Thursday, October 30, 2008

Azúl y negro



—A ver, ¿cuál es el mejor libro de historia de Cuba?
—El de Ramiro Guerra. Aunque creo que ahora hay otros, como el de Ibarra y Le Riverend.
—No hablo de manuales. Te pregunté por libros.
—¿Cuál es?
All the Best in Cuba de Sydney Clark. ¿No lees inglés? Deberías aprenderlo.
—¿Es un libro de historia?
—¿Y quien dice que la historia se aprende en los libros de historia? Es una guía turística.
Nunca había visto una guía turística sobre Cuba, ni en inglés ni en español. Sólo conocía su viejo mapa.
—Nadie como ese americano para captar la realidad de este país. Y después gritan que nos despreciaban. Clark dice que al lado de la travesía de Gómez y Martí para llegar a Cuba y unirse a la guerra, y luego el desembarco por Playitas, el famoso cruce del Delaware por Washington no pasa de ser un simple evento deportivo. ¿Te imaginas a un americano diciendo eso? ¿Quién era el dueño del Sloppy Joe’s? ¿Un americano? No señor. Un gallego llamado José Abeal Otero. El de Cayo Hueso surgió luego del de La Habana. Después Hemingway lo hizo famoso y todos hablan de la penetración imperialista. Siempre hemos sido buenos en tres cosas: en crear música, en hacer tragos y en fabricar héroes. Sangre y Sandunga. Esa es la batalla que siempre se ha librado en Cuba. Quiero ver quién va a resultar vencedor al final. Por eso no me voy.
Para él no cabían dudas sobre el vencedor. Meses atrás, en la barra de El Monseigneur, había escuchado un discurso de Fidel Castro donde anunciaba el cierre de los bares, la extinción de cualquier pequeño negocio privado, hasta de los puestos de frita callejeros, el fin de la vida nocturna y los clubes y cabarets. Si los restaurantes de lujo seguían abierto —el propio Fidel lo había expresado claramente— era para sacarle el dinero a los pocos viejos siquitrillados que quedaban en el país. Al irse muriendo éstos, irían cerrando para dar paso a comedores obreros y cafeterías populares. No se lo dijo todo a Vera, pero lo suficiente para que éste repondiera:
—Hay un cuadro que me gusta mucho. Es de un pintor flamenco. Se llama El combate entre el carnaval y la cuaresma. Lo vi en Viena cuando era un adolescente. Pues bien, en Cuba nunca ha existido un combate entre el carnaval y la cuaresma. Eso es propio de los países donde impera la tradición protestante. Nuestra cuaresma es también un carnaval. Lo que siempre hemos tenido es un vaivén entre el carnaval y la matanza, un movimiento pendular entre la rigidez y el desenfreno.
—La época de las mulatas con maracas ya pasó. Para bien y para mal —agregó él.
—No lo creo ¿Conoces la filosofía de Nietzsche? Ahora no se menciona. Nietzsche habla de lo apolíneo y lo dionisíaco, porque era alemán y no cubano. Los cubanos sólo conocemos lo dionisíaco. Claro que Dionisio no sólo era el dios del vino y la orgía, sino también un asesino y un vengador terrible.
—Estamos sumidos en la austeridad. Este restaurante, todos los restaurantes de lujo, sobre todo El Monseigneur, no son más que una aberración que irá desapareciendo de este país, que cada día se parece más a un inmenso cañaveral. Mi problema es que tengo un desfasaje en el tiempo. Me siento más viejo de lo que soy. Participo de la decadencia y me gusta. Pero reconozco que paso las noches dentro de un mundo que se acaba. Añoro la generación anterior a la mía. Quisiera haber sido adolescente en los cincuenta, disfrutado de la vida nocturna habanera, haber tenido la oportunidad de incorporarme a la lucha contra Batista. Ahora todo es soso y formal. El heroísmo es organizado: ser miliciano, hacer guardia, ir al campo. Ni siquiera tuve edad para combatir durante los primeros meses de la revolución. Me hubiera gustado ir a Girón. Mis padres no me dejaron ser Boy Scout cuando niño. Dijeron que era muy chiquito. Y cuando ya no fui muy chiquito, tampoco me dejaron ser explorador ni joven rebelde, porque ya habían botado a los curas y los Boy Scouts estaban en Estados Unidos mandados por los padres para que no les quitaran la patria potestad. Y luego fue demasiado tarde, porque al que no le interesaba ser joven rebelde, que ya no era joven rebelde sino joven comunista, era a mí.
—No tengas envidia por mi generación. Es una generación maldita.
—¿Por hacer la revolución?
—La revolución no es más que la consecuencia. Somos la generación que más daño le ha hecho a este país. Un grupo de resentidos y envidiosos. Eso es lo que somos. Siempre criticando a los americanos. En este país a nadie se le ha ocurrido hacerle un monumento a Horatio Rubens, que fue el que exigió que en la Joint Resolution del Congreso de Estados Unidos quedara establecida la libertad de Cuba. A lo mejor ni siquiera sabes quién fue. No te lo critico, porque nunca te lo deben haber enseñado. Años y años protestando contra la Enmienda Platt, sin preocuparnos por aprender a gobernarnos bien. Mi generación es la culminación de tanto resentimiento inútil. Ojalá y nunca nos hubiéramos independizado de España. Los patriotas lo único que han hecho es joder a esta isla. Verdad que los españoles no eran unos santos. Pero lo que vino después fue peor. No nos cansamos de protestar, y ahora tenemos un hijo de gallego que no nos deja levantar la cabeza y hace bien. Nos lo merecemos.
De tener más años habría respondido que jamás había escuchado una reafirmación más revolucionaria en un lenguaje más gusano, y compartido el pesimismo de Vera —mucho después, ya en Miami sentiría con frecuencia la necesidad de escribirle o llamarlo por teléfono, de decirle que aquella tarde en La Torre tenía razón. Pero nunca lo hizo porque sabía que Vera estaba muerto, que a finales de los setenta, luego de vegetar por seis meses en un hospital y de recuperarse parcialmente tras una trombosis, un infarto evitó a tiempo un deterioro mayor en aquel hombre nacido para triunfar y cuya vida transcurrió mayormente en la frustración.
Entonces sólo le dijo:
—De cualquier forma, hubiera preferido nacer quince años antes.
—No lo creas —se limitó a responder Vera. Quizá sintió lastima por él, porque luego de acabar el trago agregó:
—Representas a la avanzada del futuro. Tú problema es que nunca te lo reconocerán.
Fotografía: El Malecón de noche.

Tuesday, October 28, 2008

Blanco sobre negro



Tengo en mis manos el programa del ciclo El Racismo en el Cine. Repaso la lista de películas y luego de más de treinta años compruebo su valor. Pero nadie que no vivía en La Habana por entonces podrá entenderlo. ¿Qué le dicen estos títulos a quien ha visto algún cine? No son obras cinematográfica únicas. No hay una vanguardia que asombre, una estética revolucionaria que entusiasme o infunda temor. En su mayoría son cintas comerciales. Prescindibles a la hora de estudiar el desarrollo de los géneros, las teorías fílmicas y las escuelas. Nada de importancia, salvo una sala llena de estudiantes, que por una noche se sentían felices.
Películas norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta: Rencor, Mi Pecado Fue Nacer, Gigante, El Odio Es Ciego, Sangre Sobre la Tierra e Imitación a la Vida. Una de 1939: El Hijo de Tarzán. Dos de los sesenta: Sargento Búfalo y Lo que No Se Perdona. Varias de los países socialistas: Comercio en la Calle Mayor, El Profesor Mamlock, Estrellas y Romeo y Julieta en las Tinieblas, que los estudiantes consideraban simples rellenos. Un corto cubano, Now, y una película boliviana, Yawar Mallku. Una francesa de 1959: Escupiré Sobre sus Tumbas.
La lista dice poco hoy, pero algunos títulos eran un mito entonces en Cuba. Tres cintas se mencionaban obligatoriamente siempre que salían a relucir las películas con desnudos. Muchos las habían visto antes del primero de enero de 1959, pero ninguno de nosotros conocía a alguien que lo hubiera hecho. Apenas nos atrevíamos a hablar del cine erótico y no existían las películas pornográficas. Sí sabíamos de la existencia de las “novelitas de relajo” y de los cortos con mujeres desnudas y escenas de fornicación más o menos múltiples —que creíamos se exhibían, antes de que los cerraran, en el teatro Shanghai y en un par de cines del barrio chino. Todo se reducía a una fábula donde se mezclaban la imaginación y el deseo. En cambio, estas tres películas eran reales. Sus títulos aparecían mencionados en reseñas y libros de cine. En la Universidad todos queríamos verlas. Se imponían más allá de la ideología. Como obedientes seguidores de la moral comunista, no criticábamos que no existiera una sala que las pusiera, pero al mismo tiempo nadie ocultaba el deseo de asistir a la función el día en que —logrando vencer la censura del ICAIC— alguien las proyectara. Eran Las Hijas del Mercader de Caballos, El Trueno Entre las Hojas y Escupiré Sobre sus Tumbas.
Me he quedado con las ganas. Sigo sin verlas, aunque ahora El Trueno Entre las Hojas, con Isabel Sardi, apenas despierta mi atención: una versión latinoamericana de Extasis de Hedy Lamarr. Pero en 1970 el anuncio de que pondrían Escupiré Sobre sus Tumbas fue motivo más que suficiente para considerarme un afortunado de tener la tarjeta que me permitía entrar al ciclo.
Lo más importante era ver todas esas películas norteamericanas —el ciclo era en su mayor parte de cine norteamericano, ese era su principal atractivo— que estaban prohibidas en Cuba. Y en este sentido el plato fuerte resultaba la película de Tarzán. No por su valor cinematográfico sino porque Tarzán era el personaje favorito a la hora de señalar el ejemplo perfecto de un cine racista, del que los jóvenes cubanos estaban a salvo. Hasta los profesores y técnicos soviéticos —que brindaban su asesoramiento a la Universidad de La Habana— se acercaron diligentes a la Sección de Cine y solicitaron las codiciadas tarjetas. “Tarzano, queremos ver la película de Tarzano”, dijo más de uno en una súplica raramente escuchada a un miembro de una sociedad más avanzada que la cubana.
Pocos años después el ICAIC levantó el veto a algunas de estas películas. Las exhibió en cines comerciales y de arte. Repetidas veces pusimos en los cine-clubes universitarios Lo que no se Perdona. Cintas como Gigante se presentaron en diversas ocasiones en la Cinemateca de Cuba. Sin embargo, hubo una que entró en la lista negra, donde se mantuvo por varios años. Curiosamente no era norteamericana sino checa. Luego del ciclo El Racismo en el Cine, más de una vez solicité Comercio en la Calle Mayor, para encontrarme siempre ante un pretexto que intentaba justificar que ninguna copia estuviera disponible: proyecciones fuera de la capital, carretes deteriorados, devoluciones retrasadas, préstamos incumplidos, rollos extraviados. Hasta que un día llegó una respuesta categórica: por orden de la oficina de Alfredo Guevara, estaba prohibida la exhibición de la película de Jan Kadar. No se podía hablar del exterminio judío en una isla cuyo gobernante se había aliado con los países árabes para lograr la presidencia de los Países No Alineados.
El ciclo no estuvo libre de frustraciones. Nos quedamos con las ganas de ver Escupiré Sobre sus Tumbas y El Hijo de Tarzán. Esta última fue sustituida por otro Tarzán que produjo más risa que entusiasmo. En el caso de Escupiré Sobre sus Tumbas, no sé si se impuso la moral socialista o la desidia, pero la respuesta fue que no estaba en condiciones de ser proyectada.
Cada función que anunciaba una película norteamericana fue precedida por la expectación. Nunca se sabía si ésta iba a llegar a la pantalla. Aunque el ICAIC había autorizado el préstamo —y la exhibición se realizaba en su sala principal, con equipos especiales acondicionados para poder pasar copias en un pobre estado de conservación— a última hora podía surgir un inconveniente: la cinta estaba tan deteriorada, que ni siquiera en los proyectores de la Cinemateca podía pasarse sin que se hiciera trizas. Entonces se mostraba un sustituto cualquiera y muchos se iban disgustados de la sala. La incertidumbre creció en ciclos posteriores, cuando se extendieron los cortes eléctricos y hubo que aguardar hasta dos horas a veces, con el temor de que la electricidad no regresara a tiempo para ver la película.
La espera era angustiosa. Por regla general no había certeza de si se produciría un apagón. A veces ocurría antes de iniciarse la proyección, otras en mitad de la película. Entonces había que abandonar el local, ya que era casi imposible respirar en su interior, por la falta de aire acondicionado. Se perdía la luneta codiciada y sólo quedaba cruzar los dedos con optimismo, a la espera de que la electricidad volviera antes de las diez y media —a más tardar a las once de la noche, si la película no era muy larga o había sido interrumpida más allá de la mitad— que era la hora tope señalada por los proyeccionistas para reiniciar su labor. Los apagones fueron tan frecuentes durante un ciclo posterior del Cine Negro, que los estudiantes le cambiaron el nombre por “Cine Oscuro”.
Un día Naito propuso:
—¿Por qué Mora no llama a la compañía de electricidad y dice que estamos poniendo un ciclo de Cine Negro, que no nos corten la luz?
El pedido sólo despertó burlas, pero fue una demostración de la fe en el poder de Alberto Mora.
Pese a los cambios, el ciclo de El Racismo en el Cine fue un triunfo. El inicio de un trabajo serio pero limitado de educación cinematográfica.
Brindar una información sin censura. Aún me asombra que durante casi dos años lográramos hacerlo, en un momento en que cada día se cerraba más el país al exterior y aumentaban las limitaciones. Algunos de nosotros fuimos cerrando puertas a medida que creció nuestra influencia. Nos convertimos en nuestros propios censores y en censores ajenos. Yo entre ellos. Pero al inicio prevaleció la apertura. Hojeo el programa de nuevo y encuentro opiniones de Ariel, del periódico Información, y de René Jordán. Ambos críticos ya estaban en el exilio. Sólo se omitió el nombre de Guillermo Cabrera Infante. Sus opiniones fueron referidas como pertenecientes a la revista Carteles —donde originalmente aparecieron las crónicas reunidas luego en Un Oficio del Siglo XX. Aunque bajo un recurso de identificación que no dejaba de ser una fórmula de censura, no se prescindió de las crónicas de G. Caín.
Vuelvo de nuevo a la razón que considero fue uno de los motivos fundamentales para que el ICAIC nos declarara la guerra. Primero de forma más o menos encubierta y luego frontal. No se trató de un enfrentamiento ideológico —en el sentido de estar a favor o en contra de un determinado cine y de una forma de analizar la cinematografía en su conjunto— sino de un episodio de dominación cultural. No éramos unos descarriados; simplemente no formábamos parte de su cofradía.
En los años sesenta hay una crisis en el cine norteamericano que lleva a su transformación total. Disminuye de forma drástica la taquilla y se reduce considerablemente la producción. Casi diez años más tarde, a comienzos de los setenta, en Cuba aún éramos ignorantes de ese proceso. El cese de la importación de películas norteamericanas —a consecuencia del embargo de Estados Unidos hacia la isla y la carencia de divisas— brinda una oportunidad dorada al ICAIC para justificar su hegemonía. Nuestra educación cinematográfica fue incompleta y anticuada. Descubrimos el Neorrealismo cuando hacía muchos años que carecía de importancia. Fuimos fanáticos de La Nueva Ola francesa en momentos en que ésta estaba completamente extinguida. Nos entusiasmamos con un cine británico que apenas sobrevivía. Nuestros criterios tenían veinte años de atraso y no lo sabíamos.
Basta contemplar la última sección de Un Oficio del Siglo XX. Salvo las dos reseñas a Los Cuatrocientos Golpes, poco hay de valor en cuanto a crítica de cine. Caín alcanza su culminación como crítico cuando deja de serlo: convertido en el escritor que utiliza la crónica cinematográfica para hacer ficción. Cada vez habla más de él y menos de las películas. Es una muerte a plazo fijo. A partir de 1959 escasean los filmes que merezcan una mención en el libro. Las últimas “crónicas” alcanzan la plenitud dentro de una categoría periodística que al inicio algunos habían considerado no era más que un recurso para distanciarse del resto de la crítica. El contar se convierte en un fin y no en el medio que lleva al análisis de la película.
La década que pronto ve el fin de G. Caín resulta fundamental para el cine que se realiza en Estados Unidos. Más por la transformación del medio que por la cantidad de películas importantes producidas. Sólo que este número reducido de cintas no se vieron en Cuba hasta años después. Yo al menos vi la mayoría de ellas con unos treinta años de tardanza, al llegar al exilio.
Pycho (1960), The Manchurian Candidate (1962), The Man Who Shot Liberty Valance (1962), The Birds (1963), How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964), The Graduate (1967), Bonnie and Clyde (1967), 2001: A Space Odyssey (1968), The Wild Bunch (1969), Easy Rider (1969), M*A*S*H (1970), McCabe and Mrs. Miller (1971), Little Big Man (1970), Soldier Blue (1970), Clockwort Orange (1971) no fueron exhibidas en su momento de estreno.
¿Cómo pretender entonces que pudiéramos ser críticos de cine?
La paradoja es que, por otra parte, logramos adquirir una vasta cultura cinematográfica. Se me han escapado pocas películas silentes de valor. He visto multitud de cintas francesas anteriores a la Nueva Ola y casi todo lo que la censura permitió del cine soviético y de los países socialistas —es decir, la mayoría salvo apenas una decena de excepciones notables—, buena parte del nuevo y el viejo cine español, el noventa y nueve por ciento del Cinema Novo brasileño y la totalidad del cine cubano salido de las bóvedas antes de 1980.
El problema es que fue una cultura adquirida a destiempo. Estuvo marcada por películas y no por la transformación del cine en su conjunto, en el momento en que ocurría.
No fue sólo la ausencia de la producción norteamericana de los años sesenta y comienzos de los setenta lo que lastró nuestro aprendizaje. También la censura impuesta a la casi totalidad de las películas sonoras hechas en Estados Unidos. La demora en ver filmes europeos de importancia. La falta de libros y revistas sobre el cine. Eramos unos privilegiados, en posesión de pases anuales que nos permitían entrar gratuitamente —con un acompañante— a todas las funciones de la Cinemateca. Estudiantes que podíamos pedir la proyección de una película, para verla nosotros solos en las dos salas de cine de la Universidad. Invitados especiales (si tal distinción era posible en Cuba más allá de los círculos del Partido y el Gobierno) en cualquier cine-club de La Habana. Pero con el deseo siempre insatisfecho de la mayoría de las veces no poder entrar a los únicos sitios que nos estaban vedados: las pequeñas salas de proyecciones del edificio del ICAIC, donde imaginábamos que se podía disfrutar todo el cine de todo el mundo.
El mito del ICAIC como una bóveda enorme de películas era alimentado por los directores y los pocos críticos que escribían en periódicos y revistas. Allí estaba —no literal sino cinematográficamente— todo. Y entre tantos tesoros vedados, una copia de Lo que el Viento se Llevó. La leyenda que unía a los asistentes semanales a las funciones del cine-club y a quienes acudían a cualquier cine a ver cualquier película, por ser una de las pocas diversiones al alcance de todos. El filme que el ICAIC negaba poseer, sin apaciguar el rumor de que en realidad estaba en las bóvedas, encerrado en un cuarto secreto al que sólo se podía llegar con una orden firmada por Alfredo Guevara. Las cintas prohibidas de los países socialistas. Las películas que algunos directores norteamericanos dejaban tras su paso por La Habana. Todo a disposición de unos pocos.
Lo que no estaba en la bóveda del monopolio del cine en la isla, podía verse en el extranjero. No había director del ICAIC que mientras hablaba de sus proyectos —enfatizando siempre la importancia del cine latinoamericano y la necesidad de hacer películas para las masas y del arte como arma fundamental en la lucha ideológica— no salpicara la conversación con referencias a las cintas cuya exhibición habían presenciado durante un festival o una visita al exterior. La revista Cine Cubano aparecía llena de fotogramas de filmes que siempre conocíamos por el oído y nunca por la vista. Ellos, para nuestra envidia, eran los dueños de un paraíso sin entrada.
Contra esa maquinaria era imposible competir. Pero al ICAIC no le bastaba. Sus funcionarios despreciaban a los que queríamos ver cine norteamericano y argumentaban que éste estaba liquidado. En cierto sentido tenían razón, pero gracias a una lógica perversa. El cine de los años cincuenta estaba muerto. El que se hacía en esos momentos no llegaba a la isla. Nos negaban los cadáveres al tiempo que nos prohibían la esperanza de la resurrección. El futuro les pertenecía por decreto.
Dos películas del ciclo de El Racismo en el Cine despertaron especial atención. Lo que no se Perdona y Sargento Búfalo. No sólo estaban hechas en el año sesenta sino que además eran en colores. En el país se había pasado de ver predominantemente un cine en colores —al finalizar la década de los cincuenta— a la pantalla en blanco y negro. Todo el cine cubano era en blanco y negro. También las copias nuevas de las películas norteamericanas viejas estaban limitadas al blanco y negro. Sólo se hizo una excepción cuando se volvió a estrenar Cantando en la Lluvia. Pero fue por la voluntad expresa de Alfredo Guevara. Desde hacia años estaba en marcha el proyecto de un laboratorio para procesar las cintas en colores, pero no acaba de concluirse. Los Días del Agua sale en pleno auge de la revista Arte 7 —que reprodujo su guión— con la singularidad de ser en colores, pero gracias a una asignación especial de fondos en divisas que permitió que fuera procesada en un laboratorio español. Buena parte del mejor cine soviético y casi toda la producción de mérito de los países socialistas también era en blanco y negro. La calidad del color soviético y socialista era tan baja, que muchos realizadores importantes de estos países se negaron a utilizarlo. A la justificación económica, se sumaban criterios estéticos —al igual que había ocurrido en su momento con la fotografía—: el arte era en blanco y negro.
Nos iniciamos como críticos de cine con dos limitaciones: expertos en un cine silente y en blanco y negro. La falta del sonido y el color simbolizaron —mejor que las múltiples negativas a nuestras solicitudes para ver cualquier película de los años cincuenta— la censura imperante en un país que se negaba al mundo y a su época, mientras proclamaba estar construyendo el futuro.
El ciclo El Racismo en el Cine carecía de algunos títulos fundamentales para entender ese fenómeno en Estados Unidos —entre ellos In the Heat of the Night, Guess Who’s Coming to Dinner y The Searchers—, aunque tenía varios importantes —Rencor, Gigante, El Odio es Ciego, Sargento Búfalo y Lo que no se Perdona. Ninguno de nosotros conocíamos una palabra de la existencia de un género que nacía por entonces y se desarrolló a plenitud durante esa década de 1970, los blaxploitation films: esa serie de películas de bajo presupuesto y fuerte carga de sexo y violencia, que un estilo sensacionalista presentaba a protagonistas negros de ambos sexos en un ambiente urbano de corrupción, crimen y prostitución. No era ése el problema fundamental al que nos enfrentábamos, una y otra vez durante la organización de cada ciclo. El que salía a relucir siempre tras las proyecciones. El Racismo en el Cine fue una primera muestra, que se convirtió en una constante: a la mayoría que asistía las funciones poco le importa la manipulación del tema, la lucha por los derechos civiles en Norteamérica y la discriminación racial en esa nación y el resto del mundo. Sólo ver películas estadounidenses bajo el manto protector de la crítica ideológica. Podían cambiar los temas, pero el resultado era el mismo. Por una parte, el Grupo Arte 7 había “triunfado en la taquilla”. Incluso dos o tres escritores de prestigio se las habían arreglado para conseguir las tarjetas. Por la otra, era evidente el rechazo a la discusión, salvo las intervenciones de unos cuantos: siempre en contra del cine norteamericano luego de disfrutarlo. Entonces Mora hizo algo que asombró a mi vecino de asiento.
Fotografía: edificio de La Habana Vieja.

Thursday, October 23, 2008

Una conversación con Fidel



—Salvaste la revistame dijo Alberto pocos días después.
—Fidel vio tu artículo y le pareció muy bueno. Salvaste la revista.
Lo miré entre asombrado y orgulloso. Algo me decía que la noticia no era tan buena. Pese a la sonrisa y la insistencia en hacerme creer que ahora sí estábamos salvados.
Luego del homenaje a Valdés Rodríguez, Alberto estuvo perdido un día, sin que ninguno de nosotros supiera donde estaba.
—Tuve una larga conversación con Fidel. ¿Sabes lo que le llamó la atención? Lo bueno que es el papel en que hacemos la revista. ¿De dónde sacan este papel tan bueno? —decía Alberto que le había preguntado Fidel.
—Vamos a tener cierto reconocimiento oficial. Muchas veces, desde el comienzo, les dije a todos que ustedes eran los verdaderos dueños de la revista, que yo sólo era un mediador —seguía diciendo Alberto, y a mi aún no me parecía tan maravillosa la noticia.
—Si estuviéramos en el capitalismo, podría decir que mi labor se limitó a ser el editor de la revista. Mi función fue la de echar a andar el proyecto. A partir de ahora, ustedes van a andar solos. Cada vez más. Ya no les hago falta. Me voy a ir retirando del asunto poco a poco.
A cada momento que pasaba, aquella buena noticia me parecía peor. Y eso que era Alberto quien la anunciaba.
—Pero Alberto, sin ti nosotros no somos nada.
Lo dije sin dudar, aunque pensaba que la revista era de nosotros. Creía en eso más que Alberto, que era quien siempre lo decía. No lo hice por guataquearía y tampoco por ocultar que me encantaba imaginar el día en que al fin la revista quedara en nuestras manos. Lo dije porque sabía que era imposible que nosotros pudiéramos seguir editándola, que todavía la impresión se realizaba en lugares ajenos a la Universidad, que sin Alberto nadie nos iba a hacer caso.
—La revista es de la Universidad y ésta tiene que asumirla a plenitud. A su debido tiempo, eso va a quedar bien claro. Se va a realizar un encuentro con el rector. Se van a definir todas las cosas. La revista es de ustedes. Voy a reunirme con cada uno de ustedes, como ahora hago contigo. Quizá mi nombre aparezca en el machón por uno o dos números más. Luego lo voy a retirar. La revista es de ustedes. Mi misión ha terminado.
Alberto seguía hablando y la cosa no cuadraba. Entonces me di cuenta de lo que faltaba. El entusiasmo. Hasta ayer, Alberto era el más entusiasta. Ahora hablaba y decía una vez más que la revista era de nosotros, pero lo decía sin entusiasmo. Algo había pasado. Algo que no conocía. Algo que le obligaba a retirarse.
No era así como ocurrían las cosas en Cuba. Las cosas que se sabía que pasaban. Si Fidel volvía a nombrar ministro o director de algo a Alberto, ¿por qué no lo decía claro? Pensé que Alberto me traicionaba al ocultar la verdad.
Era mejor escuchar: “Paso a ocupar otras funciones, asignadas por Fidel y el Partido”.
Pero no era una frase así lo que acababa de oír. Lo que seguía oyendo aquel mediodía de principios de la década del setenta en La Habana.
—Pero Alberto, sin ti el ICAIC va a caernos arriba, como han hecho desde el principio. Tú eres el único que ha logrado impedir que nos hagan polvo.
—No va a ser a así. Ellos van a tener que aguantarse, porque eso también salió a relucir en la conversación con Fidel. Por supuesto que Alfredo ha estado intrigando. Pero a ustedes van a respetarlos de ahora en adelante, porque representan a la Universidad. Eso sí, van a tener que ser más cuidadosos que nunca. No puede aparecer nada en la revista que le sirva a Alfredo de pretexto para destruirla. Hay que tener cuidado en no incluir nada que le dé pie al ICAIC para hablar mal del grupo. Ninguna crítica ni comentario de alguien que se haya ido.
Cuando Alberto encendió otro cigarrillo —y dejó de preocuparle el que yo viera que lo que decía lo decía sin entusiasmo— fue cuando me di cuenta que aún faltaba por venir lo peor. Lo que le preocupaba más que cualquier otra cosa. Porque lo que es a mí, desde que empezó la conversación me preocupaba todo.
—Nada de Guillermito, porque entonces sí el ICAIC nos hace polvo, como tú dices.
Conocía lo ocurrido con los comentarios publicados en la página dedicada a Sangre sobre la tierra, en el folleto que acompañó al ciclo de El racismo en el cine, presentado en la Cinemateca antes de mi llegada al grupo. Quienes participaron en la elaboración del material habían estado de acuerdo en incluir varios párrafos de la crónica de Guillermo Cabrera Infante, por considerar que era el mejor análisis —e incluso el más de izquierda— que se había escrito sobre la película durante su exhibición en Cuba. Se tuvo el cuidado de sólo mencionar la revista, Carteles. No bastó. Alfredo le había enviado una carta de protesta al rector, en la que señalaba que en la Universidad se estaba divulgando la obra de un contrarrevolucionario.
—Si es Cabrera Infante, siempre omitimos el nombre y ponemos Carteles —dije.
—Nada de Guillermito, ni con el nombre de Carteles. Nada de Guillermito. En eso tenemos que estar claros, porque entonces sí el ICAIC va a tener una oportunidad para destruirlos.
Vi en la advertencia la confirmación de que la noticia no era buena, pese a lo que decía Alberto.
El asombro y el orgullo —que tuve al principio— habían desaparecido por completo. Entonces me di cuenta que era tarde. Tenía que apurarme para entrar a clases. Y me fui sin preguntarle a Alberto dónde se había reunido con Fidel Castro.
Ilustración: Nicolás Lara.

Thursday, October 16, 2008

Los originales



—¿Quiénes iniciaron el negocio?
—Estaba en manos de la mafia de Miami. La de verdad, la primera. Luego se puso de moda hablar de “la mafia de Miami” con un carácter político. Lo inventó Castro y la prensa liberal americana. Ellos se reían. “Somos los originales”, decían. Aunque no lo eran. Los fundadores ya estaban muertos o exiliados en Costa Rica. Pero ellos se consideraban los herederos.
—¿De dónde provino el capital original?
—Santos Traficante fue el que puso el dinero, luego de que le cerraron el juego en La Habana. Lo hizo para ayudar a sus amigos cubanos, a Domingo Echemendía, que figuraba como uno de los dueños de Tropicana —en realidad no era más que una fachada de Traficante— y al viejo Evaristo García. Pero lo hizo también porque se dio cuenta que ahí había una buena oportunidad de hacer plata gorda. Ni uno solo, de los exiliados de entonces, dejaba de ponerle algo de vez en cuando. Siempre con la ilusión de sacarse un dinerito y así ir tirando hasta que se cayera Castro. Cuando murió Echemendía, el viejo García se quedó con el negocio. Traficante tenía a otros cubanos en Miami trabajando para él, pero le caía bien García. Lo nombró su hombre de confianza y principal banquero. Ya en los primeros años sesenta era una operación que al año se montaba en más de dos millones de dólares. Y eso entonces era mucho dinero. García, su hijo y Lázaro Milián fueron acusados, en junio de 1969, de obstrucción de la justicia. A García le pusieron una fianza de 100,000 dólares. La pagó y salió huyendo para Costa Rica. El hijo, Milián y Oscar Alvarez continuaron con Traficante, aunque no les duró mucho. A Milián y a Alvarez los arrestaron en octubre de ese mismo año y los acusaron de mantener una operación ilegal. Todo fue una confusión. Ellos creyeron que lo que querían los policías era plata. Trataron de sobornarlos. Ese fue su error. Más bien una equivocación de la que no tuvieron culpa. Qué Carajo. Cómo si no hubieran sobornado antes a otros. No tuvieron suerte. Eso fue lo que pasó. Entonces los cascaron más duro. La policía agregó nuevos cargos a la acusación. Eso sí que los encojonó de verdad. Dijeron que le pagaban a un policía para que no los molestara. Se formó tremendo escándalo. Acabaron con ocho meses de cárcel y cinco años de libertad condicional. En el 71 se fueron también para Costa Rica, a unirse con García. Unos dicen que para entonces ya Traficante se había retirado del negocio en Miami. Pero el asunto siguió y sigue. Durante un tiempo, fue el mejor negocio que funcionó en la ciudad. Sin broncas ni muertos.
—¿Cómo lo lograron?
—Muy sencillo. Eran empresarios. Lo único que les interesaba era el negocio. No formaban familias como los italianos. Nunca pelearon por territorios. Jamás se mataron en las calles. Arreglaban sus diferencias en reuniones, como los ejecutivos de cualquier firma. Por eso pocos sabían de su existencia. Nunca dieron motivos para ser perseguidos. Nada más que dos o tres policías extremistas que se encarnaron ellos. Los demás oficiales andaban cumpliendo con su deber, detrás de los ladrones y asesinos. El FBI buscando a los secuestradores y terroristas. La DEA demasiado complicada con los narcotraficantes. Sencillamente no quedaba nadie para ocuparse de ellos. Además, era gente honrada, que le daba trabajo a muchas amas de casas y viejitos. Si yo estuviera en el Gobierno, proclamaría un día en honor de ellos. Pondría su nombre en un par de calles de Miami. Pero Miami es una ciudad de hipócritas e hijoeputas.
—¿Operaban en lo que fue La Pequeña Habana?
—La Pequeña Habana nunca dio mucha plata. Con ella sola no se podía mantener un negocio tan grande como ese. Era en el barrio de los negros donde se jugaba de verdad. No es que fueran jugadores fuertes, pero los negros juegan mucho y todos los días. Pesito a pesito se lo juegan todo. Un día ganan y al otro pierden y siguen perdiendo por un mes. Cuando ganaban llamaban al trabajo y decían que estaban enfermos y se lo gastaban enseguida. Entonces volvían al trabajo para seguir perdiendo. Ganaban para botar el dinero y trabajaban para perder. Nunca un negocio funcionó con tanta cooperación entre cubanos y negros. Si todos los negocios hubieran operado como ese, jamás se hubieran producido disturbios raciales en esta ciudad.
—Todo el mundo apostando tranquilos.
— Sí señor. Una organización perfecta. Cada una o dos cuadras del barrio de los negros había uno que recogía las apuestas. No conozco un prieto que no juegue a los numbers, como lo llaman ellos. Luego, dentro de determinada zona del barrio, otro se encargaba del acopio de los papelitos con las apuntaciones y el dinero, que le llevaban a su casa los responsables de las apuestas de varias cuadras. Entonces, dos veces al día —por la mañana y por la noche— iba una cubana o un cubano y se llevaban el dinero y las apuestas. El barrio de los negros estaba dividido en “rutas”, al igual que los distribuidores que llevan mercancía a los supermercados o quienes te dejan el periódico frente a la puerta. Toda la cuenta del dinero, la distribución de premios y la metedera del billete en sobres se realizaba en viviendas alejadas del barrio de los negros, en zonas residenciales donde sólo vivían blancos, en su mayoría cubanos. A veces en habitaciones de algún motel de la Calle Ocho, cuando la cosa se ponía bien caliente. Luego —dos o tres horas más tarde— quienes tenían a su cargo las “rutas” regresaban con los premios al barrio de los negros. Podían hacerlo sin problema. ¿Entrar un blanquito con pinta de cubiche en el barrio de los negros, y que no te caigan a pedradas y traten de arrancarte el reloj y la cadena que llevas al cuello? Sólo ellos. Todo el barrio sabía que eran intocables. Los asaltos eran raros. Cuando ocurrían, los mismo negros arreglaban el problema. Nunca se mató a nadie. En el peor de los casos, recurrían a una golpiza. Casi siempre bastaba con una amenaza. Si acaso un par de galletas. Siempre se recuperaba la plata. Nunca faltó la generosidad. Una buena propina al que daba el soplo. Pago seguro a los encargados de la tarea. Hasta a veces se le daba algún dinerito a la familia de los delincuentes, si eran muchachos que iban por el mal camino. Pero no para drogas. Nunca se permitió que las drogas se mezclaran en esto. Eso sí. Los negros arreglaban sus problemas entre ellos. Jamás un blanco iba a darle sopapos a un negro. Ni falta que hacía. Había negros de sobra. Dispuestos a repartir golpes por menos de cien pesos. La cuestión era aguantarlos, que no se les fuera la mano y mataran al tipo. Les pagaban mejor a los tipos más inteligentes, a los que sabían hacer la cosa para que el otro se arrepintiera, pero sin dejarlo inválido o bobo. Era cuestión de educar, no andar maltratando a la gente por gusto. Y siempre cumplió esa función educativa.
—¿Nunca más la policía agarró a ningún otro?
—Casi nunca en Miami. Fueron raros los casos. Pasaban los años sin que saliera la noticia de que habían cogido a un repartidor o desmantelado un centro de apuntaciones. Los que no jugaban ni siquiera sabían que eso existía. La policía dejaba tranquilos a los que estaban en el negocio. ¿Qué iban a hacer? La mayoría de los repartidores eran ancianos retirados, que con el welfare no les alcanzaba para vivir.
—Y entonces, ¿por qué tuvieron que salir huyendo para Costa Rica los García, Milián y Alvarez?
—Demasiado dinero. Estaban podridos en dinero. Sabía que si los cogían les iban a echar unos cuantos años y prefirieron pasar el resto de su vida a salvo. En realidad no huyeron, sino que se retiraron.
—¿No los afectó cuando años después se creó la lotería estatal?
—En lo más mínimo. Más bien el negocio se amplió. En los comienzos se guiaron por la lotería de Puerto Rico, luego también por las carreras de perros. Después se acabaron las carreras de perros y siguieron con la lotería de Puerto Rico. Cuando apareció la lotería en la Florida, comenzaron a comprar los boletos ganadores. Pagaban mejor. Se dedicaban también a recoger apuestas de la lotería. Inventaron una lotería paralela.
—¿Nunca se metieron en la droga?
—Nunca. Ya te lo dije. Eran personas decentes. Por eso la policía no los molestaba. Un negocio decente y democrático. No como los tipos de la Bolsa, donde siempre a los grandes no les pasa nada, luego de que se roban cientos de millones. Con esto no había pejes gordos y pejes flacos. Y tampoco infelices que pagaban las culpas. Imagínate tú que detuvieran una vieja repartidora. En primer lugar, los banqueros iban de inmediato y pagaban la fianza. Pero mientras estaba presa, los policías tenían que oír a la anciana contando sus miserias, quejándose de que se estaba muriendo de hambre, llorando y suplicando. A nadie le gusta ver a una vieja muerta de hambre llorando. Ni siquiera a la policía. Más tarde el negocio se complicó un poco. Fue cuando empezaron las peleas de perros en Cuba. Al principio en Miami no le dieron importancia, pero luego se empezó a apostar fuerte. En parte con dinero de Miami. También volvieron las peleas de gallos, que Castro había prohibido y aquí en Miami perseguían duro, a diferencia de esto. No por el juego, sino porque los americanos dicen que eso es maltratar a los animales. Cómo si ellos no se pasaran la vida maltratando a la gente en todo el mundo. En Cuba las peleas de gallos siempre han estado controladas por la policía y la seguridad, las de perros también. Pero ésa es otra rama del negocio de la que yo no sé mucho. Ahora, de este negocio yo sí sé y bastante, y por eso te digo que la bolita resolvía un problema social.
Ilustración: Nicolás Lara.

Wednesday, October 08, 2008

Un viaje a La Habana



No se lo dijo a sus amigos, pero se alegró de la prórroga electoral, que trasladaba para el próximo año las elecciones en Cuba. Temía encontrar El Vedado lleno de pasquines y caravanas de automóviles recorriendo las calles y los anuncios políticos pagados en la radio y la televisión todo el tiempo. Era su tercer viaje a la isla en los dos últimos años. Volvió a alojarse en el hotel Alaska, en 23 y M, porque era céntrico y no tan caro como los más recientes, o como el Nacional, donde la habitación más barata costaba mil dólares por noche.
Construido en el último año de Castro, el Alaska fue el primer hotel edificado con capital de los exiliados de Miami. Sus habitaciones eran estrechas y no valía la pena comer en alguna de sus tres cafeterías o en los dos restaurantes de la planta baja y tampoco en el del último piso, porque se aferraban a los platos típicos de otros sitios cubanos similares en el sur de la Florida. Quería aprovechar esos quince días para finalmente volver a caminar por la ciudad que había abandonado a los diecinueve años y sólo vuelto a visitar en dos ocasiones posteriores: durante la feria del libro de 2013, dedicada a la literatura del exilio, y en 2016, en que le encargaron un reportaje sobre el boom de los amarillentos carteles revolucionarios, que por entonces ya alcanzaban cifras astronómicas en las subastas neoyorquinas .
Luego de Nueva York, La Habana era la mejor ciudad que conocía para recorrer en noviembre. Aunque era temprano y faltaban muchas horas para que llegara la brisa del mar a refrescar la temperatura de La Rampa, a las diez de la mañana se podía caminar por esa calle, ancha y en bajada y nunca ajena. Disfrutar de la mañana antes de que el sol de las doce la convirtiera en una franja hirviente y detenerse ante la entrada y los anuncios de los restaurantes y clubes multiplicados en cada piso de los edificios reconstruidos con furor meses antes de que la avalancha turística empezara a ceder y la ciudad a adaptarse a ser un punto más del recorrido turístico que ofrecían los cruceros caribeños. Al llegar a la esquina de 23 y O, donde en una época estuvo el Pabellón Cuba, cambió de idea porque parte de la calle estaba cerrada por un edificio que estaban construyendo y más abajo sabía que sólo se encontraría el mall de boutiques exclusivas que le recordaba demasiado a Ball Harbour. Regresó al hotel con tiempo para pedir el automóvil, que había alquilado la noche anterior, e ir hasta el restaurante La Carreta, en 12 y 23, donde lo esperaban para almorzar. Subió por 23, que estaba recién asfaltada y con un equipo moderno de semáforos, y disminuyó todo lo posible la velocidad para tener que detenerse en 23 y G. Ver brevemente el condominio que se alzaba donde una vez estuvieron el parque de John Lennon, el cine Riviera y El Carmelo de 23, y tratar de recordar que a veces cuando salía de la universidad hacía cola para merendar en El Carmelo. Pero no pudo, porque inmediatamente empezaron a sonar el claxon los autos que venían atrás y el tráfico compacto en sentido contrario le impedía ver mucho. Como la luz permaneció en verde, tuvo que seguir de largo.
Al llegar a Paseo sí lo cogió la luz y se detuvo y vio el colegio católico exclusivo para señoritas, donde sabía era imposible encontrar una en las aulas. Ella le había hablado que quizá mandaría allí a su hija por un año si la situación en Cuba continuaba mejorando. Sabía lo que eso significaba: que el banco estudiaba trasladar para la isla la sucursal latinoamericana y posiblemente a ella como parte de la junta directiva. Sin embargo, ni una palabra sobre las posibilidades financieras empañó la conversación aquella noche. Ella se había limitado a decirle que quería que la niña estudiara en ese colegio, porque fue allí donde una de sus tías vivió como monja enclaustrada casi toda su vida. Era esa la tía que más quería y por la cual había sido novicia en España.
En La Carreta de 12 y 23 entregó el automóvil en el valet parking y no entró al restaurante sino caminó hasta la esquina para contemplar el edificio que por años había sido el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos —adquirido primero por una firma dedicada al alquiler de locales para consultorios médicos— y la antigua Cinemateca de Cuba, cerrada para siempre porque ya estaban aprobados los planes para convertir toda la zona en el Centro Médico Atlantic —que se extendería por toda la manzana, entre las calles 23 y 25 y desde 11 hasta 12.
Al salir de La Carreta de 23 y 12, luego de un tedioso almuerzo con el nuevo director del Museo Nacional, buscó Zapata, dobló frente al Cementerio de Colón y pasó por la Canastilla Cubana y El Dorado y las otras mueblerías que se habían establecido en esa calle, mientras resultó barato comprar varias casas semiderruidas y acabar de echarlas a piso y edificar grandes almacenes, mientras escuchaba Here Come The Honey Man y luegoThe Pan Piper y luego Solea y dejaba que el lamento de los metales invadiera el automóvil y creciera en ese lamento más agudo de la trompeta de Miles Davis en contraste con las flautas y el pícolo y el arpa que puntuaba las notas, bordándolas para una melodía delicada y fuerte como un encaje metálico, que cobraba fuerza a medida que el drummer iba imponiendo el ritmo en la caja y el encaje se transformaba en la cota de un guerrero que marchaba a la guerra y el redoble incesante cobraba fuerza y el soldado avanzaba hacia la muerte sin saber siquiera que las tumbas quedaban detrás. Imaginó entonces que le hubiera gustado que el drummer fuera Barretico, al que nunca conoció pero del que le hablaba su hermano —pese a que no le gustaba la música cubana, la que nunca oía— y al que admiraba por un par de grabaciones que sabía no tenían nada que envidiarle a Art Blakey o a Phillis Joe Johns o a Max Roach, a los que sí conocía, aunque sabía que jamás escribiría de él —no porque no le gustara la música cubana sino porque ya su hermano lo había hecho— y se olvidó de Miles que seguía acentuando las notas y de los metales en crescendo y dejó que el redoble obsesivo y los cambios de ritmo del baterista que cuadraba y descuadraba el obstinato de la orquesta fueran por un momento la razón de vivir. ¡Miles Davis! ¡Quincy Jones!
Al llegar a la intersección con la Avenida de Rancho Boyeros se alegró de que el tráfico circulara con lentitud pero sin interrupción, porque ya estaba terminado el tramo de la nueva autopista que iba a conectar a El Vedado con la zona de los ministerios. Al detenerse en el semáforo para doblar a la izquierda y bajar por Carlos III contempló el edificio de treinta pisos, construido donde recordaba que en su niñez estaba la terminal de ómnibus interprovinciales. En el edificio tenían sus oficinas muchas de las compañías extranjeras que invertían en la isla. También pudo ver las grúas que se elevaban alrededor y en el centro del sitio en que en menos de un par de años se esperaba estuviera listo el Miami Mall —el mayor del Caribe, que no era mucho decir, y superior a todos los construidos en la costa este de Estados Unidos, que sí era un verdadero récord— y que edificaban en la antigua Plaza Cívica —luego Plaza de la Revolución y donde por décadas los cubanos habían acudido a escuchar a Fidel Castro. El nuevo centro comercial no sólo tendría capacidad suficiente para tiendas por departamentos, como Saks Fifth Avenue, Bloomingdale’s y Macy’s, y sucursales bancarias del Chase Manhattan Bank y Citicorp. También simbolizaría el establecimiento definitivo del capital y el comercio norteamericano en la isla. Y si bien era cierto que incluso durante los dos últimos años de Castro las empresas norteamericanas habían logrado una fuerte presencia en la isla, el nuevo mall —ubicado en el lugar donde en una época se lanzaron las consignas más agresivas contra el capitalismo— consolidaba arquitectónicamente su carácter dominante.
Era también una solución salomónica puesta en práctica por la junta militar, renuente siempre a abandonar los terrenos donde en una época estuvo el Comité Central del Partido Comunista de Cuba —y ahora radicaba el Ministerio de Comercio Exterior— y los edificios que albergaban otros ministerios, como una forma de evidenciar que el proceso puesto en marcha por sus miembros era una continuidad y no un abandono de la línea trazada por Castro al final de su mandato. Continuidad que les aseguraba su permanencia en el poder, aunque en la práctica poco quedaba en el país del antiguo régimen comunista. Si bien era cierto que el Palacio Presidencial había vuelto a ser teóricamente la sede del Gobierno, éste cumplía una función puramente protocolar, ya que el centro de decisiones económicas y políticas se mantenía en los terrenos que rodeaban al antiguo búnker castrista. Por otra parte, desde su llegada al poder la junta había trasladado a esta zona el resto de los ministerios, aduciendo razones logísticas, pero en realidad para enfatizar que el área continuaba siendo el lugar donde se tomaban las decisiones que afectaban a la isla.
Ninguno de los traslados ministeriales fue más controversial que el establecimiento en el área del Ministerio de Cultura. Se había argumentado que dicho movimiento obedecía a la creación de un triángulo cultural, cuyos vértices estaban definidos por la Biblioteca Nacional Reinaldo Arenas, el Teatro Nacional Virgilio Piñera y la Escuela de Letras Jesús Díaz. Por lo demás, el Ministerio de Cultura sólo se dedicaba a organizar unos cuantos eventos internacionales al año, ya que la edición de libros, el teatro, el ballet y la música estaban en manos de empresarios privados. El Ministerio de Cultura era conocido entre los intelectuales como “Dos Viejos Pánicos”, por el hecho de que durante tres años había tenido al frente a dos ministros, como un intento de unir la llamada “cultura de las dos orillas”. Fueron un par de ancianos poetas los que aceptaron esa dirección bicéfala. Uno de ellos había permanecido en la isla y el otro radicado en Miami. Se odiaban a muerte. Pero durante los tres años de concubinato ministerial compartieron muchas tardes y noches, ya que los unía la predilección por la bebida. Era común verlos abandonar juntos recepciones y comidas, casi abrazados para sostenerse mutuamente. Quiso el destino que el poeta de la isla muriera primero. El poeta exiliado le dedicó una oda fúnebre, que incluyó al comienzo de sus Poesías Completas, donde por supuesto se encontraba el libro que años antes el otro había condenado a ser convertido en pulpa.
Un cuentista era ahora el nuevo ministro de Cultura en funciones. Porque sin la ayuda del hombro de su antiguo rival, el poeta del exilio había dado un tropezón fatal a la salida de una comida —donde decían había bebido todo el tiempo. El golpe al caer sobre la calle desierta no había causado la muerte. Fue la coincidencia desafortunada de que en ese momento se desprendió un balcón del edificio que albergaba al restaurante en que había cenado. En los círculos intelectuales todos coincidían en que los verdaderos culpables eran varios escritores españoles de visita en La Habana, que habían insistido en cenar en uno de los “paladares” que aún quedaban en la parte antigua de la ciudad —como recuerdo de los años de escasez durante el castrismo— y que precisamente estaba dentro de un edificio que si no había sido clausurado por completo era por el dinero que pagaba el dueño del paladar para mantenerlo abierto, porque muchos años antes había cenado en ese sitio Pedro Almodóvar y continuaba atrayendo turistas de todo el mundo, que pagaban precios astronómicos por una pésima comida, que era también una de las tantas formas de nostalgia poscastrista que forraba los bolsillos de habaneros y miamenses emprendedores.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.

Saturday, October 04, 2008

Un hombre peligroso



“George Orwell, de quien se pudieran decir muchas cosas en su contra, señaló en una ocasión los abusos que se cometen con el lenguaje”.
Juan Peñate estaba sentado a mi lado y casi saltó en la butaca.
Hay que conocer a Peñate para que se me perdone recurrir a una frase tan trillada.
Estaba graduado de Historia y su trabajo se reducía a leer cualquier libro en la Biblioteca Nacional. Una labor envidiable para cualquiera en cualquier parte del mundo.
No para Peñate. Le disgustaba el horario. Todo los días debía acudir a la Biblioteca, firmar el registro de entrada y salida y permanecer ocho horas leyendo un montón de libros en una de las mesas más retiradas de la sala de lectura. Lo que hiciera con su tiempo —las obras que leía, los tomos que consultaba, las notas que a veces acumulaba en cualquier pedazo de papel— a nadie le importaba, mientras cumpliera un horario de oficina.
Peñate era miembro de un equipo de historiadores que dirigía Jorge Ibarra. El grupo había sido creado con el objetivo de asesorar a los escritores del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Sólo que sus miembros no asesoraban a nadie y tampoco ningún escritor radial y televisivo quería ser asesorado. Ibarra era un ex combatiente de la Sierra Maestra. Al triunfar la revolución, bajó de las montañas con el grado de capitán y se integró al equipo de historia del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), que elaboró el primer manual de historia cubana de acuerdo a los patrones revolucionarios, y que no era más que una simple copia del Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra, con añadidos de Marx y Lenin. Luego había reunido algunos ensayos en un libro, Ideología Mambisa, y siempre prometía la entrega de otras obras.
Ibarra era un investigador con una vocación especial para los temas que ponían nerviosos a los funcionarios. A veces aparecía en alguna revista un ensayo suyo, con una nota al final: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Stalin, de próxima publicación”. Ninguno editor del Instituto Cubano del Libro quería lidiar con un tema tan espinoso. Por eso todo el mundo se sentía tranquilo con la fama de Ibarra: prometía libros que nunca entregaba a la imprenta.
El grupo de historiadores trabajaba en la Biblioteca Nacional, el lugar odiado por Peñate durante las ocho horas diarias que dedicaba a su actividad predilecta: leer. Querer pasarse la vida entera leyendo y detestar acudir al lugar donde todos van precisamente a eso. Una contradicción explicable —según Peñate— por tener que compartir la jornada de lectura con sus compañeros de trabajo, quienes se limitan a perseguir la merienda durante las ocho horas.
Al igual que cualquier cafetería del resto del país, la de la Biblioteca Nacional tenía poco que vender, por lo que se formaban largas colas para adquirir algún producto. Los vecinos de la zona estaban pendientes del momento en que llegaban el yogur, los refrescos, las croquetas y los helados. Por un tiempo acapararon los turnos. Llegaban al abrir el amplio salón de lectura, y sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se encontraban las obras del Apóstol y los versos del Poeta Nacional, descendían la escalera raudos —con la jaba bajo el brazo— para hacer la cola a la espera de la sorpresa mañanera: ¿yogur sin azúcar, croqueta pegacielo, guachipupa o una bola pequeña de helado de rizado de fresa? Tras una pequeña batalla sindical, los empleados consiguieron que se estableciera un sistema de preferencias, que les permitía comprar la merienda diaria sin hacer fila. Tras otra pequeña batalla sindical, los asesores de historia del ICRT lograron ser incluidos en ella. Estaba más que justificado que los historiadores vivieran pendientes de la merienda, porque en ocasiones los suministros no alcanzaban ni para los empleados.
El único que no mostraba el menor interés en perseguir la croqueta era Peñate. Un caso singular entre quienes trabajaban en el lugar. Casi una aberración. Llegaba a diario a la Biblioteca, sin otro propósito que leer y sin una jaba bajo el brazo. Abría el fichero y escogía un tema: existencialismo. Luego —durante semanas— leía todos los libros sobre el tema que se encontraban almacenados en los estantes.
Ibarra sólo le exigía que un día a la semana informara al resto del equipo sobre el resultado de sus lecturas. Estas reuniones eran breves, para alivio de Peñate. Por lo demás, su vida transcurría entre libros, salidas obligadas a comer en la calle —ya que además de la escasez de víveres, sus padres eran un par de ancianos que no podían cocinar y también dedicaban todo el tiempo a hacer colas en restaurantes y cafeterías—, los conciertos los domingos de la Orquesta Sinfónica Nacional y las películas en la Cinemateca
A Peñate le habían prestado una tarjeta esa noche.
—¿Pero alguien se atreve en este país a mencionar a Orwell en público? —dijo entre asombrado e irónico.
La voz de Mora se escuchaba a través del sistema de sonido de la sala. Había grabado un mensaje antes de proyectar la película, en que nos pedía a los espectadores que no considerábamos como un simple “teque” cualquier llamado a la reflexión. La palabra “teque” tenía una marcada connotación política y era una de las pocas salidas —más o menos permitida— ante cualquier discurso político, siempre y cuando no fuera pronunciado por el Comandante en Jefe. Se podía decir que los dirigentes de aula de la Juventud Comunista se pasaban la vida dando “teques”, porque siempre existía el recurso de ampararse en la incapacidad del otro para transmitir el pensamiento revolucionario. Fidel orientaba, dirigía, guiaba. El que repetía lo que decía el Máximo Líder daba un “teque”. Para el receptor, el valor lo determinaba el emisor y no el mensaje (del “teque” de la ciencia de la comunicación aplicado a la realidad cubana).
A mi el nombre de Orwell no me decía mucho.
—Orwell, el de Rebelión en la Granja —me aclaraba Peñate y yo seguía preguntándome quién era Orwell.
Era un problema que Alberto Mora venía años arrastrando. Tratar de razonar con los demás, de que los otros entendieran sus justificaciones.
Varios meses después, cuando ya éramos amigos, un día logré arrinconar a Alberto.
Nunca lo hubiera intentado entonces con otra persona, pero él me inspiraba confianza. Sabía que iba a tratar de convencerme, pero jamás a denunciarme.
Comenzamos a hablar de Historia, y poco a poco fui minando sus argumentos. Le dije que en el hombre había un componente irracional que lo incapacitaba para lograr una sociedad mejor.
—Pero si es así como tú dices, nada de lo que hemos hecho hasta ahora tiene sentido. Mi vida no tiene sentido. La revolución no tiene sentido.
Retrocedí en mis argumentos. No por temor a lo que pudiera pensar Alberto de mí, que me las daba de estudiante universitario integrado al proceso y aspirante a teórico marxista, sino porque había encontrado su flanco vulnerable.
No es bueno descubrirle las debilidades a quien uno considera un héroe.
Mora no temía invocar a Orwell —un “enemigo ideológico”—, porque su interés no era ganar adeptos. Quería que los demás compartieran —de forma consciente— sus puntos de vista.
Sólo que estaba equivocado.
Los estudiantes rechazaban los “teques”, los discursos políticos a cada momento y sobre cualquier tema. Alberto quería convencerlos de que “todos los filmes son políticos”. El mismo había traducido del francés el artículo publicado en el número de octubre de 1970 de Les Temps Modernes. La traducción apareció en el número de febrero de 1971 de la revista Arte 7.
Al ICAIC no le gustó que alguien que no fuera ellos tradujera de una revista extranjera un artículo y lo diera a conocer. Y mucho menos de una revista francesa y todavía menos de la revista de Sartre.
Alberto no quería limitarse a poner cine. Deseaba educar a los estudiantes. Pero no sólo a conocer los distintos tipos de planos cinematográficos y a identificar el estilo de los mejores directores. Le interesaba sobre todo enseñar a pensar. Tuvo la batalla perdida desde el comienzo, porque a la mayoría de los estudiantes no les preocupaba aprender una materia que no iba a examen. Al ICAIC por supuesto que le molestaba el no poder controlar lo que se hablaba de cine en la Universidad. Y en ese caso prefería obviar el tema, sacar la discusión de las películas fuera de la Colina Universitaria. Lo que la ignorancia unía sólo lo podía separar un pequeño grupo, formado por quienes nos habíamos convertido en seguidores de Alberto. Y aquí se encendió una señal de alarma —para el ICAIC y para la Universidad.
Los estudiantes tenían razón en un punto: las discusiones en los cine-debates no eran más que “teques”, porque los análisis cinematográficos se reducían a los supuestos valores ideológicos de la película. Desde el punto de vista del ICAIC, no existía la disyuntiva entre el conocimiento y su rechazo, sino la voluntad de mantener el monopolio del saber. Alberto se enfrentaba a unos y otros —con la esperanza de convencer a ignorantes y apáticos y mantener a raya a los funcionarios—, determinado a no dejarse doblegar.
Al final todo se reducía a una lucha por el poder, concentrada en un ciclo de cine. Ese no era mi problema. ¿O sí? Para mí, la diferencia fundamental era entre recibir y dar “teques”. Detestaba los círculos de estudio y las actividades políticas. Pero hablaba entusiasmado en los cine-debates, los dirigía con gusto y cada vez que podía presentaba una película. También yo ansiaba ser escuchado y no tener que escuchar.
Aquella noche, Mora mencionó el ensayo de Orwell titulado La Política y la Lengua Inglesa, donde se denuncian las frases prefabricadas y los eufemismos. Su intención no parecía diferir de la de los funcionarios del ICAIC, con sus llamados a la formación de un espectador más crítico. Pero en realidad era la opuesta. No por gusto había un gran cartel colgado a la entrada del edificio blanco del ICAIC: “De todas las artes, el cine es la más importante”. La frase era el tipo de cliché que criticaba Orwell en su artículo.
Si Mora no se detenía en su afán de convencer, era porque lo había practicado en situaciones anteriores, y en circunstancias más difíciles que ante un grupo de estudiantes.
En una ocasión, mientras se encontraba en España, dos amigos lo habían ido a ver para que desertara. El sospechó que al menos uno de ellos estaba trabajando para la CIA. Se limitó a discutir con ellos, a justificar la validez final de los principios revolucionarios. Trató de que cambiaran de opinión y regresaran a Cuba. Sus interlocutores optaron por el exilio. Le habría bastado denunciarlos ante la embajada cubana para arruinarles los planes. No lo hizo, pese a que luego en La Habana le pasaron la cuenta. Los consideraba traidores, pero no los traicionó.
Nunca se me planteó la disyuntiva moral entre traicionar a los amigos y evitar una traición a la revolución. En primer lugar, porque no creía en la revolución. Había comenzado a creer en la crítica marxista de la cultura, pero más como un alarde de conocimiento que como una profesión de fe. Alberto y yo pertenecíamos a generaciones distintas. En la suya, una amistad se valoraba con independencia de los criterios políticos. En la mía, regía la desconfianza desde el inicio. Uno no descubría los pensamientos políticos ni a la mujer con la que se acostaba. Con frecuencia un funcionario desertaba y la esposa o amante podía justificar con facilidad que había sido engañada. Admitir lo contrario era abrirle la puerta a los conspiradores. El culto a la delación era tema de novelas y películas. La posibilidad de ser delatado, la materia sobre la que se había edificado el fracaso de la contrarrevolución.
El “teque” y su rechazo sustituían cualquier discusión real. Y Alberto Mora estaba en contra de ese comportamiento. Para combatirlo, estaba dispuesto a citar a Orwell. Sólo que citarlo rompía el juego que todos estábamos dispuestos a aceptar por conveniencia.
Las palabras de Alberto no lograron una mayor participación en el debate de aquella noche. ¿Por qué empeñarse en romper una costumbre, que al final resultaba tan cómoda? Sabíamos que el ver una película norteamericana pasaba antes por el oír a alguien que nos dijera que el cine capitalista es malo. Al apagarse las luces, se podía disfrutar a oscuras del pecado del gusto: aprobar cuando mataran a los indios, soñar frente a las grandes ciudades en la pantalla, envidiar la ropa y las mansiones. Eso era el cine.
—No se puede negar que León tiene un trabajo envidiable. Una buena oficina, aire acondicionado, las paredes recién pintadas de blanco, cuadros de Amelia y Portocarrero, una secretaria atractiva, viajes a Europa— lo decía Callejas mientras él, Alberto y yo esperábamos a ser recibidos por Francisco León —el director del Centro de Información Cinematográfica del ICAIC— meses más tarde de aquella noche en que por primera y creo que única vez se mencionó a Orwell en la Cinemateca de Cuba.
La envidia de Callejas no sólo era justificable, sino que ponía al descubierto su lado más humano. Era mucho más viejo que nosotros —tenía por entonces unos treinta y cinco años— y un historial de conspirador que lo diferenciaba del resto del grupo, simples estudiantes. Había participado en la lucha contra Batista, ocupado cargos políticos y culturales al principio de la revolución, para luego ser destituido durante el proceso de lucha contra el sectarismo y la microfracción, cuando los viejos militantes comunistas fueron apartados de sus cargos. La franqueza súbita se debía en parte a una necesidad de expresar sus deseos —y al que a mi me considerara un testigo insignificante: alguien incapaz de utilizar luego esas palabras en su contra. En parte también, porque conocía a Alberto mejor que yo —y sabía que podía hablar sin miedo.
—No le envidio nada a León. Tuve todo eso. Una oficina grande y secretarias bonitas. Ya no me interesa. Lo que de verdad me interesa es el grupo Arte 7. Poder trabajar con ustedes. Hacer algo distinto y verdadero. Las oficinas grandes y las secretarias bonitas te impiden hacer algo que en verdad te interese.
Cuando Alberto habló aquella tarde, comencé a conocerlo. Pese a que ya llevaba varias semanas integrado al grupo Arte 7. Apenas sabía de su historia de ministro, pero ese pasado carecía de importancia ante una confesión mucho más reveladora que la de Callejas con su envidia.
Hasta entonces, había pensado que a Mora le interesaba el cine. Descubrí algo más. Una necesidad de realizarse como individuo, que no le habían permitido los cargos y la lucha contra Batista. Algo de abanderado de una pequeña causa —una especie de cruzado—, que para él revestía una importancia mucho mayor que para nosotros. Me di cuenta que, para él, el cine no era más que un medio. No un pretexto, pero casi una excusa. Lo que buscaba era la libertad de llevar a cabo una idea. Me había equivocado al juzgar todos sus esfuerzos de acuerdo a una lucha por el poder —de la cual yo también era participante y culpable. Ansiar el poder en Cuba constituía un aspecto más de la vida diaria. Aspirar a la libertad, en cambio, era estar dispuesto al enfrentamiento cotidiano. Algo difícil —pensaba que imposible— de asumir en un país que por principio condenaba a sus ciudadanos a someterse a las necesidades del momento. De otra manera, resultaba imposible sobrevivir. Con más experiencia, en aquel momento me habría dado cuenta de que Alberto era un hombre peligroso.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.

Thursday, October 02, 2008

El misterio Colón



Sabe que es ella. De inmediato la reconoce. Sin recordar las veces anteriores en que la contempló de lejos. Sin tiempo apenas en el primer instante para pensar en el escritor, que a partir de ese momento le ayudará a tratar de que también sea suya. Ajena e indestructible. Como sabe por primera vez que será siempre. Ella que golpea el fondo del yate, a la que se entrega con una mezcla de impotencia y alegría que no logran opacar los tres vasos de Johnny Walker Etiqueta Negra a la roca. Ni el mareo que llega poco a poco, que resiste porque sabe lo espera desde que se negó a ponerse un parche la noche anterior. Y luego el otro que le ofrecieron al subir. Terco en su intención de sentirse indefenso, como ahora se siente. Pese a los dos motores poderosos que sin derrotarla logran avanzar en su contra. Y el estar sentado en el segundo piso. Sin atreverse a bajar a cubierta o subir al puesto de mando. Ella, la Corriente del Golfo.
—Bueno señores, y ahora una última pregunta: ¿Traen armas?
—No.
Ese es otro de sus problemas: ser siempre lento y apresurarse cuando no hay que apresurarse. Mira a sus compañeros, que empiezan a depositar sobre la mesa una Glock19, una Beretta92FS, una Walter PPK, una Bronning A-Bolt y un Colt 1119AM, calibre 45. No basta con las pistolas y el revolver. También aparecen la carabina Winchester, Model 94 Tradicional-CW, calibre 30-30, con un magazine 44 Remington, y el fusil Bronnig A-Bolt, con cartuchos 12" 25-06 Remington.
Todos sacan las licencias correspondientes. Se siente desnudo.
—Bien señores. Todo está en orden. Muchas gracias y que tengan una estancia placentera en Nassau.
Los aduaneros vuelven a darle la mano a cada uno de los miembros del grupo. Salen y saltan a la lancha patrullera que se aleja rápida.
El yate entra lentamente en la bahía y se dirige a uno de los muelles. No es de los primeros en salir. Lo hace luego que el capitán y su ayudante terminan de amarrar la embarcación y colocan en uno de los costados el grueso cable eléctrico. Observa como ambos desenrollan una manguera para limpiar la embarcación. Busca un taxi para dirigirse al casino. No hay ninguno libre. Dos que han salido antes que él tomaron el último momentos antes. Se dispone a esperar cuando ve que el taxi retrocede y sus compañeros de viaje le dicen que monte. Se niega. Cuando le insisten teme ser descortés y se une a ellos. Le prometen que luego de comer irán a jugar. Se alejan del puerto para yates de recreo y atraviesan por calles de viviendas humildes. El automóvil se detiene ante una especie de almacén. No escucha la música que sale del local, pero tampoco logra escapar del estruendo.
—Esto es mejor que el casino —le dicen a la vez sus dos compañeros. Uno paga la entrada. Con ellos ha entrado varias muchachas, que estaban en la puerta del local. Se da cuenta que sus acompañantes también les han pagado la entrada a ellas, porque las mujeres no se separan del grupo.
—Esta noche va a ser lo mejor de la expedición— le dice uno de los hombres que acaba de conocer la madrugada de ese día. Pero comprueba con alivio que apenas puede escucharlo.
Cree ver una luz y comienza a llamar a la tripulación, que se agolpa sobre cubierta. Otros creen verla también. ¿O lo dicen sólo para congraciarse con su jefe? La visión se repite. Luego se aferrará a lo ocurrido para reclamar los 10,000 maravedíes, ofrecidos por los Reyes al primer expedicionario que divisara tierra. Un gesto de avaricia. Posiblemente. Lo criticarán por ello. Ese día el sol se había puesto a las 5:30 p.m. El “crepúsculo náutico” —que marca con su culminación el comienzo de la oscuridad total— ocurrió a las 6:15 p.m. Soplaba un viento que se conoce como “alisio reforzado”. Ese es un viento que levanta gran oleaje en el mar, pero que no afecta a las carabelas, porque lo llevan de popa mientras avanzan rumbo oeste. A esta hora se encontraba a unos 81 kilómetros de la isla Watling. Distingue las luces a 10:00 de la noche, cuando ha rebasado la zona del litoral del este y está pasando por el sur de la isla. Dos horas después de la medianoche, la tierra aparece a la distancia de dos leguas. Decide esperar hasta el amanecer para tomar posesión de la tierra, en nombre de la corona española. La nombra San Salvador. No sabe —lo sabrá después pero nunca le importará— que esa tierra ya tiene nombre: Guanahaní en el lenguaje de los lucayos. El nombre, sin embargo, será importante siglos después, cuando los historiadores no se pongan de acuerdo en identificar a Guanahaní, y disputen su origen en varias islas, islotes y cayos.
El cayo tiene una playa larga, que se extiende por toda su costa. Puede recorrerse en una mañana, ya que mide casi 4,4 kilómetros de largo y 3,2 kilómetros de ancho. Su suelo apenas se eleva a unos 18 metros sobre el nivel del mar. Nada dificulta el andar, porque su vegetación se limita a la hierba de duna y el lino de la costa, la uva caleta y el hicaco. Aquí y allá aparecen palmas de pequeño tamaño. Al poco rato de caminar surge una laguna, que cubre casi toda su superficie. En ella abundan los peces y las tortugas, Nadie va allí a pescar. Son especies menores y los pescadores prefieren el mar.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —el hombre de unos cincuenta años se le había acercado al verlo detenerse. Ambos se sentaron en la arena.
—Dinero.
—¿Cómo?
—Me pagan bien por escribir sobre lo que va a pasar aquí. Quería hacerlo desde mi casa, pero me dijeron que si no venía se lo daban a otro. La revista en que colaboraba lo había enviado para hacer un reportaje sobre la expedición, organizada por un grupo de exiliados cubanos para determinar cuál había sido en verdad la isla en que Colón había desembarcado por vez primera, durante su primer viaje de descubrimiento. Desde el principio le llamó la atención que nadie se presentara como historiador, investigador, antropólogo o académico. El grupo estaba formado por agentes de bienes raíces, empresarios de televisión y hasta oficiales de la policía local. El no era el único periodista que acompañaba la expedición. Venían también un camarógrafo y un reportero de una emisora de televisión de la ciudad, con el objetivo de realizar un programa especial sobre la llegada de los españoles a América. Había además otro camarógrafo y una especie de asistente que se hacía llamar productor de cine, pero que en realidad su labor se limitaba la mayoría de las veces a hacer funciones de sonidista y a cargar una batería adicional para la cámara. Estos dos últimos estaban dedicados a filmar una película sobre la primera expedición científica de exiliados cubanos dedicada da desentrañar “el misterio de Colón”.
—Bueno, entonces para usted esto tiene sentido. Pero yo maldigo la hora en que me metí en este enredo—, dijo Daniel Bejar.
Bejar era judío y maldecía. También comía carne de cerdo. Eso lo supo después. Un día Antonio Morales le dijo a Bejar que cocinara, ya que tanto alardeaba de ser tan buen cocinero. Entonces había sacado un costillar de carne de cerdo de la nevera del yate.
—Lo hizo para humillarme, pero se jodió. A mi qué coño me importa cocinar cerdo u otra cosa. Para la cantidad de bichos raros que he comido en tantas guerras que he estado— le había contado al día siguiente Bejar.
—¿Por qué vino entonces?
—No quiero dejar solo a Morales. Me tiene que devolver las piezas. Si lo dejo solo y me desentiendo de este rollo lo va a tomar como excusa. Entonces se hace el ofendido y no me da las piezas.
—Puede demandarlo.
—No creo en abogados. Tampoco en jueces. Al final, se queda con las piezas.
Bejar era el propietario de una de las mejores colecciones de artefactos de la cultura taina del mundo. Eso era lo él decía. Lo que venía repitiendo desde que se montó en el yate. Morales tenía una oficina de bienes raíces y era el organizador de la expedición.
—Se las presté como parte del proyecto. Para que las tuviera en su casa por un tiempo. Así él podía exhibirlas y pasar como un especialista en las culturas aborígenes. De lo contrario, nadie iba a financiarle esta expedición. Dijo que me iba a pagar. Me las alquiló. Pero cuando le dieron el dinero no me devolvió nada. Tampoco me pagó. Ahora dice que me va a pagar el doble cuando venda la película. Llevamos una semana dando vueltas como idiotas por estas islas de mierda, y no veo que tenga un plan ni nada por el estilo. Estamos perdiendo el tiempo.
—A lo mejor tiene un plan y no quiere decirlo.
—¿Qué plan ni un carajo? Es un imbécil. Y más imbécil fui yo en prestarle las piezas.
—Como Colón.
—¿Cómo?
—Como Colón. También tenía un plan y no se lo dijo a la tripulación. Somos la tripulación de Colón.
—Colón era un buen cabrón ¿Sabe que era judío?
—He oído decir eso. También que era cubano.
—¿Cómo?
—Colón era cubano.
—Está bueno eso. Así que Colón era cubano. Peor que un judío. Entonces sí estamos jodíos. De verdad que estamos jodíos.
La fotografía que ilustra este relato es de Germán Guerra.
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966): poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos Poemas (1998), Metal (1998) y Libro de silencio (2007). En diciembre de 2006 ganó mención de honor en la novena entrega del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén. Con su último libro ganó el Florida Book Award, en la categoría de Lengua Española, al mejor libro publicado en 2007 por un autor residente en el estado de la Florida. Textos y poemas suyos han aparecido en antologías y en numerosas revistas y periódicos de diversos países. Desde 1992 reside en Miami.