han agotado su figura en esculturas, las cuales se hallan en monumentos, edificios públicos y mansiones de todo el país. También conoce que hay un nuevo camino por descubrir. El cine le brinda la oportunidad de exhibirse en un ámbito más reducido: las salas oscuras. Pero no desperdicia el hecho de que esa aparición momentánea se repite incansable de ciudad en ciudad, noche tras noche. El momento cumbre de la película es una escena donde aparece sólo cubierta de pies a cabeza por un barro húmedo.
La inspiración continúa en otras tres cintas: Heedless Moth, Girl O’Dreams y Purity. En todas se repite esa mezcla de ingenuidad y modestia que despierta lujuria.
Apenas unos pocos las conocen hoy. Nadie se atreve a reconocerle valor cinematográfico a sus películas, ni a catalogar sus actuaciones.
El fracaso de Audrey no llega a causa de los críticos. Tampoco gracias a los defensores de una moral de parroquia. Un asesinato ocurrido en 1919 —muy comentado en la prensa y en el que se ve envuelta de forma involuntaria— destruye su carrera.
Es el fin. La decadencia la lleva poco a poco a la locura. Ingresada en 1931, a la edad de 39, pasa el resto de su vida en una institución de psiquiatría. El olvido no tiene piedad y la persigue hasta la muerte, que ocurre en 1996.
Había cumplido 105 años y ya no se acordaba de su belleza.
No comments:
Post a Comment