“George Orwell, de quien se pudieran decir muchas cosas en su contra, señaló en una ocasión los abusos que se cometen con el lenguaje”.
Juan Peñate estaba sentado a mi lado y casi saltó en la butaca.
Hay que conocer a Peñate para que se me perdone recurrir a una frase tan trillada.
Estaba graduado de Historia y su trabajo se reducía a leer cualquier libro en la Biblioteca Nacional. Una labor envidiable para cualquiera en cualquier parte del mundo.
No para Peñate. Le disgustaba el horario. Todo los días debía acudir a la Biblioteca, firmar el registro de entrada y salida y permanecer ocho horas leyendo un montón de libros en una de las mesas más retiradas de la sala de lectura. Lo que hiciera con su tiempo —las obras que leía, los tomos que consultaba, las notas que a veces acumulaba en cualquier pedazo de papel— a nadie le importaba, mientras cumpliera un horario de oficina.
Peñate era miembro de un equipo de historiadores que dirigía Jorge Ibarra. El grupo había sido creado con el objetivo de asesorar a los escritores del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Sólo que sus miembros no asesoraban a nadie y tampoco ningún escritor radial y televisivo quería ser asesorado. Ibarra era un ex combatiente de la Sierra Maestra. Al triunfar la revolución, bajó de las montañas con el grado de capitán y se integró al equipo de historia del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), que elaboró el primer manual de historia cubana de acuerdo a los patrones revolucionarios, y que no era más que una simple copia del Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra, con añadidos de Marx y Lenin. Luego había reunido algunos ensayos en un libro, Ideología Mambisa, y siempre prometía la entrega de otras obras.
Ibarra era un investigador con una vocación especial para los temas que ponían nerviosos a los funcionarios. A veces aparecía en alguna revista un ensayo suyo, con una nota al final: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Stalin, de próxima publicación”. Ninguno editor del Instituto Cubano del Libro quería lidiar con un tema tan espinoso. Por eso todo el mundo se sentía tranquilo con la fama de Ibarra: prometía libros que nunca entregaba a la imprenta.
El grupo de historiadores trabajaba en la Biblioteca Nacional, el lugar odiado por Peñate durante las ocho horas diarias que dedicaba a su actividad predilecta: leer. Querer pasarse la vida entera leyendo y detestar acudir al lugar donde todos van precisamente a eso. Una contradicción explicable —según Peñate— por tener que compartir la jornada de lectura con sus compañeros de trabajo, quienes se limitan a perseguir la merienda durante las ocho horas.
Al igual que cualquier cafetería del resto del país, la de la Biblioteca Nacional tenía poco que vender, por lo que se formaban largas colas para adquirir algún producto. Los vecinos de la zona estaban pendientes del momento en que llegaban el yogur, los refrescos, las croquetas y los helados. Por un tiempo acapararon los turnos. Llegaban al abrir el amplio salón de lectura, y sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se encontraban las obras del Apóstol y los versos del Poeta Nacional, descendían la escalera raudos —con la jaba bajo el brazo— para hacer la cola a la espera de la sorpresa mañanera: ¿yogur sin azúcar, croqueta pegacielo, guachipupa o una bola pequeña de helado de rizado de fresa? Tras una pequeña batalla sindical, los empleados consiguieron que se estableciera un sistema de preferencias, que les permitía comprar la merienda diaria sin hacer fila. Tras otra pequeña batalla sindical, los asesores de historia del ICRT lograron ser incluidos en ella. Estaba más que justificado que los historiadores vivieran pendientes de la merienda, porque en ocasiones los suministros no alcanzaban ni para los empleados.
El único que no mostraba el menor interés en perseguir la croqueta era Peñate. Un caso singular entre quienes trabajaban en el lugar. Casi una aberración. Llegaba a diario a la Biblioteca, sin otro propósito que leer y sin una jaba bajo el brazo. Abría el fichero y escogía un tema: existencialismo. Luego —durante semanas— leía todos los libros sobre el tema que se encontraban almacenados en los estantes.
Ibarra sólo le exigía que un día a la semana informara al resto del equipo sobre el resultado de sus lecturas. Estas reuniones eran breves, para alivio de Peñate. Por lo demás, su vida transcurría entre libros, salidas obligadas a comer en la calle —ya que además de la escasez de víveres, sus padres eran un par de ancianos que no podían cocinar y también dedicaban todo el tiempo a hacer colas en restaurantes y cafeterías—, los conciertos los domingos de la Orquesta Sinfónica Nacional y las películas en la Cinemateca
A Peñate le habían prestado una tarjeta esa noche.
—¿Pero alguien se atreve en este país a mencionar a Orwell en público? —dijo entre asombrado e irónico.
La voz de Mora se escuchaba a través del sistema de sonido de la sala. Había grabado un mensaje antes de proyectar la película, en que nos pedía a los espectadores que no considerábamos como un simple “teque” cualquier llamado a la reflexión. La palabra “teque” tenía una marcada connotación política y era una de las pocas salidas —más o menos permitida— ante cualquier discurso político, siempre y cuando no fuera pronunciado por el Comandante en Jefe. Se podía decir que los dirigentes de aula de la Juventud Comunista se pasaban la vida dando “teques”, porque siempre existía el recurso de ampararse en la incapacidad del otro para transmitir el pensamiento revolucionario. Fidel orientaba, dirigía, guiaba. El que repetía lo que decía el Máximo Líder daba un “teque”. Para el receptor, el valor lo determinaba el emisor y no el mensaje (del “teque” de la ciencia de la comunicación aplicado a la realidad cubana).
A mi el nombre de Orwell no me decía mucho.
—Orwell, el de
Rebelión en la Granja —me aclaraba Peñate y yo seguía preguntándome quién era Orwell.
Era un problema que Alberto Mora venía años arrastrando. Tratar de razonar con los demás, de que los otros entendieran sus justificaciones.
Varios meses después, cuando ya éramos amigos, un día logré arrinconar a Alberto.
Nunca lo hubiera intentado entonces con otra persona, pero él me inspiraba confianza. Sabía que iba a tratar de convencerme, pero jamás a denunciarme.
Comenzamos a hablar de Historia, y poco a poco fui minando sus argumentos. Le dije que en el hombre había un componente irracional que lo incapacitaba para lograr una sociedad mejor.
—Pero si es así como tú dices, nada de lo que hemos hecho hasta ahora tiene sentido. Mi vida no tiene sentido. La revolución no tiene sentido.
Retrocedí en mis argumentos. No por temor a lo que pudiera pensar Alberto de mí, que me las daba de estudiante universitario integrado al proceso y aspirante a teórico marxista, sino porque había encontrado su flanco vulnerable.
No es bueno descubrirle las debilidades a quien uno considera un héroe.
Mora no temía invocar a Orwell —un “enemigo ideológico”—, porque su interés no era ganar adeptos. Quería que los demás compartieran —de forma consciente— sus puntos de vista.
Sólo que estaba equivocado.
Los estudiantes rechazaban los “teques”, los discursos políticos a cada momento y sobre cualquier tema. Alberto quería convencerlos de que “todos los filmes son políticos”. El mismo había traducido del francés el artículo publicado en el número de octubre de 1970 de
Les Temps Modernes. La traducción apareció en el número de febrero de 1971 de la revista Arte 7.
Al ICAIC no le gustó que alguien que no fuera ellos tradujera de una revista extranjera un artículo y lo diera a conocer. Y mucho menos de una revista francesa y todavía menos de la revista de Sartre.
Alberto no quería limitarse a poner cine. Deseaba educar a los estudiantes. Pero no sólo a conocer los distintos tipos de planos cinematográficos y a identificar el estilo de los mejores directores. Le interesaba sobre todo enseñar a pensar. Tuvo la batalla perdida desde el comienzo, porque a la mayoría de los estudiantes no les preocupaba aprender una materia que no iba a examen. Al ICAIC por supuesto que le molestaba el no poder controlar lo que se hablaba de cine en la Universidad. Y en ese caso prefería obviar el tema, sacar la discusión de las películas fuera de la Colina Universitaria. Lo que la ignorancia unía sólo lo podía separar un pequeño grupo, formado por quienes nos habíamos convertido en seguidores de Alberto. Y aquí se encendió una señal de alarma —para el ICAIC y para la Universidad.
Los estudiantes tenían razón en un punto: las discusiones en los cine-debates no eran más que “teques”, porque los análisis cinematográficos se reducían a los supuestos valores ideológicos de la película. Desde el punto de vista del ICAIC, no existía la disyuntiva entre el conocimiento y su rechazo, sino la voluntad de mantener el monopolio del saber. Alberto se enfrentaba a unos y otros —con la esperanza de convencer a ignorantes y apáticos y mantener a raya a los funcionarios—, determinado a no dejarse doblegar.
Al final todo se reducía a una lucha por el poder, concentrada en un ciclo de cine. Ese no era mi problema. ¿O sí? Para mí, la diferencia fundamental era entre recibir y dar “teques”. Detestaba los círculos de estudio y las actividades políticas. Pero hablaba entusiasmado en los cine-debates, los dirigía con gusto y cada vez que podía presentaba una película. También yo ansiaba ser escuchado y no tener que escuchar.
Aquella noche, Mora mencionó el ensayo de Orwell titulado
La Política y la Lengua Inglesa, donde se denuncian las frases prefabricadas y los eufemismos. Su intención no parecía diferir de la de los funcionarios del ICAIC, con sus llamados a la formación de un espectador más crítico. Pero en realidad era la opuesta. No por gusto había un gran cartel colgado a la entrada del edificio blanco del ICAIC: “De todas las artes, el cine es la más importante”. La frase era el tipo de cliché que criticaba Orwell en su artículo.
Si Mora no se detenía en su afán de convencer, era porque lo había practicado en situaciones anteriores, y en circunstancias más difíciles que ante un grupo de estudiantes.
En una ocasión, mientras se encontraba en España, dos amigos lo habían ido a ver para que desertara. El sospechó que al menos uno de ellos estaba trabajando para la CIA. Se limitó a discutir con ellos, a justificar la validez final de los principios revolucionarios. Trató de que cambiaran de opinión y regresaran a Cuba. Sus interlocutores optaron por el exilio. Le habría bastado denunciarlos ante la embajada cubana para arruinarles los planes. No lo hizo, pese a que luego en La Habana le pasaron la cuenta. Los consideraba traidores, pero no los traicionó.
Nunca se me planteó la disyuntiva moral entre traicionar a los amigos y evitar una traición a la revolución. En primer lugar, porque no creía en la revolución. Había comenzado a creer en la crítica marxista de la cultura, pero más como un alarde de conocimiento que como una profesión de fe. Alberto y yo pertenecíamos a generaciones distintas. En la suya, una amistad se valoraba con independencia de los criterios políticos. En la mía, regía la desconfianza desde el inicio. Uno no descubría los pensamientos políticos ni a la mujer con la que se acostaba. Con frecuencia un funcionario desertaba y la esposa o amante podía justificar con facilidad que había sido engañada. Admitir lo contrario era abrirle la puerta a los conspiradores. El culto a la delación era tema de novelas y películas. La posibilidad de ser delatado, la materia sobre la que se había edificado el fracaso de la contrarrevolución.
El “teque” y su rechazo sustituían cualquier discusión real. Y Alberto Mora estaba en contra de ese comportamiento. Para combatirlo, estaba dispuesto a citar a Orwell. Sólo que citarlo rompía el juego que todos estábamos dispuestos a aceptar por conveniencia.
Las palabras de Alberto no lograron una mayor participación en el debate de aquella noche. ¿Por qué empeñarse en romper una costumbre, que al final resultaba tan cómoda? Sabíamos que el ver una película norteamericana pasaba antes por el oír a alguien que nos dijera que el cine capitalista es malo. Al apagarse las luces, se podía disfrutar a oscuras del pecado del gusto: aprobar cuando mataran a los indios, soñar frente a las grandes ciudades en la pantalla, envidiar la ropa y las mansiones. Eso era el cine.
—No se puede negar que León tiene un trabajo envidiable. Una buena oficina, aire acondicionado, las paredes recién pintadas de blanco, cuadros de Amelia y Portocarrero, una secretaria atractiva, viajes a Europa— lo decía Callejas mientras él, Alberto y yo esperábamos a ser recibidos por Francisco León —el director del Centro de Información Cinematográfica del ICAIC— meses más tarde de aquella noche en que por primera y creo que única vez se mencionó a Orwell en la Cinemateca de Cuba.
La envidia de Callejas no sólo era justificable, sino que ponía al descubierto su lado más humano. Era mucho más viejo que nosotros —tenía por entonces unos treinta y cinco años— y un historial de conspirador que lo diferenciaba del resto del grupo, simples estudiantes. Había participado en la lucha contra Batista, ocupado cargos políticos y culturales al principio de la revolución, para luego ser destituido durante el proceso de lucha contra el sectarismo y la microfracción, cuando los viejos militantes comunistas fueron apartados de sus cargos. La franqueza súbita se debía en parte a una necesidad de expresar sus deseos —y al que a mi me considerara un testigo insignificante: alguien incapaz de utilizar luego esas palabras en su contra. En parte también, porque conocía a Alberto mejor que yo —y sabía que podía hablar sin miedo.
—No le envidio nada a León. Tuve todo eso. Una oficina grande y secretarias bonitas. Ya no me interesa. Lo que de verdad me interesa es el grupo Arte 7. Poder trabajar con ustedes. Hacer algo distinto y verdadero. Las oficinas grandes y las secretarias bonitas te impiden hacer algo que en verdad te interese.
Cuando Alberto habló aquella tarde, comencé a conocerlo. Pese a que ya llevaba varias semanas integrado al grupo Arte 7. Apenas sabía de su historia de ministro, pero ese pasado carecía de importancia ante una confesión mucho más reveladora que la de Callejas con su envidia.
Hasta entonces, había pensado que a Mora le interesaba el cine. Descubrí algo más. Una necesidad de realizarse como individuo, que no le habían permitido los cargos y la lucha contra Batista. Algo de abanderado de una pequeña causa —una especie de cruzado—, que para él revestía una importancia mucho mayor que para nosotros. Me di cuenta que, para él, el cine no era más que un medio. No un pretexto, pero casi una excusa. Lo que buscaba era la libertad de llevar a cabo una idea. Me había equivocado al juzgar todos sus esfuerzos de acuerdo a una lucha por el poder —de la cual yo también era participante y culpable. Ansiar el poder en Cuba constituía un aspecto más de la vida diaria. Aspirar a la libertad, en cambio, era estar dispuesto al enfrentamiento cotidiano. Algo difícil —pensaba que imposible— de asumir en un país que por principio condenaba a sus ciudadanos a someterse a las necesidades del momento. De otra manera, resultaba imposible sobrevivir. Con más experiencia, en aquel momento me habría dado cuenta de que Alberto era un hombre peligroso.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.