Wednesday, November 16, 2022

«Junior» (I)


“Así que también pensó en escribir sobre eso”. Revisaba los papeles. Varias carpetas donde su hermano había ido guardando apuntes, sin preocuparse por darle un orden. A veces las hojas encerraban diálogos sin continuación, descripciones que no llegaban a concretarse, personajes que aparecían con distintos nombres pero que se asemejaban demasiado. “Ese fue su problema. Nunca fue capaz de terminar nada. Un par de libros publicados ya de viejo, para no molestarse demasiado cuando alguien lo llamara escritor”. Se sentó de nuevo frente a la computadora e intentó con varias direcciones: la de casa donde habían vivido en La Habana durante la infancia, los diferentes apartamentos de Miami. Probó con nombres de mujeres, restaurantes, escritores. Pensó que a lo mejor tenía más suerte con títulos de libros y películas. Decidió anotar los intentos cuando se dio cuenta de que se repetía. “Quizá en el disco duro de la computadora esté un orden, una clasificación. Al menos el esbozo de un proyecto. Pero tengo que encontrar la clave”.  
Cuando en 1991 empecé de traductor freelance en el periódico, la sección de opiniones ocupaba un espacio reducido. La edición en español no contaba con un área mayor que la destinada a cualquier subsección del diario en inglés. Los cuatro redactores de opiniones trabajaban en el turno de la mañana y compartían sus escritorios y computadoras con los de la mesa de noticias, quienes entraban por la tarde. Esas páginas eran responsabilidad del director del periódico, pues el cargo de director de opiniones estaba vacante. Como consecuencia, la división clásica entre el contenido informativo y editorial —propia de cualquier órgano de prensa norteamericano— existía solo en la plantilla de personal, no en la práctica. Con el tiempo iba a conocer diversas etapas donde esta división continuó omitiéndose y otras donde existió realmente, hasta desaparecer por completo cuando los ejecutivos de la empresa matriz decidieron apoyar el proyecto de un periódico independiente para la comunidad latina. Este plan, que al principio algunos pensaron otorgaría una voz propia al diario en español, en realidad fue concebido —y luego desarrollado hasta sus últimas consecuencias— para vender un conjunto de anuncios con un formato noticioso. No un periódico con anuncios, sino una gaceta publicitaria con algunas noticias. Páginas donde una o dos informaciones cubrían los huecos que quedaban sin vender por el Departamento de Publicidad. Una publicación diaria donde en la portada aparecía —al menos dos o tres veces por semana— un reportaje que no era más que un derroche de publicidad por otros medios: la inauguración de una mueblería; el auge de un centro comercial; el lanzamiento de una línea de ropa o de perfume con el nombre de una artista famosa; la publicación del libro de cocina de una presentadora de televisión o de la biografía de un magnate; el anuncio de la gira de una estrella nacional o de la ciudad  y la salida al mercado del último disco de un cantante de moda.
Antes de mi llegada al diario, el director de opiniones había sido un conocido columnista, que por entonces vivía entre Miami y Madrid. Nunca supe lo que influyó en su partida. Si el hecho de que mientras fue director de opiniones mantuvo su editorial y una agencia de venta de artículos periodísticos, además de una destacada labor política. Es posible que los americanos no vieran con agrado a un ejecutivo que publicaba en las páginas editoriales columnas de opinión escritas por los colaboradores de su propia agencia, que le pasara la cuenta por estas al órgano de prensa a su cargo, lo que equivalía en parte a cobrar un salario por una labor que contemplaba una dedicación semanal atenta a la tarea fructífera de pagarse a sí mismo y que al mismo tiempo aspiraba a ser presidente de Cuba. Quizá ese director de opiniones pensó que el fin de Castro estaba cercano (hablar de “la última hora de Castro” se puso de moda por aquellos días, y alguien ganó fama y fortuna con el vaticinio erróneo) y decidió concentrar sus empeños en la labor política. Lo cierto es que se comentaba que de su paso por el periódico solo quedaba su columna dominical, la de su hija los lunes y artículos ocasionales que aparecía bajo el copyright de su agencia. Había un rumor peor intencionado. Un par de empleados gustaban repetirlo a todo recién llegado: en dos o tres ocasiones habían tratado de comunicarse con quienes escribían algunos de los artículos distribuidos por la agencia del exdirector de opiniones, con el fin de aclarar alguna duda —pienso ahora que tales dudas fueron un pretexto, que la intención era descubrir si existían realmente los autores— y siempre fue en vano. Resultaba imposible localizar a esos periodistas, que de forma ocasional o cada semana contribuían con su firma a orientar a los lectores. Incluso una vez un artículo de Guillermo Cabrera Infante apareció como distribuido por la agencia del destacado columnista dominical, hecho que provocó la protesta del escritor cubano.
Fue tras del traslado del periódico a sus nuevas oficinas —en el sexto piso del edificio a orillas de la bahía— que finalmente se anunció el nombramiento de un director de la sección de opiniones. Era el hijo de un escritor famoso. También él quería ser escritor. Pero había más: codiciaba ser al menos tan famoso como su padre. Llegó de España acompañado del prestigio de su apellido y con un propósito que pronto se hizo evidente a todos: estar al frente de la sección de opiniones no era más que el paso previo para ocupar en poco tiempo la dirección del periódico. En Madrid había rechazado la oferta de un empleo —como reportero en Londres del diario ABC— para partir a la conquista de América. Lo hizo desoyendo el buen consejo de un matrimonio amigo, que en Europa le advirtieron que no aceptara el cargo porque iba a enfrentarse a un mundo nuevo para él. Llegaría a una ciudad y a una empresa donde reinaban la intriga, el rencor y la desidia, con una peligrosa desventaja anticipada por todos: desconocía las complejidades del exilio cubano de Miami. El sueldo prometido, la ambición y la necesidad de comenzar una carrera propia —lejos de la sombra del padre— pudo más que los buenos consejos. Quizá también pensó que luego de ser secretario de prensa de la campaña presidencial del padre —quien por unos años confundió a sus lectores con los electores de su país de origen y quiso agregar una victoria política a sus triunfos literarios— estaba curado de intrigas y zancadillas. También —como demostró después— le atraía enormemente la comunidad exiliada.
Ya antes de llegar, su presencia comenzó a crear resquemores y envidias. Al ser extranjero —y de acuerdo a las leyes de inmigración vigentes—, el diario se vio obligado a colocar en un lugar visible la solicitud al Servicio Nacional de Inmigración norteamericano, en donde se especificaba su salario: 100.000 dólares anuales.
Poco tiempo después, otro editor (publisher) echaría por tierra esos “escrúpulos”, que él consideraba un vicio tan estadounidense como la cocaína en piedra, y se dedicaría por tres años a dirigir el periódico como hace el dueño de una bodega con su negocio: sin informar públicamente a quien contrataba, al descartar la política de anunciar las plazas disponibles y omitir el dar a conocer la plaza entre los ciudadanos de la ciudad y el país antes de realizar una solicitud especial, y así lograr que alguien que no residía ni en Miami ni en Estados Unidos —pero era de su agrado en más de un sentido— pasara a formar parte del equipo.
Pero esa época aún no había llegado, y entonces la cifra provocó descontentos. El jefe de redacción —por cierto, un español: la madre patria como cantera del periodismo miamense— me dijo que no había proporción entre el salario que iba a ganar el recién llegado y el suyo; que en resumidas cuentas la parte editorial se limitaba a cuatro páginas y cinco empleados, mientras que él tenía a su cargo toda la sección informativa —que los domingos superaba las treinta y en ocasiones alcanzaba las cuarenta páginas— y la responsabilidad de muchos más empleados.
Antes de que apareciera por el periódico, al hijo del escritor famoso le construyeron una oficina del mismo tamaño que la del director. También crearon una plaza de secretaria ejecutiva, para que la nueva empleada atendiera de forma independiente los asuntos de la sección y se encargara de coordinar la compleja agenda del flamante director de opiniones, que esperaba impaciente el visto buena de inmigración.
El día de su llegada, le trajeron envuelta en celofán una silla para el escritorio. Nunca en la redacción se había visto una silla tipo ejecutivo tan lujosa, de cuero reluciente y madera barnizada. Parecía propia del presidente de un banco importante. Fuera que le resultara incomoda o que la encontrara demasiado pomposa, al hijo del escritor no le gustó y mandó retirarla a los pocos días.
Los cambios no se limitaron a la cálida bienvenida. Gracias al poder que habían colocado en sus manos, el recién llegado transformó la sección de opiniones de arriba a abajo. Primero la movió a un área más amplia. Se apropió para sus empleados del sitio donde hasta ese momento habían estado los encargados de las páginas de deportes. Incluso le quitaron dos televisores a los reporteros deportivos y los giraron para que estuvieran a la vista de quienes se encargaban de las páginas editoriales, que como no los necesitaban para su trabajo optaron por dejarlos encendidos en cualquier canal. No pasaron dos meses sin que añadiera a su equipo otro editor de mesa, a tiempo completo, y un traductor a tiempo parcial.
La empresa había puesto todas sus esperanzas en ese hijo de padre famoso. Él se lo dijo a los miembros de su equipo: traía el encargo de realizar un informe semanal sobre lo que encontraba bien y mal en el periódico. También de entregarlo personalmente al presidente de la compañía, para discutirlo con él en privado.
Desde el primer día, el nuevo director de opiniones no fue bien visto por el resto de la redacción del periódico, y él dejó bien a las claras que no le importaba y no hizo nada para modificar dicha percepción. Aunque su trato era amable, su figura y actitud delataban al “hijo de papá”: era un ejemplo clásico del muchacho rico acostumbrado a que sus deseos fueran satisfechos de inmediato y sus órdenes cumplidas al pie de la letra; su actitud de joven ambicioso, educado en buenos colegios, que se sentía muy superior al grupo diverso de inmigrantes que formábamos la redacción.
Las burlas sobre su forma de caminar se hicieron notables. Pronto se acuñó el apodo de Junior. Todos los días llegaba vestido como si fuera un gerente bancario: traje oscuro, camisa de cuello —blanca o de colores claros— y una corbata discreta pero elegante. La ropa evidenciaba su procedencia exclusiva, y al mismo tiempo cumplía con el código ejecutivo: vestir correctamente, de forma tal que pusiera en claro la importante posición social del dueño del traje, pero sin sobresalir y caer en excesos. Los ejecutivos del periódico y de la empresa matriz creían que habían encontrado al burócrata adecuado. No pasaría mucho sin que se dieran cuenta de su error.
Lo había conocido tres años antes en un almuerzo. En aquella ocasión se mostró interesado en que lo ayudara, con el fin de colaborar en una revista, Hombre de Mundo, en la que yo publicaba reportajes ocasionales. Cuando lo saludé, a los pocos días de él llegar al periódico, me dijo: “Aquí estoy, muy contento de poder trabajar en esta empresa”. Fue cordial, aunque dejó en claro la distancia entre nosotros. No esperaba un trato familiar ni amigable, pero me molestó el aire de superioridad, que hizo evidente —más en gestos que en palabras— su declaración de fidelidad ejecutiva y su interés de no extender el encuentro tras el saludo formal. 
Luego de aquel almuerzo habíamos hablado en un par de ocasiones y apenas nos conocíamos. Sin embargo, siempre el diálogo había incluido la posibilidad de una ampliación del intercambio, en base a intereses comunes y puntos de vista coincidentes. Ahora esa posibilidad había quedado atrás. La frialdad del estrechón de manos conque me recibió en su oficina dejó en claro la relación que él quería mantener conmigo, y la distancia entre uno y otro a la que ambos siempre fuimos fieles.
Nunca trabajé directamente con él. Entre los que lo hicieron las opiniones estaban divididas. Unos lo consideraban un jefe democrático, que realizaba reuniones semanales con los miembros de su sección, intercambiaba criterios y tomaba en cuenta las sugerencias. Otros lo tenían por un producto clásico de la oligarquía latinoamericana, pese a que tanto él como su padre se declaraban enemigos jurados de esta. Alguien que no admitía replicas, quejas ni negativas. Al poco tiempo de aquel primer encuentro, un redactor de la sección me contó que la semana anterior había intercambiado criterios con Junior sobre política latinoamericana. Después de cada cual expresar abiertamente sus puntos de vista sobre el tema, la conversación había girado hacia la preferencia que ahora se otorgaba a ciertos columnistas. Abandonando el tono amable, Junior había respondido de forma brusca: “Renuncia ahora mismo si no estás de acuerdo”. El redactor —que se caracterizaba por mantenerse siempre distante de los problemas laborales y  las intrigas cotidianas del periódico— se limitó a responder: “Estás equivocado. Aquí en Estados Unidos estas cosas se conversan y se discuten. No estamos en Latinoamérica. No voy a renunciar. Tú tienes que botarme”. El hijo del escritor famoso dejó las cosas así, pero también el redactor se limitó a su trabajo y nunca más emitió una opinión propia delante de él.
Hubo una medida que le ganó el odio de varios de los que trabajaban en la mesa de información editando reportajes, diseñando páginas y titulando noticias. Con el tiempo supe que la decisión que los afectó no había sido adoptada por el director de opiniones sobre la base de criterios propios, que en gran parte este se limitó a seguir las órdenes del presidente de la compañía. Más tarde pude comprender que la norma en cuestión era similar a la existente en la mayoría de los periódicos —no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Pero entonces disgustó mucho a quienes luchábamos por publicar artículos en el diario. Fue una comunicación que pasó a los pocos días de hacerse cargo de las páginas editoriales. Convertía a todos los columnistas semanales —que a la vez eran empleados a tiempo completo del periódico— en quincenales. El objetivo manifiesto era abrir las páginas a los colaboradores de afuera. Hasta ese momento, los editores de mesa expresaban sus criterios mediante sus artículos. Algunos eran escritores con libros publicados o aspiraban a serlo. El trabajo en el periódico era el medio de ganarse el sustento. Las columnas de opiniones que publicaban constituían la única manera —disponible en aquel momento— de canalizar intereses más amplios. Para evitar un conflicto de intereses, un editor de mesa no podía escribir reportajes, salvo en casos muy excepcionales. Tampoco un reportero podía publicar en las páginas de opiniones. Estas también estaban cerradas a los empleados a tiempo parcial, quienes si lo deseaban podían aparecer ocasionalmente en la sección Tribuna, que era la misma que estaba a disposición de los lectores.
Algunos columnistas semanales —trabajadores también del periódico— recibían un pago por sus escritos, mientras que otros colaboraban gratuitamente. Junior cambió las normas por completo. A partir de su llegada, todas las columnas comenzaron a ser pagadas. La medida, por otra parte, obedecía también a un proceso de reestructuración salarial que el periódico llevaba a cabo a consecuencia de los resultados negativos de una encuesta realizada entre los empleados —la cual demostró la existencia de un descontento generalizado, una baja moral de trabajo y la percepción de los empleados de ser discriminados respecto al personal del periódico en inglés. Las nuevas páginas editoriales no estaban limitadas a los redactores de mesa. También podían publicar reporteros y traductores. Sin embargo, las posibilidades de que un artículo apareciera impreso eran muy remotas. Luego del reajuste de los columnistas semanales fijos a una columna quincenal, solo quedaba abierto el espacio para un artículo dos martes al mes, destinado a los columnistas del periódico que carecían de una columna fija. Sus trabajos tenían que competir con los presentados por reporteros, traductores y cualquier otro empleado que quisiera expresar sus criterios. En la misma carta en que se comunicaba el cambio, se anunciaba que la medida era temporal —hasta comienzos del próximo año— y que una reestructuración similar se llevaría a cabo con los columnistas que no eran miembros del staff. En los primeros meses del próximo año se definiría quienes se quedaban como columnistas fijos del periódico y con qué frecuencia, terminaba diciendo el documento.

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